De las Crocs de Balenciaga al éxito de las zapatillas del Lidl: por qué ‘lo feo’ vuelve a la moda
La colaboración de Balenciaga con Crocs o el extraño plumífero de Yeezy para GAP arrasan en las redes sociales porque, en principio, parecen feos. Pero ¿qué hay más allá? ¿Por qué las grandes marcas se arriesgan a dar estos golpes de efecto que pueden atraer tanta gloria como problemas?
El ser humano es el animal más previsible. Nos lanzan un anzuelo -ni siquiera uno bueno, basta uno vistoso- y vamos todos a por él. En este caso el cebo es un zapato firmado por Balenciaga en connivencia con Crocs. El resultado, ya lo están viendo en la foto. Es tan llamativo que al mostrarlo en Instagram -tribunal donde se dirime si algo se ha hecho en serio, en broma o solo para fastidiar- el público sospechó inmediatamente, argumentando que debía ser una maqueta hecha por ordenador a modo de despedida del catastrófico periodo 2020-21. Pero no: es real, se venderá el verano del año que viene, y ni siquiera es la primera colaboración de las dos marcas, que ya lanzaron unas Crocs con plataforma en 2018.
Más que de mercadotecnia, esto va de psicología. Si anuncias un producto concreto puede que lo vendas o no, pero si te centras en dar que hablar conectas con las emociones del comprador. Los que te odian y los que te aman tienen algo en común: ambos siguen con atención tus movimientos. Vanessa Friedman, crítica de moda de The New York Times, escribió en su newsletter semanal que el único objetivo del ejercicio de las Crocs feu “meterse en la conversación social. Mucho más que las ventas. ¿Se os ocurre algún accesorio más fashion victim?”. Sí. Apenas recuperados del trauma de las Crocs stiletto, conocíamos la existencia de una nueva infamia: el plumífero de Yeezy x Gap, un bulto sospechoso a medio camino entre la bolsa de basura y una rebequilla de teletubby.
¿Qué nos llama más, lo bonito o lo horroroso? La belleza interpela, pero apenas provoca debate. El Panteón, Wagner, Bergman, Velázquez: maravillosos. En un minuto estamos todos de acuerdo. La afrenta estética, en cambio, nunca deja indiferente. Lo que despierta y agita es la agresión visual.
Con la llegada de Demna Gvasalia como director creativo en 2015, Balenciaga se impuso una misión: lanzar cada poco tiempo productos-trasto que desconcierten y despierten las ansias estraperlistas de los fans. En sus diseños la elegancia no es relevante, no ayuda a avanzar. Crecer en la periferia de Georgia le había enseñado a Gvasalia una lección útil en la moda: lo correcto nunca se mueve de su eterno punto estático. Su reto es crear prendas cuestionables y sin embargo deseables. Similar posicionamiento es el de Kanye West al frente de Yeezy. El mensaje parece ser es: “Puedo hacer lo que quiera pero elijo la polémica, unida a la exclusividad”. Frente a la ortodoxia del diseño comercial, la heterodoxia del branding: cuanto más raro el objeto, más potencial para el coleccionista. Con un atractivo añadido: no todo el mundo pilla lo feo. Requiere el conocimiento de unos códigos y referencias que unen a quienes lo saben descifrar.
“Lo que denominamos bello o feo son construcciones culturales que aprendemos mediante la educación del gusto”, explica Patrícia Soley-Beltran, doctora en Sociología del género y licenciada en Historia Cultural. “No creo que exista una atracción malsana por lo feo, pero sí preocupa por dos razones interrelacionadas. La obvia es porque lo feo se utiliza como un modo de transgredir la norma de la belleza. Es un modo de rebelarse, una arma arrojadiza que colectivos y marcas utilizan para destacar y posicionarse. La segunda es porque asociamos la búsqueda de lo bello como una muestra de obediencia a las reglas por las que se rige la convivencia. Así, al perseguir lo bello demostramos nuestra correcta disposición moral. Por el contrario, un afán por lo feo traiciona nuestros bajos instintos. Por estas dos razones cometemos el error de inquietarnos por la fealdad como moralmente sospechosa, al tiempo que damos por sentada la belleza como virtuosa”.
Soley-Beltran añade también que, para cualquier estética, el contexto filosófico e histórico es clave. El placer de epatar a los bienpensantes y usar lo chocante como espita liberadora es tan antiguo como la humanidad.
La belleza radica en el equilibrio y el orden, pero la moda parece haber encontrado más verdad y catarsis creativa en lo distorsionado. La imperfección de una prenda conecta con nuestras propios defectos. Justo antes de su exhibición en el Met en 2017, Rei Kawakubo aclaraba: “Con Comme des Garçons no tuve la intención de iniciar una revolución. Vine a París para mostrar lo que me parecía fuerte y bello. Resultó que esa visión era diferente a la de los demás”. Los agujeros, las costuras expuestas, los bordes deshilachados y las formas incompletas se burlan del glamour y lo sexi. Frente al canon occidental de la simetría y la perfección, el principio japonés de la pátina y la irregularidad. El método de trabajo de Kawakubo es empezar por algo perfecto e ir hacia atrás.
Mientras que la belleza se ha basado siempre en cánones, proporciones objetivas y paradigmas, lo feo debe autorregularse y funcionar a golpe de instinto. En moda hay tantos tipos de caricatura como personalidades: la fealdad carnavalesca de John Galliano, la belle laide de Prada, la mordaz del Céline de Phoebe Philo, la subversiva de Maison Margiela o Bottega Veneta, la que bebe de los supervillanos de cómic (Walter Van Beirendonck, Bernhard Willhelm, Craig Green), la feminista de Maryam Nassir Zadeh, la historicista de Gucci... Con algo en común, aparte de su éxito: todos esos diseñadores saben perfectamente lo que se traen entre manos. Otra cosa muy diferente es tener la voluntad de crear algo espectacular y que salga un churro: fealdad sin briefing, sin coartada intelectual. Aunque lo fallido también tiene su encanto, no tendrá jamás el respeto de la crítica.
Los noventa fueron el momento estrella de la belleza desviada. Marcó un antes y un después el desfile de Prada P/V 1996, Banal Eccentricity. En pleno auge del grunge y el heroin chic, la premio Pulitzer Robin Givhan dio su veredicto en The Washington Post con este titular de 1996: Ugly is in. O sea, “lo feo se lleva”. Culpaba de legitimarlo a Miuccia Prada, una diseñadora con sonrisa de Mona Lisa que jamás se disculpa por aquello en lo que cree. Afirmaba Givhan: “La fealdad está en todas partes. El colmo de la elegancia es parecer oprimido, pobre, desfavorecido. Se ha convertido en una forma de estar a la moda sin parecer superficial. Es el tipo de ropa que llevan las personas que quieren decir al mundo de que no les importan las tendencias, sino que son intelectuales y complejas”.
Para el periodista Alexander Fury esa colección provocó un cambio en la moda análogo al New Look de Christian Dior de 1947. Las modelos que la defendían en la pasarela -Kate Moss, Stella Tennant, Kristen McMenamy, Trish Goff- eran desgarbadas, asexuales, indiferentes, con una mirada hostil. De haber existido ya las redes sociales, el body shaming hubiera sido brutal, como lo es hoy con todo lo que escapa de lo normativo, como la belleza armenia de Armine Harutyunyan o las cejas de Sophia Hadjipanteli.
La perfección inalcanzable de las revistas de moda e Instagram ha creado una ola de simpatía hacia lo imperfecto, como demostró el normcore y su apología de lo cotidiano o gags pop como el de las humildes zapatillas Lidl, con un precio de 19 € y revendidas luego por más de 1000 €. El éxito de un producto se ha vuelto tan incontrolable como la viralización de un meme: a veces salta la chispa y otras no, y nadie puede controlarlo. ¿Ayuda el hecho de que sea memorizable, cartoonesco y divertido? Pues claro, y las marcas lo saben.
Lo feo continúa redefiniendo las posibilidades de la moda. Priorizando el concepto experimental frente al proceso impecable se puede llegar a lugares mucho más interesantes. La catedrática de Estética Maddalena Mazzocut-Mis explica en Domus que “el papel de la fealdad es abrirnos los ojos y, si es posible, hacernos pensar. Atribuir un valor positivo a la fealdad ha sido el mayor reto de la filosofía. El arte ha visto su valor profanador y provocador; la filosofía ha meditado sobre esta categoría. La sociedad, en cambio, va muy por detrás. El mundo está despertando poco a poco, comprendiendo que la verdadera revolución es simplemente aceptar·. También distingue lo feo de lo kitsch: “El kitsch es un lugar seguro, fácil y trivial. La fealdad no es un juego, y siempre implica posicionarse”.
Lo dijo Umberto Eco en su Historia de la fealdad: lo feo siempre es circunstancial. Lo que hoy nos parece tremendo podría resultar atractivo al gusto de mañana, porque nada se libra de las cotizaciones del mundo. La fealdad —igual que la mediana edad, la celulitis o el desamor— no es un problema a ser resuelto. Existe, pide su espacio, necesita hacer su camino. Y tiene mucho que enseñarnos.
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