La historia secreta tras un clásico: el romance entre un dramaturgo y un actor que inspiró ‘Tal como éramos’
El crítico Robert Hofler desvela, en el 50 aniversario de la película, cómo el autor Arthur Laurent se inspiró en sus relaciones con dos intérpretes para crear una de las películas románticas más famosas del cine
Hay una escena del tramo final de Tal como éramos (Sydney Pollack, 1943), cuando el personaje que interpreta Barbra Streisand entiende que va a separarse definitivamente del amor de su vida, Hubbell (Robert Redford), en la que ella dice: “¿No sería estupendo que fuéramos viejos y todo esto hubiera pasado? La vida sería fácil y sin problemas, tal como éramos de jóvenes”. A lo que él responde: “Siempre tuvimos problemas”. Y ella: “Pero fue maravilloso, ¿verdad?”. “Sí”, concluye él. “Fue maravilloso”.
Es un diálogo que representa bien el espíritu de esta película, un melodrama que va a por todas en muchos sentidos. Se trata de un objeto que no hace ascos al kitsch y la nostalgia más primaria y del que, a pesar de eso (o quizá gracias a eso), es difícil no enamorarse como lo están en la ficción Katie (Streisand) y Hubbell (Redford), dos personas que acaban separándose por los mismos motivos que los unieron: sus caracteres e intereses radicalmente opuestos.
En la vida real ya fue otra cosa. Un libro escrito por el crítico Robert Hofler que se edita coincidiendo con el 50 aniversario del film, The Way They Were: How Epic Battles and Bruised Egos Brought a Classic Hollywood Love Story to the Screen (Tal como éramos: Cómo las batallas épicas y egos magullados llevaron una historia de amor clásica a la pantalla) cuenta los entresijos de su producción, centrándose sobre todo en la figura de su guionista, Arthur Laurents (Nueva York, 1917-2005), bajo la hipótesis de que la historia de amor clásica entre un hombre y una mujer era el reflejo idealizado de las mucho más heterodoxas relaciones sentimentales de su autor con dos hombres, los actores Farley Granger y Tom Hatcher.
Proveniente de una familia judía de clase media de Brooklyn, Arthur Laurents era un prestigioso dramaturgo, guionista y director de escena cuando emprendió el proyecto de escribir Tal como éramos. Él era el autor del libro del que partieron el musical escénico West Side Story y su adaptación al cine, y había dirigido otros musicales de Broadway como I Can Get It for You Wholesale, que en 1961 supuso el descubrimiento de Barbra Streisand. También escribió la historia en la que se basaba la película Locuras de verano (1955) de David Lean (sobre el amorío entre una americana madura y un joven italiano en Venecia), y los guiones de otros films de prestigio como Anastasia (Anatole Litvak, 1956) o Buenos días, tristeza (Otto Preminger, 1958).
Pero su mejor trabajo en este terreno había sido el libreto de La soga (1948), thriller criminal de Alfred Hitchcock donde fue contratado no solo para americanizar el original teatral británico, sino también para aportar subtexto homosexual a la historia. Después, el voyeur Hitchcock encontraría muy satisfactorio que Laurents fuera en la vida real el amante de uno de los actores protagonistas, Farley Granger, que interpretaba a un asesino del que los espectadores más sagaces debían comprender que era gay, sin que esto se dijera explícitamente en ningún momento (Cary Grant y Montgomery Clift habían rechazado el papel acobardados por semejantes subtextos).
Farley Granger, intérprete mediocre pero de físico privilegiado (Maruja Torres escribió memorablemente que “llamarle actor es bordear el reino de la fantasía”), fue descrito por el propio Laurents en sus memorias como “simple”. Había nacido en un entorno anglosajón y acomodado (su padre tuvo un concesionario de automóviles, aunque perdió su fortuna con el crack de 1929), muy distinto de los orígenes de Laurents. La relación entre ambos comenzó durante la preparación de La soga y terminó aproximadamente un año después, cuando al parecer Granger tuvo un encuentro sexual con Leonard Bernstein, compositor de West Side Story y amigo de la pareja. Obviamente el affaire no se hizo público en aquellos tiempos, como la propia bisexualidad de Granger, de la que sin embargo él sí dio cuenta en sus memorias, publicadas en 2007. Sin embargo, algunos rasgos de su carácter serían transferidos al protagonista de Tal como éramos, según argumenta Hofler en su libro.
Pero, aún en mayor medida, el patrón en el que Laurents se habría basado para modelar el personaje de Robert Redford fue Tom Hatcher, aspirante a actor al que conoció en 1955 en una tienda de ropa masculina de Beverly Hills de la que era encargado (Laurents no entró allí a comprar corbatas, sino que iba bien informado por su amigo, el escritor Gore Vidal) y que se convirtió en su pareja durante medio siglo, hasta la muerte de Hatcher en 2006. De nuevo, los principales atributos de Hatcher eran el origen anglosajón, la belleza externa (rasgos más que armónicos, ojos azules, cabello rubio y cuerpo musculado) y la escasa ambición intelectual, que contrastaban con los de Laurents, judío, de discreto físico y supuestamente más sesudo. Pese al apoyo de su compañero sentimental, que lo introdujo en el reparto de alguna de sus obras teatrales, nunca llegó a estrella de cine, como deseaba, y se dedicó a las reformas de pisos mientras desempeñaba pequeños papeles en series televisivas.
Antes de existir como guion de cine, Tal como éramos fue una novela escrita por Laurents. En ella se desarrollaba el romance intermitente y salpicado de desencuentros entre Katie Morosky, una mujer judía de clase trabajadora con una fuerte conciencia política, y Hubbell Gardiner, superficial, acomodado y ambicioso anglosajón que sacrificaba su talento literario para convertirse en guionista, en la América de los años treinta a a los cincuenta. Resultaba una historia muy adecuada en aquel momento, por reunir los ingredientes que habían dado lugar a algunos de los mayores éxitos del cine reciente. Empezando por Love Story (basada en la novela de Erich Segal), la película más taquillera de 1970, romance trágico protagonizado por dos personajes similares. También estaban entonces de moda los revivals de las décadas de los años veinte a cuarenta, con revientataquillas como Chinatown, Cabaret, El padrino o la nostálgica Verano del 42. Uno de los éxitos comerciales de 1973 sería El golpe, ambientada en 1936 y con Robert Redford (en imbatible tándem con Paul Newman) en cabeza de cartel.
Pero su traslación al cine estuvo llena de complicaciones. El papel femenino protagonista fue rápidamente asignado a Barbra Streisand, a la que Laurents había dado a conocer en Broadway, y que además era ya una estrella ganadora de un Oscar por Funny Girl (William Wyler, 1968), donde había sorprendido al público con su naturalista y chispeante interpretación de la comediante judía Fanny Brice. La primera opción para encarnar a Hubbell era Ryan O’Neal, con quien Streisand acababa de protagonizar el éxito ¿Qué me pasa, doctor? (Peter Bogdanovich, 1972), pero ambos intérpretes estaban terminando una relación sentimental, y pronto se descartó la idea.
Le sustituyó Robert Redford, que para el imaginario popular representaba cierta idea del patriciado americano wasp (blanco, anglosajón y protestante), un joven de oro para el que todas las puertas estaban abiertas. Parecían, por tanto, los actores ideales para los personajes ideados por Laurents.
El director elegido fue Sydney Pollack, que había dirigido a Redford con anterioridad en dos películas, Propiedad condenada (1966) y Jeremiah Johnson (1972), y volvería a hacerlo después en otras cuatro. Descontento con el primer guion de Laurents, Pollack lo hizo pasar por varias manos, entre ellas las de Francis Ford Coppola, Paddy Chayefsky o Dalton Trumbo, antes de que el autor original retomara el control. Tras el rodaje, nadie parecía satisfecho con el resultado, que hubo de montarse en varias ocasiones. En especial, a Laurents le parecía que Barbra Streisand exageraba su composición de mujer judía y empleaba un acento demasiado marcado, y que Redford resultaba algo desvaído, habiendo perdido su personaje la rotundidad del original: ya no reconocía en él a sus modelos, Granger y Hatcher.
En realidad lo que sucedió es que la personalidad de las dos estrellas protagonistas había devorado a los personajes del papel. Katie Morosky era Barbra Streisand y Hubbell Gardiner era Robert Redford en lugar de al revés. Y esto, que a Laurents le espantaba, fue precisamente lo que el público apreció: Tal como éramos se convirtió en la quinta película más taquillera del año en los Estados Unidos, solo por detrás de los bombazos El exorcista, El golpe, Papillon y Harry el fuerte. Los Oscars la saludaron con seis nominaciones (entre ellas la de mejor actriz para Barbra Streisand, que perdió frente a Glenda Jackson) y dos estatuillas a la mejor música y la mejor canción original. Este tema, titulado como la película, escrito por Alan Bergman, Marilyn Bergman y Marvin Hamlisch y cantado por Streisand, fue en sí un gigantesco éxito comercial que contribuyó al del filme. “Un anuncio comercial instantáneo para la película”, lo llama Hofler en su libro.
La acogida crítica, sin embargo, resultó dispar. Muchas reseñas la consideraron superficial, narrativamente insolvente y hasta mal fotografiada, y también cuestionaron las interpretaciones de los protagonistas. “Barbra Streisand no es realmente una actriz, sino una imitadora”, juzgó Vincent Canby en The New York Times, que consideró la película “construida con partes prefabricadas que luego atornillaron lo mejor que pudieron”. Curiosamente, Pauline Kael, analista conocida por su despiadada mordacidad, fue algo más benigna, aunque no ahorró vitriolo en su crítica para la revista The New Yorker: “Es un barco torpedeado lleno de agujeros que llega cómodamente a puerto”, escribió. Y también: “La maldita cosa es agradable”. Finalmente la describía como “un entretenimiento memorable”, aunque “una película terrible”.
Lo que nadie destacó es que había en ella varios elementos bastante originales para el cine de entonces. Para empezar, el hecho de que en este romance la mujer fuera la persona más inteligente y políticamente comprometida (lo que la convertía en antipática para los estándares patriarcales imperantes) y el hombre tuviera un carácter frívolo, además de constituir el trofeo sexual en la pareja (inicialmente Redford había rechazado el papel porque encontró que el protagonista parecía un “muñeco Ken” al lado de la fuerte Katie). Todo esto reflejaba, por supuesto, las relaciones sentimentales de Arthur Laurents, aunque desde un prisma idealizado, ya que ni él era un comunista comprometido con las grandes causas internacionales de su época (aunque, según aseguró en sus memorias, fue brevemente incluido en la lista negra del Comité de Actividades Antiamericanas) ni Farley Granger o Tom Hatcher cumplían con el prototipo de la aristocracia norteamericana con tanta exactitud como Hubbell. También sucedió que, en sus años universitarios, Laurents había tomado contacto con miembros de la Liga de Jóvenes Comunistas, a los que también utilizó como referencia para dibujar a su Katie.
La película comienza en 1937, con un discurso de Katie en el campus solicitando apoyo para el bando republicano de la Guerra Civil Española, y prosigue con el encuentro entre Katie y Hubbell en un restaurante en el que ella, que trabaja allí como camarera, recibe las burlas de los amigos de él. “¿Crees que Franco es divertido?”, le desafía una airada Barbra Streisand. Como dato curioso, el doblaje español cambió la palabra “Franco” por “El Duce”: en abril de 1974, cuando la cinta se estrenó en España, nuestro duce nacional aún estaba vivo y en ejercicio, y no se consentía la menor insinuación de que podía suponer un chiste para nadie.
Hoy, descartados todos los factores coyunturales, puede contemplarse Tal como éramos como una entretenidísima película romántica favorecida por el carisma de sus protagonistas. Irregular y artificiosa, sin embargo en ella se detecta ocasionalmente el latido de la verdad, como cuando Katie le dice a Hubbell: “Si te presiono es porque quiero que las cosas sean mejores, que nosotros seamos mejores, que tú seas mejor. (…) Nunca encontrarás a nadie tan bueno para ti como yo, que crea tanto en ti como yo o que te quiera tanto”. No es difícil imaginar un diálogo similar entre el autor de estas frases y el objeto real de su afecto.
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