Los Círculos, el colegio utópico de Sáenz de Oiza que resiste junto a la Casa de Campo de Madrid
En la Colonia Lourdes de la capital, un colegio construido en los años sesenta a base de circunferencias demuestra que algunas quimeras arquitectónicas no fracasan del todo
Si llega a buen puerto, el soterramiento del primer tramo de la A5 entre el Paseo de Extremadura y Campamento resolverá en los próximos años una de esas aberraciones que tanto abundan en el urbanismo madrileño: poco antes del desvío de la carretera de Boadilla, la autovía de ocho carriles discurre a escasa distancia de la fachada de un bloque de viviendas. Los coches casi rozan los portales a 100 kilómetros por hora. A esa velocidad no es fácil apreciar la arquitectura de estas casas que, a pesar de su humildad, exhiben una rara sutileza geométrica y funcionan como frontera exterior de uno de los proyectos residenciales más singulares de Madrid. También uno de los más olvidados.
La colonia Lourdes es una rareza y casi un recinto cerrado: una zona relativamente aislada, encajada entre la autovía y la Casa de Campo, y separada de Batán, el barrio limítrofe, por un marcado desnivel. Esta zona, conocida antaño como Los Altos del Batán, conserva algo del espíritu de pueblo con que se construyó, durante los años sesenta. Y en su corazón sigue estando un edificio atípico: una escuela de primaria cuyas formas orgánicas, a base de pabellones de planta circular, recuerdan a otro edificio situado en las antípodas socioeconómicas y paisajísticas de la ciudad: Torres Blancas, en Avenida de América, el gran símbolo residencial de la burguesía tardofranquista.
Esta relación no es casual. Torres Blancas y el Colegio Lourdes, que protagoniza estas páginas, se construyeron en la misma época, durante la década de los sesenta, y su autor fue el mismo: Francisco Javier Sáenz de Oiza (Sangüesa, Navarra, 1918-Madrid, 2000). El gigante de la arquitectura española de mediados del siglo XX a menudo trató de armonizar tendencias e ideas no compatibles a simple vista. Venía del racionalismo y del movimiento moderno, pero le interesaban la naturaleza, el paisaje, la vegetación y el aire libre. Los testimonios de quienes lo conocieron hablan de un hombre de costumbres sobrias y con una imaginación infinita: un arquitecto austero y riguroso, sensible a la poesía del hormigón y de la cerámica tradicional, a la forma pura y a la vida cotidiana.
Como otros compañeros de profesión, compatibilizó los proyectos monumentales con la vivienda social, que a mediados del siglo XX era una forma de hablar de política sin hablar de política. Le permitía ensayar nuevas formas de urbanismo y, por tanto, de vida en comunidad. Y, además, resolver un problema. Con el desarrollo industrial y el éxodo rural, en el Madrid de los sesenta faltaban viviendas para la clase trabajadora y, mientras el estado lo resolvía con los poblados de absorción y ensanches construidos a toda prisa, surgieron otras iniciativas en busca de modelos menos cortoplacistas. Una de ellas fue la Asociación Hogar del Empleado, hoy FUHEM, que concilió la inevitable presencia religiosa de la época —sus fundadores fueron jesuitas— con ideas más avanzadas. Fue su Constructora Benéfica la que en 1955 encargó construir esta colonia a tres arquitectos: José Luis Romany, Manuel Sierra y Oiza. Para el navarro, era la ocasión de seguir profundizando en ideas que le interesaban. Oiza ya había proyectado poblados de absorción en Fuencarral y Entrevías, donde pudo llevar a cabo una serie de viviendas experimentales. También en el barrio de Puerta del Ángel, no lejos de aquí, en una colonia de viviendas unifamiliares en la que el propio arquitecto y su familia vivieron durante muchos años.
En el barrio de Nuestra Señora de Lourdes —los proyectos de la FUHEM llevaban nombres de vírgenes—, los arquitectos se enfrentaron a distintos retos. El primero era el desnivel de la zona, que salvaron con terrazas y muros de contención de granito de Guadarrama. Otro era el coste: eran viviendas de protección oficial, lo que equivale a tamaños moderados y acabados modestos, siempre en busca de la eficiencia. La cercanía a la Casa de Campo los llevó a utilizar pinos carrascos y encinas para ajardinar las zonas entre las viviendas. Además, como estaba en una posición relativamente apartada de la ciudad, también había que dotar al barrio de servicios: se construyó una iglesia, locales comerciales y un colegio en dos sedes. El único edificio que lleva por completo la firma en solitario de Oiza es la escuela de primaria. Y tal vez por eso es el único en el que el arquitecto, que ya había construido Casa Huarte y estaba proyectando Torres Blancas, se permitió ir mucho más allá de lo imprescindible.
Hoy el Colegio Lourdes sigue perteneciendo a la FUHEM, de naturaleza laica y progresista, y conserva muchos de los rasgos que lo hacen único. Lo más llamativo siguen siendo sus formas circulares. Las ampliaciones le han dotado de anexos rectos, pero lo que Oiza concibió fue un amalgama de volúmenes cilíndricos de distintos tamaños. Su interés por el círculo tenía algo de organicista —le apasionaba la naturaleza, y aquí estaba muy cerca— pero también de pedagógico. Sus alumnos en la escuela de arquitectura recordarían después que al autor de El Ruedo le gustaba dar clase en corrillos, rompiendo la jerarquía de las filas de pupitres, y también al aire libre. Tal vez por ello quiso que las siete aulas del proyecto original fuesen dobles: el primer espacio estaba techado con una losa de hormigón, y desde él se accedía a otra estancia gemela, también cilíndrica pero descubierta. De este modo, cada aula tenía una especie de patio privado en el que, si el tiempo acompañaba, la clase se podía impartir al aire libre.
Con el tiempo, la necesidad de más espacio llevó a techar todos estos patios particulares y a sustituir los bancos de obra diseñados por Oiza por muebles más convencionales, pero el espíritu pedagógico siguió presente. El experto en branding Fernando de Córdoba fue alumno de primaria en estas aulas durante los años noventa, y cuenta que tardó mucho en darse cuenta de que los colegios convencionales tenían clases cuadradas. “Allí, hablar de la primera o la última fila no tenía sentido”, cuenta a ICON. “Nos sentábamos en grupos, en pequeñas islas”. En sus primeros años, de Córdoba recuerda que, por ejemplo, el patio central tenía un gallinero. Todavía hay quien llama así a este espacio que, sin embargo, Oiza había concebido con espíritu zen, como un vacío en el corazón del edificio. El experto en branding (@gamusino en redes sociales) cree que algo de este espíritu experimental y libérrimo marcó su forma de pensar y de abordar la vida. “Estudiar allí fue maravilloso, no me imagino una arquitectura mejor para un colegio. Todas las aulas tenían luz natural y daban al patio. ¡Teníamos el recreo en la puerta de clase!”.
La mañana en que visitamos el colegio, las aulas funcionan a pleno rendimiento. Los muros circulares siguen siendo los mismos del principio, igual que algunas ventanas y las losas de hormigón. Todo está concebido a partir del círculo. Incluso los aseos se conforman a partir de pequeñas agrupaciones concéntricas de cubículos o lavabos: en estos baños todo, desde el alicatado de gresite hasta las puertas de madera o los lavabos rectangulares, forma parte del proyecto original. El resto de la escuela ha sufrido transformaciones. Las aulas descubiertas se han techado, para duplicar la superficie dedicada a las clases. Ahora no hay aulas con jardín, sino clases “gemelas” comunicadas entre sí. La pintura de las paredes indica el nivel al que corresponde cada estancia: rosa para educación infantil, y verde para primaria. El antiguo salón de actos, concebido inicialmente como capilla, ahora es un gimnasio iluminado desde arriba por grandes claraboyas traslúcidas. La distancia entre el proyecto original y su situación actual también ilustra la relativa ingenuidad del arquitecto: Oiza imaginó el colegio como una aglomeración de pabellones circulares con corredores y galerías a la intemperie, pero la dureza del clima madrileño ha obligado a techar los pasillos y a instalar grandes radiadores. Las azoteas muestran gravilla y malas hierbas, pero en la mente de Oiza debían acoger jardines que, vistos desde un helicóptero, prolongaran la masa verde de la Casa de Campo. Sin embargo, nunca se han materializado, por los costes de mantenimiento y porque probablemente la construcción de ladrillo y hormigón no esté preparada para lidiar con las humedades.
Los Círculos, como se conoce a este pabellón, sigue siendo una rareza de nuestra arquitectura moderna. Es un edificio bien documentado y aparece en varios estudios dedicados a Oiza, pero su historia no ha dado el salto al imaginario popular. No muchos lo conocen y, salvo excepciones, son raros los arquitectos o los divulgadores de la arquitectura que se acercan hasta Batán para descubrirlo en primera persona. El director de arte Eduardo Boillos llegó a este barrio hace poco más de un año, en busca de un poco de sosiego inmobiliario ante el auge de los precios en el centro. Lo encontró en una de las torres alicatadas del proyecto original de la Colonia. Y su mirada, entrenada para apreciar la arquitectura y el diseño, vio cosas a su alrededor. Escaleras especialmente ingeniosas. Detalles de carpinterías metálicas que revelaban una cierta intención. “No conocía nada de esta zona, y me sorprendió su diseño tan peculiar, que recuerda a las urbanizaciones de vivienda social británica, pero con una gracia especial”, recuerda. Investigó un poco y llegó al nombre de Oiza. Y decidió iniciar un proyecto que de momento es una cuenta de Instagram con imágenes propias y material de archivo, @oizacasadecampo, y que aspira a reivindicar y recuperar lo que considera como “una joya de la arquitectura social de Madrid, que contiene todas las inspiraciones de Oiza y plasma varias de sus teorías”.
La Colonia Lourdes no fue un proyecto extraordinario, pero sí uno bien ejecutado y conservado. El tiempo ha dejado su huella y ha desmentido parte del optimismo de sus ideólogos, que lo concibieron como un barrio casi utópico y autoabastecido. Pero, para cuando acabaron de construirlo, la revolución del 600 ya había llegado a España y había transformado las necesidades de la población: de repente, hacía falta aparcamiento. En la colonia, esa necesidad se ha suplido eliminando zonas verdes y construyendo distintos viales que permiten llegar a los portales en coche, pero que desvirtúan la fantasía peatonal de sus creadores. Además, hoy el barrio está a las puertas de una zona de estacionamiento regulado: aparcar aquí es gratis y muchos dejan el coche en estas calles antes de coger el metro en Casa de Campo o Batán. Está por ver si las transformaciones en curso de la ciudad le devuelven su conexión con la ciudad y aumentan las zonas peatonales.
Al mismo tiempo, la colonia ha acabado formando parte de una especie de reserva natural de arquitectura española del siglo XX a orillas de la Casa de Campo. No está lejos del Zoo brutalista de Javier Carvajal, del Pabellón de los Hexágonos de Corrales y Vázquez Molezún ni del laboratorio arquitectónico que fue la Feria del Campo de Francisco de Asís Cabrero. A diez minutos a pie se llega al colegio San Buenaventura que construyó Luis Laorga, colaborador de Oiza en Aránzazu y autor también de una iglesia cercana, El Rosario, hoy demolida. Y si se toma el Paseo de Extremadura en dirección al centro se llega a la colonia de Puerta del Ángel donde vivió Oiza, muy bien conservada, y, un poco más allá, al Centro de Estudios Hidrográficos donde Miguel Fisac experimentó con sus vigas hueso.
Los Círculos, con su optimismo organicista y su vocación pedagógica, resiste. Sus aulas siguen acogiendo a niños que entre clase y clase juegan al escondite aprovechando los recovecos del edificio. Ya no hay gallinero, pero sí huertos urbanos. Las paredes, llenas de percheros, carteles y dibujos, demuestran que la vida siempre acaba desbordando los cálculos de cualquier proyecto arquitectónico. Pero, al mismo tiempo, basta desnudar las paredes y prestar un poco de atención para darse cuenta de que, más allá de las estructuras, techos, anexos e instalaciones que se le han incorporado desde 1970, su esencia permanece. Y, en cierto modo, fetichismos aparte, pocos elogios más elevados se le pueden hacer a un edificio que reconocer que, más de medio siglo después de su construcción, sigue cumpliendo la función para la que fue diseñado.
Realización: Eduardo Boillos
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