La utopía de Torres Blancas fracasa en el siglo XXI
La creación de ocho nuevas viviendas de lujo en la penúltima planta del inmueble de Sáenz de Oiza reabre en Madrid el debate sobre los usos actuales del patrimonio protegido
Torres Blancas es un centinela de hormigón que monta guardia a las puertas de Madrid. Un manifiesto brutalista con 70 metros de alto y 23 niveles que nació a mediados de los sesenta de la mano de Javier Saénz de Oiza. El arquitecto navarro coronó el inmueble con una piscina ovalada, y en la penúltima planta dispuso un restaurante con interfonos y montaplatos que comunicaban directamente con las viviendas. Hoy el hueco ciego de aquel delivery sin repartidores atestigua en casa de Carlos Salazar el fracaso de una utopía de ciudad vertical para las clases acomodadas. “Querían vivir de otra manera”, asegura este vecino de Torres Blancas. El establecimiento cerró en 1985 y, en su lugar, se crearán ocho nuevos apartamentos de lujo que han reabierto el debate sobre los usos actuales del patrimonio protegido.
El restaurante Ruperto de Nola, bautizado así por el escritor Camilo José Cela en honor del cocinero de Fernando I de Nápoles, acabó convirtiéndose en unas oficinas y, más tarde, el espacio se consagró al cine. Jim Jarmusch rodó varias secuencias de Los límites del control (2009) y Pedro Almodóvar filmó La piel que habito (2010). No fue hasta 2018 cuando la entidad propietaria, City Realty Centro S.L., solicitó un cambio del uso terciario a residencial en la 22ª planta. Dado que el inmueble cuenta con un tipo de protección municipal, el Ayuntamiento requirió un plan especial que ha sido aprobado cuatro años después de manera provisional. La definitiva tendrá lugar en las próximas semanas, tras un periodo en el que vecinos como Salazar han presentado alegaciones. “Hay previstas ocho unidades de aerotermia. ¿Cómo se colocan sin dañar la fachada acristalada?”, se pregunta este médico de 66 años.
Salazar vive en el piso 21, bajo una entreplanta sin habitar que se dedicará de manera exclusiva a la aerotermina de los ocho nuevos apartamentos. Una voluminosa maquinaria que capta aire del exterior permanentemente. Esa necesidad de ventilación obliga a abrir nuevos huecos en la fachada, uno de los elementos protegidos del inmueble, según critica Salazar.“Me preocupan los ruidos y las vibraciones”, cuenta en su cocina de líneas envolventes, donde el tono caramelo de las vidrieras deja pasar una luz cálida. El texto del plan especial sometido a información pública no aclara cómo se llevará a cabo la instalación de estos equipos, pero sí asegura que “la comunidad de vecinos ha manifestado siempre su interés en la reconversión”. Una afirmación que parece atrevida si se tiene en cuenta que la junta de propietarios nunca ha llegado a manifestarse sobre el proyecto de forma oficial.
La comunidad renunció a adquirir el antiguo restaurante debido a su elevado precio y encargó un informe jurídico acerca del cambio de uso. Este determina que la empresa promotora puede demandar a los vecinos por daños y perjuicios si se oponen a un proyecto que han terminado asumiendo como inevitable. “No estamos encantados, me sorprende que se diga eso. Al contrario, hay mucha inquietud y tristeza”, asevera el también propietario Chema Prado, que dirigió la Filmoteca Española durante casi tres décadas. Torres Blancas ha sido elegido recientemente por el Colegio Oficial de Arquitectos de Madrid (COAM) como el mejor edificio de cuantos ha premiado en su medio siglo de existencia. Forma parte de la geografía emocional de los madrileños. Tanto es así que su transformación ha suscitado un debate que va más allá de lo meramente técnico. “[El proyecto] empobrece la idea original que ha dado lugar al elevado nivel de apreciación del edificio”, se lee en las alegaciones de los vecinos.
Oiza dio una magistral lección de democracia constructiva en Torres Blancas. Ubicó en las últimas plantas los pisos de 60 y 80 metros cuadrados, de manera que tuvieran las mejores vistas y un acceso más rápido a la piscina y el restaurante, compensando así su menor tamaño. Los dúplex como el que habitó el propio arquitecto con su esposa y siete hijos se encuentran en la base de la torre, y a medio camino dispuso los de 200 metros, que concentran la mayor parte del programa. Todos ellos cuentan con terrazas como nidos desperdigados por una misma rama. Los nuevos apartamentos carecerán de este elemento, donde se manifiesta la esencia del proyecto, deudor del filósofo Gaston Bachelard y su reivindicación de una morada que “cobije al pájaro antes de lanzarlo al mundo”. Esa misma idea de protección queda patente en el foso de la entrada, donde el edificio toma tierra.
El plan especial permitirá intervenir sobre un total de 787 metros cuadrados útiles. Troceará el viejo restaurante en 18 dormitorios, 24 baños, ocho cocinas y otros tantos comedores. El proyecto lleva la firma de Antonio Ruiz Barbarin, premio The Architecture Masterprize (AMP) por su rehabilitación de otra obra de Oiza protegida en Madrid: la Torre del Banco Bilbao del paseo de la Castellana, en cuyo perímetro recuperó un jardín japonés similar al que rodea Torres Blancas, donde el arquitecto ha proyectado unos pisos energéticamente autónomos. “Los sistemas de ventilación, la calefacción y las ascendentes son independientes, de manera que no colapsemos las instalaciones que existen”, detalla, antes de declararse seguidor de Oiza. “Los que asistimos a sus clases sabemos que fue un defensor nato de la evolución arquitectónica. No tendría sentido que una obra tan avanzada para su tiempo acabara siendo una reliquia”.
Oiza fue un hombre contradictorio, un anarquista ligado al poder del constructor Juan Huarte. Bajo el ala de su mecenas ejerció el oficio con libertad y desarrolló una obra revolucionaria que catapultó al futuro la España tardofranquista, en palabras de Javier Sáenz Guerra, profesor de arquitectura y uno de los hijos del maestro. Hablaba de “la obra abierta”, del derecho del inquilino a terminar a su gusto la casa que le había sido entregada. “Su ejemplo favorito era el de un botellero que el propietario va rellenando poco a poco”, rememora en el recibidor de Torres Blancas, bajo las molduras de escayola que penden de los techos y conceden al espacio un aspecto futurista. “A la vez, creo que él habría puesto a los vecinos en el centro, que son los que pueden sufrir un proyecto como el que está en marcha, fomentando el debate y la discusión con todos ellos”, agrega.
El texto definitivo del plan especial podrá incorporar algunas de las alegaciones presentadas. Y la Comisión Institucional para la Protección del Patrimonio Histórico, Artístico y Natural (CIPHAN) tendrá que dar su visto bueno al plan de ejecución de las obras, igual que ha supervisado la reciente reforma de la piscina. “Recuerdo que el agua estaba helada, como bañarse en Finlandia. La vida aquí era muy divertida para un niño, el edificio contagia cierto optimismo”, evoca Sáenz Guerra. El restaurante Ruperto de Nola se hallaba en el piso de abajo, con su planta circular y un mobiliario adaptado a las curvas. Los mullidos sofás de cuero rojo invitaban a repantigarse con despreocupación. Lo ideal para el hijo del arquitecto habría sido que la comunidad de vecinos adquiriese este local con alguna ayuda pública, e instalar en él un centro social, pero ninguna institución llegó a apoyar la idea. “El sueño de una ciudad vertical ha fracasado, pero, ¿acaso no debemos perseguir la utopía?”, se pregunta.
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