La Coracha, el barrio malagueño de postal que derribaron las excavadoras
Sus casas llenas de macetas y parras a la entrada protagonizaron numerosas fotografías hasta que en los años noventa la zona sucumbió a la piqueta. Ahora el ayuntamiento de Málaga quiere salvaguardar su existencia otorgando a los edificios supervivientes protección arquitectónica
Fachadas de cal inmaculada, sillas de madera en la puerta, patios cubiertos por parras, macetas rebosantes de geranios sobre una calle empedrada y vistas al mar. El puñado de casas que se desplegaba bajo la ladera del monte Gibralfaro, en Málaga, fue uno de los símbolos de la ciudad durante décadas. La imagen sedujo a los primeros fotógrafos que viajaron a la capital malagueña y se convirtió en una de las postales más enviadas por los turistas a lo largo del siglo XX. Era la pintoresca imagen de pueblo en el centro de una ciudad cosmopolita, con vecinos reunidos al fresco cada tarde. A la zona se le conoce como La Coracha y fue víctima de una gentrificación que dejó morir a la barriada. Se planteó impulsar una zona de artesanos e incluso instalar el Museo Picasso, pero las excavadoras arrasaron con este pedacito de historia, sustituida por una serie de jardines, muros y escaleras laberínticas de hormigón. Apenas quedaron dos casas en pie: una de las cuales alberga el restaurante La Odisea, nombrado así en honor a la lucha que emprendieron sus propietarios para defender el edificio. “La zona era una joya”, reconoce Víctor Heredia, profesor de Historia en la Universidad de Málaga, que aún hoy lamenta la desaparición de la que fue una de las zonas más singulares de la ciudad.
Aquellas casas seguían el trazado de la llamada coracha marítima, un paseo amurallado que conectaba la alcazaba malagueña con el puerto de Málaga, prácticamente a sus pies. Cuando el edifico iniciado por la dinastía hamudí en el siglo XI dejó de tener función militar ocho siglos después, muchas de sus piedras fueron utilizadas para la construcción de estas viviendas. Se levantaron escalonadas, bajo una arquitectura tradicional –como la que hoy se puede ver en pueblos como Casabermeja o los de la Axarquía– y muy ligadas a la actividad marinera que se desarrollaba en el entorno. Alguna de las viviendas fue utilizada como segunda residencia por familias locales, que apreciaban las vistas y la cercanía al mar. Fueron levantadas por arquitectos como Jerónimo Cuervo, Rafael Moreno o Cirilo Salinas, que planearon pequeñas terrazas frente a las fachadas donde se hacía vida común. “Era una escena de postal con mucho valor histórico”, insiste Heredia. Ladera arriba se desplegó una segunda línea de casas muy humildes –sin saneamiento o agua– sobre las propias murallas de la alcazaba o incluso en su recinto interior, al estilo de barrios como el Sacromonte de Granada. Éstas fueron eliminadas para la rehabilitación del monumento.
Las viviendas de la coracha baja, sin embargo, quedaron en pie. “Las recuerdo en su buena época: con fachadas llenas de macetas con geranios. Me contaban en su día los antiguos habitantes que el ambiente era el de un pueblo, todos se conocían, había una vida común, cohesión y costumbres como las de tomar el fresco por las tarde frente a las casas”, explica Francisco Rodríguez, del Departamento de Historia del Arte de la Universidad de Málaga. “No era una arquitectura culta, pero sí popular y con participación de arquitectos”, subraya. Su carácter humilde pesó mucho y la zona vivió un proceso de gentrificación cuando esa palabra prácticamente ni existía. Muchas familias se vieron obligadas a abandonar las casas, los techos se caían y había peligro de ruina. Las parras murieron y la cuesta empedrada se llenó de vegetación salvaje. El mar se había alejado de la zona tras la construcción del Paseo del Parque, pero el entorno estaba adquiriendo una nueva centralidad –como la que tiene ahora, a un paso de la Plaza de la Merced, el Ayuntamiento, la Malagueta y el Centre Pompidou Málaga– y ahí la decadencia saltaba a la vista. “La mala administración hizo que los vecinos tuvieran que abandonar la zona”, opina Rodríguez.
El ayuntamiento planteó el llamado Plan Especial de Reforma Interior para la regeneración del Barrio de La coracha y se plantearon propuestas con el objetivo de recuperar el espacio y mantenerlo vivo. Uno de ellos diseñaba la rehabilitación de las viviendas para la creación de un barrio de artesanos, otro discutió el aterrizaje del entonces inexistente Museo Picasso Málaga a la zona, aprovechando las fachadas de las casas y uniéndolas todas por su interior para conformar las distintas salas. “Las posibilidades eran muchas porque aquello tenía un valor histórico. No era un monumento, pero sí una seña de identidad”, cuenta el arquitecto Antonio Barrionuevo. Se trataba de rehabilitar cuando aún se podía y de mantener uno de los rincones más queridos por los malagueños.
Bajo esa idea, Barrionuevo, profesor de la Escuela de Arquitectura de Sevilla, planeó un ejercicio con sus estudiantes para realizar nuevas propuestas. Levantaron los planos de cada casa, fotografiaron desde el aire e hicieron una bonita maqueta que hoy se puede ver en la sede del Colegio de Arquitectos de Málaga. Su planteamiento final se basaba en desarrollar un espacio de encuentro de la Universidad de Málaga, una sala de exposiciones, un comedor, tiendas, librería y otros negocios. “Se trataba de ocupar cada casa con equipamientos públicos y comercios”, subraya Barrionuevo, que explica que buscaban también retomar la cultura del vino de Málaga con parras y una casa del vino. En la parte más alta de la cuesta, se planteaba un centro de visitantes que pudiera dar información al turista. Hoy, de hecho, la oficina de información turística no anda muy lejos de allí.
Ningún proyecto llegó a realizarse. “La gente se fue yendo, dejaron caer las casas y llegó la especulación”, destaca Barrionuevo. A finales de los años noventa, con Celia Villalobos como alcaldesa, las viviendas se expropiaron y las excavadoras las derribaron, salvo las dos primeras, que batallaron judicialmente para su supervivencia. En el año 2000 se lanzó un concurso municipal para desarrollar una obra en la zona. Lo ganó el estudio de Pau Soler Serratosa, que ideó una serie de muros y escalinatas que conectaban con el entorno de la alcazaba. “Ha quedado una obra durísima, muy arquitectónica y poco sensible con el entorno”, señala Antonio Barrionuevo. “Se perdió la oportunidad de hacer algo más integrado. Y no solo desde el punto de vista estético: se planteó una reconstrucción sin referencia al pasado, borrando todo lo anterior”, añade el historiador Víctor Heredia.
De los dos edificios que quedaron en pie, uno de ellos acoge un restaurante y vinoteca, La Odisea, cuyos responsables quisieron recordar con ese nombre la defensa que sus familiares hicieron para que esta pequeña barriada no desapareciera completamente. La pasada primavera, el ayuntamiento reconoció que se trata del “último vestigio de un barrio con carácter popular, de reconocible interés histórico en la memoria de la ciudad por la situación singular en la que se encontraba” y por eso quiere ahora “salvaguardar su existencia” otorgando a los edificios supervivientes protección arquitectónica para impedir “su desaparición o sustitución”.
“Bienvenida sea la protección, aunque llega tarde para las demás”, señala Francisco Rodríguez, quien cree que si el barrio se hubiera mantenido en pie hoy sería uno de los hitos turísticos de Málaga. “Tendríamos un barrio bonito, con una arquitectura ya prácticamente desaparecida que, además, sería utilizado por la ciudadanía, algo que no ocurre con la obra que se desarrolló después. Esas escaleras y esos muros de hormigón son un fracaso, nadie pasea por allí. Es un sitio inhóspito donde antes había mucha vida”, sentencia el experto.
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