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Madrugada de jarana en el Sacromonte

Una noche de rumba y bulería en las cuevas del barrio gitano de Granada junto a Juan Habichuela 'Nieto' y sus amigos, último eslabón de una gran dinastía de guitarras

Juan Habichuela 'Nieto' (con pantalón blanco) y sus amigos, en plena juerga en la cueva La Bulería, en el Sacromonte.
Juan Habichuela 'Nieto' (con pantalón blanco) y sus amigos, en plena juerga en la cueva La Bulería, en el Sacromonte.M. Zarza

Las curvas sinuosas del Sacromonte van perfilando una carretera que asciende en el camino hasta la abadía. Difícil sendero: a un lado las cuevas, al otro el muro que salva la caída al abismo que lleva hasta el río. Un tímido farol deja ver sobre el número 55 el letrero de La Bulería, la cueva que la dinastía del tocaor Juan Habichuela tiene en la colina más gitana de Granada. Una guitarra de forja sobre el dintel de ladrillo de la puerta avisa al visitante que esta es casa de las seis cuerdas y que esta noche acoge a los amigos de Juan Habichuela Nieto, que tiene mucho que celebrar después de haber tocado en el Patio de los Aljibes de la Alhambra, en el que fue uno de los últimos suspiros del Festival Internacional de Granada.

“A mí no me gustaba tocar la guitarra. Yo nunca quería salir a tocar, pero mi abuelo me bautizó como Nieto y desde entonces empezó la presión. Así que me encerré muchas horas y me decidí a contar algo con la guitarra, algo que no hubieran contado los que habían venido antes que yo”, cuenta Juan sentado en el porche que precede a la cueva encalada familiar. Entre humo de tabaco y copas con hielos, coge la guitarra a ratos y entorna los ojos cuando alguno de los que comparten la noche al aire libre enciende la linterna de su móvil para grabar un vídeo.

Ante todo, ‘tocaor’

Juan es tocaor, dice que ni canta ni baila, que eso le da mucha vergüenza. Pero la noche avanza y, cuando en el horizonte el Generalife se apaga para dormitar hasta que el sol vuelva a despertar sus muros blancos, Juan ya ha perdido esa timidez de 25 años que le aflora cuando no es la guitarra la que habla por él, y se atreve con rumbas y bulerías mientras su propio grupo y su familia le jalean en el silencio de la noche del Sacromonte. “A mí no me gusta el escenario, por eso me escondo detrás de la guitarra”.

Sobre un hule verde de lunares blancos, igual que la camisa del guitarrista, se apilan las copas y se marcan con los nudillos los ritmos de los palos que niegan la presencia extrovertida de las palmas. Lejos queda aquel concierto en Nueva York, cuando Juan acompañó a Enrique Morente con 16 años, incluso lejos aquellas canciones que compuso para su primer disco y a las que pusieron voz Rosario Flores o Estrella Morente, otra antigua vecina de este Sacromonte que, aunque ya más turístico que genuino, sigue guardando la grandeza de un flamenco desnudo sin trampantojos en la intimidad de sus cuevas.

Dan las tres de la mañana en La Bulería, y tras el desparpajo de la rumba cantada con voces rotas, Juan cuenta casi en susurro algún detalle de esas Canciones para la Alhambra que ha estrenado en el Patio de los Aljibes —en el marco del ya finalizado Festival de Granada— con los botones de la camisa abiertos hasta más abajo del esternón. “Si te fijas, la música de los tanguillos reflejan la estancia de los baños árabes de la Alhambra. Son esos ritmos de procedencia nazarí los que acompañaban a los reyes mientras se bañaban hace siglos”, explica mientras su cuadrilla sigue roneando entre sillas de enea y dentro de la cueva el tintineo de las copas no cesa.

Viaje a la Alhambra

Le ha llevado siete meses poner música a las diez estancias de la Alhambra, de la Alcazaba al Palacio de los Leones, de la Torre de la Vela a la de la Justicia. Para Juan la única manera de llegar a ser un buen guitarrista es el estudio concienzudo de horas y horas, y nunca está conforme con lo que toca ni con lo que compone. Ahora prepara ya su segundo disco, que dice que será más flamenco aunque seguirá llevando él el proceso creativo fundamental.

Es hombre de pocas palabras. Habla con los ojos y con una sonrisa perenne que no se le borra del rostro desde que coge la guitarra con las manos, unas manos finas y morenas que se mueven como un manantial por los trastes. Juan no sabe leer música, pero no le hace falta. Dice, en medio de la jarana, que con la guitarra comparte su vida con la gente y la gente comparte la suya con él. No hacen falta palabras, ni pentagramas, porque cuenta que su música está en el reino de los sentimientos, y él solo la deja libre en la noche, mientras la brisa cálida que baja del Sacromonte conduce la fiesta en familia hacia la madrugada.

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