“La Leo”, la hostelera que mantiene vivo a Bambino
Leocadia Montes regenta desde hace casi cuatro décadas el Bar Leo, de la Barceloneta, en el que trabajan sus hijos y nietas. Atrae a artistas y curiosos por su carisma y por ser un museo no oficial del cantante de Utrera
Suenan los primeros acordes de Despechá, canción de Rosalía cuyo videoclip se rodó a pocos metros. La estrella internacional no ha pasado, que se sepa, por este local donde retumba su éxito veraniego, pero se la trataría como a tantos otros colegas del gremio que se han acercado con ganas de jarana y diversión. Porque el Bar Leo no es sólo una tasca humilde de la Barceloneta, sino un sitio de peregrinación para artistas relacionados con la rumba o el flamenco y donde el altar se reserva para un único rey, Bambino.
Se podría considerar como un museo no oficial de este cantante nacido en Utrera. Un templo que rinde homenaje al sevillano y al que acuden tanto compañeros de la farándula como cientos de clientes fieles que abarrotan su barra. La figura omnipresente del rumbero es un reclamo, pero también ayuda el carisma de la dueña, Leocadia Montes. A sus 80 años, “la Leo” sigue dirigiendo el negocio. Aunque sus hijos y nietas ayuden, es ella la que aún fríe las croquetas de pollo, los buñuelos de pescado o los calamares “a la andaluza”, tapas clásicas de receta inamovible que no quedan eclipsadas por la denominada ‘bomba de la Barceloneta’: patatas rebozadas y rellenas de carne que se aliñan con un buen chorro de salsa brava y alioli.
A las siete de la mañana ya está entre fogones y poniendo a tono la máquina del café. Siempre custodiada por la mirada de su ídolo y con una banda sonora imprescindible. “En cuanto llego al bar, digo: ‘¡despiértame a mi Bambino!’ y le dan a la música”, explica. El sol aún llama al terraceo y en el interior se congregan un par de grupos brindando con cerveza, algún habitual que sorbe rápido de una taza y una familia de irlandeses que ha pedido refrescos para seguir de turismo y que, al salir, valora con un español costoso la decoración: en las paredes del establecimiento se imbrican noticias de prensa con fotos personales, estampitas de la virgen y cromos de fútbol.
La Leo aterrizó en Barcelona a los 13 años. Vino sola desde La Rábita, una pedanía de la provincia de Granada. En esta ciudad la acogió su tía, con quien empezó a trabajar en los chiringuitos y merenderos que había entonces en la playa. “Yo siempre digo que me vine a la Barceloneta, no a Barcelona. Porque esto era un pueblo y mi vida estaba aquí, con los pescadores y los gitanos”, comenta, recordando aquella época. Curtida en atender a comensales, se metió en este local, situado en el número 34 de la calle de Sant Carles, junto a su marido, que falleció hace 23 años.
“Fue de desayunos, de cafés, chocolates y churros. Y luego pasé a hacer algo de comida, el pescaíto frito con vino que tomaban los pescadores”, explica sobre el origen cuando anda cerca de cumplir las cuatro décadas de vida. Poco a poco, el Bar Leo se convertía en lugar de reunión para los vecinos, de choque de vasos en parrandas familiares. Hasta que se pobló de noctámbulos relacionados con el espectáculo. Del tablao Los Tarantos o del desaparecido club Las Vegas se dirigían a este habitáculo a pie de calle donde el duende se manifestaba en noches de persianas bajadas.
Tal y como recuerda la propietaria, el horario oficial de cierre eran las dos de la madrugada. Pero a veces la cosa se descontrolaba. Tanto, que sumó más de 30 multas de la Guardia Urbana. En estos jolgorios de guitarra, palmeo y alcohol es donde adoptó un papel principal Miguel Vargas, más conocido como Bambino. Uno de los estandartes de la rumba era asiduo a estas baldosas. “Venían muchos artistas, y yo me hacía cargo sola”, apunta Leo, que incluye en su discurso al genio sevillano: “Era muy buena persona. Traía a todas las personas con las que trabajaba y a los de Andalucía que conocía. Aquí bebía, comía y pedía platos para dárselos a los que quisieran y lo necesitaran. Se tiraba días enteros con su gente del sur”.
Habla Leo de un periodo correspondiente a los años ochenta, cuando el intérprete de Procuro olvidarte o Quiero gozaba de un espacio principal en el mundillo. También por aquel entonces se acercaban Parrita y Peret o, más adelante, Kiko Veneno, Manu Chao, Bebe o los miembros de Califato 3/4. Esa atmósfera rumbera era su hábitat natural: la fundadora se crió con las letras de Mari Fe de Triana, Lola Flores o Juanito Maravillas. “Aquí lo que había era muy buen ambiente y muy buena gente”, incide, acordándose de la muerte de Bambino. Ocurrió en 1999, debido a un cáncer de garganta: “Él dijo que si no podía cantar, no quería seguir viviendo”, expresa con pena.
Durante el relato se percibe cierta nostalgia, pero a Leo aún no se le ha acabado el combustible. “El bar es mi vida”, sostiene quien no piensa en la jubilación ni teniendo la posibilidad de un relevo con alguno de sus cuatro hijos, que van de los 47 a los 58 años. “Yo diría que mi madre apenas ha visto Barcelona”, dice Agustín, el más joven y uno de los que suelen hacerse cargo del negocio. “Esto ha sido un centro cívico. Aquí han llegado a encontrarse un juez y un acusado que acababan de salir del juicio”, apunta mientras se prepara para las horas de la tarde, generalmente más concurridas.
Incluso con la llamada gentrificación y con el adelantamiento del cierre (a las ocho), el bar Leo resiste. No solo aguanta a la presión de las franquicias que copan unas manzanas asediadas por pisos de alquiler turístico, sino que en fin de semana concentra a una multitud en sus puertas. Incluso ha sido escenario del anuncio de una cerveza emblemática de la ciudad como Estrella Damm. En ese sentido, la propietaria está tranquila. “El local es nuestro y no tenemos tantos problemas, pero hay muchos que están sufriendo o que tienen que dejarlo”, suspira. Alfonso, otro de sus hijos, añade que hay un “efecto llamada” a otras partes de la península.
“Puede que vengan por su tradición o porque ya sea casi un icono kitsch, pero el reclamo fundamental es la Leo. Ella marca el rumbo”, anota este vástago. A su lado, Manuel Soriano, cliente de 55 años, le da la razón: “Yo vengo por la calidez, por la comida y por Leo, que es historia”. Un joven asiente mientras selecciona los tres temas de la gramola que le permite el euro. El primero es de Los Delinqüentes, que dará pie a uno de C. Tangana, otro fenómeno global. “Ay, si vinieran… ¡Aunque me gusta más la Húngara!”, exclama Leo, esperando que, algún día, la artista cruce la puerta del bar y continúe, eterna, la rumba.