Los secretos de la olla podrida, un monumento de la cocina española del Siglo de Oro
Cocineros salmantinos organizan un festín de 11 vuelcos de una receta que acaparó el interés de literatos y fue el origen de los clásicos cocidos españoles
Cinco días antes de la fecha señalada para el ágape, Jesús Colorado, jefe de cocina de El Mesón de Gonzalo, con la colaboración de César Niño, del restaurante El Alquimista, ambos en Salamanca, y de Nicolás Sánchez, del restaurante Don Fadrique, en Alba de Tormes, habían comenzado a preparar su versión del mayor cocido de la historia, la olla podrida, el monumento culinario más importante del Renacimiento europeo, el plato cumbre de nuestro Siglo de Oro. En esta ocasión, con carácter de homenaje al Libro del Arte de Cozina, escrito por Domingo Hernández de Maceras en 1607, cocinero del Colegio Mayor de Oviedo en Salamanca, la única ciudad española que cuenta con un recetario semejante.
“Hemos elaborado hasta seis fondos diferentes en distintas ollas, cerca de 160 litros de caldos a partir de carnes y huesos de cerdo, de ternera y de vaca, incluidas aves y piezas de caza, además de legumbres y verduras que han hervido a fuego lento y hemos desengrasado de forma meticulosa”, me comentó Colorado cuando le interrogué acerca de la receta. “De la mezcla de todos ellos hemos conseguido el caldo madre, esencia de la olla, base de algunas salsas reducidas que nos han servido para acompañar cada uno de los vuelcos. No hemos desperdiciado nada”.
¿Cuántas carnes contiene?, proseguí con mis preguntas. “Muchas y en cantidades variables. Del cerdo, patas, orejas, carrilleras, huesos de jamón, tocino de papada y rabitos, y del ganado vacuno, morcillo, pata, morros, huesos de rodilla y de caña. Aparte, gallinas y capones; codornices, perdices, pichones, liebre y conejos silvestres, además de cabezas y cuellos de cordero. Y del reino vegetal, verduras y legumbres, repollos, zanahorias, boniatos, calabazas, nabos, garbanzos, puerros, ajos y cebollas, aquello que daba la tierra y que había en la España del XVI y principios del XVII. Nada de patatas, ni de alubias, ni pimientos, ni tomates, procedentes de América, que no formaban parte de la dieta de los españoles.
A semejanza de todos los recetarios de la época, de alma precolombina, la olla podrida de Maceras enumera ingredientes sin puntualizar cantidades. Tampoco aporta el orden de los pases, ni indica formas de servicio. Colorado dividió el ágape en 11 vuelcos con destino a una única mesa limitada a 40 comensales. Comenzamos con un gelatinoso consomé con yema curada, y concluimos con un pastelón de caza que contenía liebre, codornices y dátiles. Entre ambos extremos, sin tiempos de espera acusados, llegaron emplatados la berza rellena de gallina y capón con tocino ibérico; el tuétano de vaca con tallos de coliflor; la longaniza de bellota con repollo; una ensalada de marujas con lengua de ternera salmantina; la terrina de cerdo con orejones; el relleno o pelota de la olla al azafrán; los pies de cerdo con castañas, y el lingote de cuello de cordero.
Para terminar, la torrija del Colegio Mayor a la que alude Maceras en su prontuario. Todos los vuelcos extraídos de las ollas. Nada de asados, ni de sofritos, ni de salteados, a excepción del pastelón de caza con el que concluimos tan pronto como salió del horno. Un viaje fascinante a los sabores del Siglo de Oro en versión contemporánea. “A diferencia de otros libros de la época, el de Maceras no refleja la cocina de la Corte, como el de Ruperto de Nola, cocinero del rey de Nápoles. O el de Martínez Montiño, cocinero de Felipe III y Felipe IV. Nos aproxima a la cocina del pueblo a finales del XVI y principios del XVII”, insistió Santiago Huete, investigador e historiador salmantino.
¿Por qué se denominaba olla podrida a una receta que simbolizaba el sumun de los poderosos y el anhelo de los desposeídos en el XVI y XVII?, ¿qué sentido tenía calificar como podrido algo que resultaba suculento? Las especulaciones se acumulan sin respuesta. De la hipótesis del periodista Xavier Domingo, que atribuía al adjetivo razones de poder económico (olla podrida, por evolución de po-de-ri-da, poderosa, propia de quienes contaban con medios para elaborarla), a la cita de Sebastián de Covarrubias en el XVII en su obra Tesoro de la Lengua Castellana: “Púdose decir podrida en cuanto cuece muy despacio y todo lo que tiene dentro viene a deshacerse”. O la de Santiago Huete: “Se trataba de una olla con ingredientes rendidos (podridos con el rango de metáfora), por efecto de la ebullición a fuego lento”. Sea como fuere, el plato acaparó el interés de casi todos los literatos del Siglo de Oro, desde Cervantes, en El Quijote, a Quevedo, Lope de Vega y Calderón de la Barca. Y saltó nuestras fronteras causando el asombro de numerosos tratadistas europeos. Hasta tal punto que el humanista y cocinero italiano Bartolomeo Platina en 1475 en su obra De honesta voluptate el valetudine alude a la olla podrida antes de que lo hicieran los cocineros de los Austrias españoles.
Con el paso de los siglos, nuestras ollas podridas suscitaron alabanzas entre los eruditos de la cocina francesa, citas que se prolongaron hasta principios del siglo XX, cuando el plato ya había agonizado en España. Así lo hizo el maestro Auguste Escoffier que no dudó en incluir una receta resumida en Le guide culinaire (1903), una vez que con anterioridad Alexandre Dumas la había recogido en su Grand Dictionnaire de Cuisine (1873). Algo posterior a la cita de Pierre Marie Jean Cousin en su Dictionnaire de la cuisine française (1853) donde afirma: “Debemos a España no solo las ollas podridas convertidas en nuestro pot au feu”. Siglos después aquellas ampulosas ollas derivarían en los clásicos cocidos españoles, llámense escudellas, berzas gaditanas, pucheros o cocidos gallego, madrileño o castellano.
De todos los pases de la versión que llevaron a cabo en una jornada única, los cocineros Jesús Colorado, César Niño y Nicolás Sánchez, retuve dos que aún siguen vibrando en mi memoria, el consomé con el que abrimos el menú y la pelota o relleno que encontré de una delicadeza asombrosa y cuya receta me facilitó Colorado.