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Bota, botijo y porrón: por qué deberíamos recuperar estos tres artefactos ancestrales

Elogio de tres envases artesanos que, aparte de bonitos, siguen siendo estupendos para el agua, la cerveza o el vino

David Remartínez
Menos botellas de plástico y más botijos.
Menos botellas de plástico y más botijos.Carol Yepes (Getty Images)

La hojalata del refresco, la tapa del café portátil, el cartón del vaso de cumpleaños. La pajita del zumo que viene adosada al tetrabrik como una lancita bengalí. La ubicua botella de plástico, el vaso de cristal para la caña, la jarra o la pinta, los cien modelos de copas para las presuntuosas liturgias del vino. Cuando bebemos, nos llevamos a la boca todo tipo de objetos fabricados con materiales insípidos, pero que nos rozan los labios y la lengua, que nos tocan y condicionan el disfrute del líquido ingerido. A veces para bien, otras no tanto: algunas latas de cerveza saben a metal. ¿Has probado a volcar esa misma lata en un porrón? Hazlo. El sabor será distinto.

Este no es un artículo nostálgico sobre la arcadia perdida del “mundo rural”. El porrón, la bota y el botijo, artefactos milenarios, iconos de lo antiguo, comparten una forma de consumo, en lo individual y en lo colectivo, con un disfrute especial que merece la pena reivindicar en estos tiempos iracundos.

En primer lugar, permiten beber sin intermediarios, a chorro, dejando que el líquido rebote en la boca, convirtiendo el trago en sorpresa, y obligando a concentrarse, lo cual aumenta tu consciencia y, por lo tanto, el placer. Un placer duplicado, pues estos tres utensilios de pueblo invitan también al juego: levantarlos sobre tu cabeza supone un riesgo considerable; la boca se convierte en canasta, en gua donde acertar -y no atragantarse-, lo cual requiere un pelín de arrojo y cierta habilidad. Cuántos lamparones en la ropa, cuántos chorretones bajando a toda velocidad por la barbilla, el cuello, de repente en el pecho. Cuántas toses y cuántas risas prometen estos antepasados de las botellas.

Unas herramientas sociales

La segunda virtud de esta trinidad de pitorros es precisamente esa: reúnen a la gente. Están concebidos para ser compartidos, carecen de dueño, son comunes en su sentido más amplio. El botijo se coloca en el umbral para recibir al vecino, el porrón se planta en la mesa para que pase de una en uno. La bota se cuelga al hombro para ofrecérsela a compañeros de camino. Es imposible no ponerse hortera hablando de tres inventos que, amén de su utilidad, o precisamente causa de ella, son indiscutiblemente bonitos. Tres artesanías -la alfarería, el vidrio y el curtido de la piel- que se van restringiendo con los años a lo decorativo, difuminándose su propósito primero. Recuperar ese uso no es un postureo vintage, sino otro modo de recolocar la comida como un acto social, como una celebración que nos acerque. El porrón, la bota y el botijo refrescan, justo lo que necesitamos.

“La verdad es que con la ola de calor estamos vendiendo más”, cuenta Javier Real, impulsor de Bootijo, una empresa que desde hace tres años vende piezas online realizadas por alfareros de Bailén (Jaén). Su web es una pequeña enciclopedia con hitos históricos: “El botijo más antiguo de España se conserva en el Museo Arqueológico de Murcia y tiene más de 3.500 años”. “El botijo es pionero en lo referente a sistemas de refrigeración y probablemente el primer caso de I+D+i de la historia”. “No existe en el mercado un producto que lo iguale en prestaciones, fiabilidad, sencillez y precio”.

Menos simples de lo que creíamos

Los de Bootijo tienen razón: en 1995, los profesores de la Escuela de Ingeniería Industrial de la Universidad Politécnica de Madrid (UPM) Gabriel Pinto y José Ignacio Zubizarreta publicaron un artículo en la revista estadounidense Chemical Engineering Education sobre el sistema de enfriamiento de un objeto que, paradójicamente, siempre habíamos considerado prosaico: “eres más simple que el mecanismo de un botijo”, miente el dicho. La porosidad de la arcilla aclimata el agua con una eficacia asombrosa, reduciendo hasta 15 grados la temperatura ambiente, gracias a un sistema similar al de la sudoración humana. Pero hay que saber trabajar esa arcilla, claro: “Nosotros vendemos botijos de arcilla roja y blanca, y tanto a la web como al packaging le hemos dado una imagen más moderna: yo soy diseñador gráfico, y me daba pena que se perdiera algo tan nuestro por parecer viejo”, reflexiona Javier.

“Es verdad que lo tradicional no se usa ya”, coindice Toño Naharro, alfarero desde hace 40 años y que, desde hace veinte, dirige el estudio-taller Alma de cántaro en Navarrete (La Rioja). Allí realiza piezas por encargo y forma a futuros ceramistas. O futuras, más bien, porque básicamente se apuntan chicas: “De 50 alumnas, solo hay tres hombres”. Toño vende piezas tradicionales “a las que les doy una pequeña vuelta de tuerca: un botijo sin asa, otro con tres asas. Un botijo con una historia escrita encima... son piezas fieles y numeradas”. Sin embargo, invita a usarlas, a llenarlas, agarrarlas y ofrecerlas. “Si llenas un botijo y no lo usas en 24 horas, el agua se calienta”, recuerda.

Mantener las tradiciones

Como el porrón o la bota, estos recipientes dan vida cuando la reciben, cuando forman parte de tus rutinas. “En Cataluña aún mantenemos la tradición del porrón. El pequeñito para el vino de los postres, con su platito para los frutos secos, por ejemplo”, dice Pepi Granell, esposa de Ramón Nualart, uno de esos últimos maestros que dibujaban el cristal con plumilla, marcando el contorno con oro y rellenando con pintura. Ramón ha hermoseado a lo largo de su vida cientos de porrones, “sobre todo del Pueblo Español, donde había muchos sopladores”. De hecho, algunos investigadores emplazan el nacimiento de este invento en esa industria vidriera catalana antaño tan próspera.

Pero 30 años después, artesanías como las de Nualart, sita en Castellar del Vallès (Barcelona), no dan dinero suficiente: “Mi marido ya se ha jubilado y solo hace piezas para amigos. Tenemos una hija de 32 años, pero ha visto que con esto no te ganas la vida, y eso que llegamos a tener ocho personas trabajando aquí. Hacíamos también botijos de cristal, el normal y el de cinco picos... Hoy los ves en los rastros, cogidos de los pisos que han vaciado, con su tapón y su cadenita de plata, y nadie se da cuenta de lo que costaban”.

Un porrón artesano
Un porrón artesanoNUALART

Existe una paradoja en esa memoria olvidada en los desguaces callejeros: el 60% de los encargos que recibe Toño en Alma de Cántaro son de “restaurantes con estrellas Michelin”, que buscan vajilla exclusiva, artesana y con firma. Los clientes, cuando nos ponemos en modo gourmet, apreciamos esos objetos ‘antiguos’, porque arraigan de una forma inefable la comida que sustentan. En el restaurante los vemos elegantes, sin embargo, no se nos ocurre adquirirlos para el uso doméstico.

Pon un botijo, un porrón o una bota en tu vida. Con el botijo dispondrás de agua vivificante. Con el porrón, calimocho o cerveza. La bota será el hogar de tu vino cotidiano. Los tres envases te durarán décadas, abrirán los disfrutes de la lengua, reirás con la gente a la que aprecias y, con su compra, sostendrás unos oficios que se apagan.

El arte de la botería

“En España solo quedamos cinco o seis boteros que sepamos hacer todos los procesos que conlleva una bota, y todos andamos por los cincuenta años. Cuando nos jubilemos, se acabará”, lamenta Ismael Pérez, de la Botería Mairal, fundada en 1898 en Sariñena (Huesca) y con cuatro generaciones encadenadas. “Esta botería la abrió el abuelo Luis Mairal cuando volvió de la guerra de Cuba”. Una contienda para la que precisamente el Gobierno español ordenó que los soldados destinados recibiesen una bota de vino como parte de su equipo reglamentario. El diseño de aquellas botas castrenses fue obra del catalán Juan Naranjo, quien estandarizó la forma.

“Los boteros seguimos el mismo proceso que entonces. En Sariñena había muchos olivos y el aceite se transportaba en pellejos, que volvían rotos o pinchados. Esas pieles se curtían y de ellas se sacaban las botas”. Así trabajan ahora en Mairal, con pieles de cabra, más flexible e idónea para que agarre la pez, la mezcla resinosa que impermeabiliza la bota y que permite preservar el vino. “También las hacemos de serraje, un derivado de la piel de ternera, y desde hace unos años, con materiales sintéticos”. Se pueden meter en la nevera y llenarla con burbujas, caso de la gaseosa que aligera el vino en verano y que la bota de piel, la tradicional, no tolera.

Con variedades de ese tipo mantienen la empresa, así como con serigrafías para personalizar sus productos. Y aquí, otra paradoja: “Empezamos escribiendo los nombres, o las frases que nos encargaban, a mano. Pero muchos clientes se quejaban porque si pedían más de una, lógicamente no nos salían todas exactamente iguales”. Cuando justamente en dicha distinción reside el valor del oficio manual: no hay dos piezas iguales. El desprecio a ese azar nace de la misma idiocia que nos hace elegir la caja de los tomates idénticos en lugar de los verdirojos o abollados. “Al final, lo importante es conocer el valor que tienen las cosas, el trabajo que hay detrás”, sentencia Pepi Granell.

No solo es lo que bebemos, es cómo lo bebemos

En su revelador ensayo Gastrofísica, el catedrático de Psicología Charles Spence explora la cantidad de condicionantes neurológicos que, más allá del gusto propiamente dicho, condicionan nuestra percepción del sabor. Al analizar la bebida, concluye que la mayoría de los envases contemporáneos impiden disfrutar del olor, disminuyendo la satisfacción del cerebro. Las latas, las pajitas o la ranurilla voyeur de la tapa del café, una bebida “que ofrece uno de los aromas más apreciados en todo el mundo”, pero que perdemos al consumirla encapsulada para que no se derrame al andar, con nuestras prisas de cafeína y orfidal.

¿Cómo calmarnos? ¿Cómo devolverle a nuestras lenguas y narices lo que les roba el plástico, el latón y el cartón? Puedes dejando que el agua, la cerveza o el vino restallen en tu boca. Que el botijo nos refresque la vecindad, que el porrón sustituya el botellín individual, y que de la bota saquemos lo que ninguna copa riedel conseguirá nunca: un trago comunal.

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Sobre la firma

David Remartínez
Es periodista y escritor. Ha aprendido en periódicos, revistas, radio, televisión, páginas web... Y también ha vendimiado, ha recolectado melocotones, ha trabajado en una fábrica de alimentos congelados y en otros sitios con menos glamur pero mucha vida. Aparte de escribir sobre comida, que le encanta, también edita libros de no ficción.

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