Una semana comiendo lo que los restaurantes iban a desperdiciar
Distintas apps permiten comprar comida en buen estado que restaurantes, panaderías o tiendas de comida van a tirar. Una periodista narra la experiencia de vivir una semana de estas ofertas a precio reducido.
Las cifras sobre el desperdicio alimentario son alarmantes: cada día dejamos perder uno de cada tres kilos de comida que perfectamente podría estar alimentando al planeta, un panorama desolador que hace desear que venga el meteorito muy pronto. Pero ¿qué puede hacer una persona sola al respecto? Esta idea me rondaba por la cabeza tiempo atrás cuando comencé a detectar en mis redes sociales la publicidad de varias apps dedicadas a canalizar los restos de comida de tiendas, panaderías y restaurantes, a fin de reducir el despilfarro.
¿Qué pasaría si me decidiera a comer estos alimentos que se iban a tirar durante una semana? ¿Iba a parecer el pez de tres ojos de los Simpson? Para que el experimento no sea un despiporre y tenga sentido, me he marcado unas reglas: cuentan los pocos restos de comida que tenga en casa y no entran los ingredientes básicos, como café, leche o aceite, que difícilmente voy a conseguir comprar. Y solo me voy a desplazar a pie para recoger la comida (porque cruzar la ciudad por un plato tampoco parece la idea más sostenible del mundo).
Día 1
Comienzo la semana con mucha energía, dispuesta a comerme lo que me echen. Desayuno dos yogures caducados que tengo en la nevera y noto cómo mis niveles de superioridad moral se elevan hasta la estratosfera. Me instalo las apps Toogoodtogo y Wesaveat y empiezo a tantear las ofertas disponibles. De entrada, veo un buen número de puntitos rojos que me indican que los comercios que participan en ellas no tienen ninguna oferta ese día o ya han vendido toda la comida sobrante. Bajona. Elijo el menú de Viridi, un restaurante vegetariano que pertenece a una cadena. A las cuatro de la tarde me planto allí y recojo mi bolsa. En el interior hay un bol de sopa de ajo, unos espaguetis al pesto rojo, un puerro gratinado, dos trozos de pastel y dos bocadillos de tortilla de patatas. Precio: 3,50€
Advierten en ambas apps que la cantidad de la comida que oferta cada establecimiento depende de lo que les haya sobrado ese día, pero que todo debe estar perfectamente apto para el consumo). La sopa de ajo está francamente rica, aunque no hay más que media ración. Pongo pesto rojo sobre el puerro (la pasta tiene cara pocha) y me como una de las dos tortillas de patata, sin el pan (el tomate matinal lo ha agriado). El pastel está seco y muy dulce, así que, aunque está comestible, no logro convencerme. He comido, sí, pero a base de minirraciones…
El siguiente asalto es a las nueve de la noche. Hace un frío que hiela los huesos, pero me aventuro hasta Panet, una panadería que ofrece un lote de tres piezas dulces o saladas y una barra de pan por 3,00€. Cojo una palmera, un cruasán de chocolate, un pan con queso encima y una barra de pan de centeno que porcionaré y congelaré para el desayuno de los días siguientes. Mi cena (no leas, Juan Revenga) es la tortilla de patatas sobrante de la mañana y la palmera. Me voy a la cama hecha un hidrato de carbono con patas y pensando que el día siguiente debe ser distinto o el Comidista me deberá unos pantalones nuevos.
Día 2
Desayuno el cruasán de chocolate, que ha aguantado sorprendentemente bien el día y medio que tiene de vida y vuelvo a sentirme optimista (aunque algo hinchada). Tanto, que cometo un error garrafal: comento la entusiasta iniciativa de estas apps en Twitter, y a los treinta segundos me contestan. “¿Y lo de dar la comida a quien lo necesita, cómo lo veríamos?”, me espeta alguien a quien no conozco.
Traslado la pregunta a alguien que sabe más del tema que yo. Se trata del activista contra el despilfarro alimentario Manuel Bruscas, coautor del libro Los tomates de verdad son feos. “No es sencillo canalizar los alimentos que se van a tirar hacia entidades que podrían aprovecharlos, al menos no cuando hablamos de productos elaborados y cantidades pequeñas como las de un restaurante, porque además de que muchas entidades no cuentan con medios suficientes para recogerlos y almacenarlos, tampoco tenemos lo que se conoce como 'leyes del buen samaritano', que es el tipo de legislación que impide que tú puedas denunciar a alguien que ha intentado ayudarte con buena intención si la cosa sale mal”.
Bruscas, que está a favor de las apps, dice que su mayor virtud es que ayudan a tomar conciencia de la dimensión del problema, aunque “funcionan mejor cuanto más corto el circuito del reaprovechamiento”. Eso no significa que las entidades sociales no utilicen alimentos aptos para el consumo pero no para la venta (el Banc d’Aliments de Barcelona, por ejemplo, cuenta con una nave en Mercabarna) pero las donaciones pequeñas son prácticamente imposibles de aceptar, salvo que dé la casualidad de que el donante esté muy cerca del propio lugar donde se consumirán.
Hago caso a Bruscas y asalto las fruterías del barrio para llenar mi nevera de fruta y verdura para el resto de la semana. Aunque saco bastantes cosas a buen precio, me preocupa un poco que todo viene en bandejas de porexpán. Tampoco tengo claro el ahorro: una bandejita de fruta pelada me cuesta un euro y medio. Me tengo que dar una vuelta por varios comercios del barrio hasta que encuentro uno que venda paquetes de verduras con mala cara. A mediodía (o más exactamente, a las cuatro) como un rollo de falafel, una sopa tailandesa y una madalena de manzana que compro en Bon, un restaurante de comida fresca que me viene casi de paso. Vale 3,99€ y aunque no está mal del todo, no justifica mi viaje a buscarlo.
Sigo algo desanimada, y cuando ya estoy mirando con cierta desgana las ofertas de cadenas de sushi para la cena, aparece el botón verde en una pescadería, Fruits de la Mar, que, según su Facebook, compra solo pescado de lonja. Le doy al botón de comprar y ¡jackpot! A las ocho y media de la noche tengo una bandeja enorme de pescado, con mairas, jureles y galeras cogidas directamente del mostrador. La dueña de la pescadería me comenta que al principio los clientes que llegaban a través de la app eran sobre todo guiris. Por cierto: el trato tanto con ella como con el resto de personal es cordial y nadie me mira raro (como mucho, algún despistado no muy familiarizado con el sistema). Me doy un festín bien majo con las galeras y un poco de verdura y aún congelo tres generosas raciones de pescado más. Dinero invertido: 5,99€.
Día 3
No gasto nada, porque tiro de las cosas que he comprado los días anteriores. En las apps, hay comercios que nunca se mueven o eso me parece a mí. Me comenta Oriol Reull, el country manager de Toogoodtogo, que a algunas tiendas todavía les cuesta coger la rutina de poner los alimentos a la venta, y más después de las fiestas de Navidad. Le expongo otra de mis preocupaciones: que los precios bajos no sean más que un descuento encubierto para atraer clientes o una forma sofisticada de encarecerlos, un poco al estilo de la fruta cortada que comentaba. Me explica que utilizan mucho el sistema de mistery shoppers, que son personas que van a comprobar que las ofertas sean tal cual aparecen, a fin de no desvirtuar el asunto “porque no nos interesa. Sería nuestra perdición”.
Reull cuenta también que están trabajando para incorporar nuevos establecimientos (lo que es cierto, cada día aparece alguno nuevo) y en particular hoteles y cocinas fantasma, es decir, dedicadas a la producción de platos para empresas de reparto. También me explica que las empresas pueden decidir donar lo recaudado a ONG de lucha contra el hambre, aunque eso de momento “lo suelen hacer solo las más pequeñas”.
Día 4
Otro bingo. Aparece en el radar la Epicerie Melanie, una tienda de productos franceses del barrio en la que yo he comprado en varias ocasiones, así que ni corta ni perezosa acudo a ella y me llevo un enorme trozo de cantal, unas rilletes de cerdo y un paté de campaña, que me darán paga dos senás de picoteo. Precio: 2,99€
Día 5
Dispuesta a cambiar mi dieta de pescado y cerdadas francesas por algo preparado, compro un ticket de 2,99€ en una tienda de pollos a l´ast, Pollastríssim. Me corresponde una generosa ración de trinxat de la Cerdanya, un cuarto de pollo y una porción enorme de patas rustidas que, llegado el momento, recalentaré en la freidora de aire caliente. Dos comidas más a la saca.
Día 6
Tiro de los restos de mis restos. Como bien, pero echo de menos la libertad de elección y comienzo a estar aburrida. Me doy cuenta de que esta es una de las lecciones importantes que sacaré de mi experimento: el desperdicio de comida es uno de los efectos colaterales de tener siempre los ingredientes que se nos antojan a mano. Si queremos tener de todo a todas horas, fuera de temporada o lejos del lugar de producción, el desperdicio es casi inevitable.
Día 7
Estoy llegando al final un poco desfondada. He engordado un poco y comienzo a resentirme del esfuerzo y del tiempo que me cuesta ir a buscar mis comidas. Creo que las apps de aprovechamiento serán mucho más accesibles en un futuro próximo, cuando se incorporen más establecimientos y se normalice su uso. Al fin y al cabo, no hacen más que sistematizar y facilitar lo que toda la vida se ha hecho de un modo informal. Mi experiencia culmina con una nota muy agradable y esperanzadora: asisto a la cena Gastrorecup que monta anualmente la cocinera Ada Parellada, una de las chefs más comprometidas contra el despilfarro alimentario y autora del libro La cocina sostenible, un manual para aprender a aprovechar hasta el final los alimentos, a planificar y a comer sano y de temporada. El Gastrorecup es todo un éxito que funciona así: en las mesas, cada comensal come distinto, aprovechando lo que han donado empresas como Bonàrea (pavo en perfecto estado que congelaron porque después de Navidad ya no se vende), sus propios proveedores de pescado fileteado o fruta o verdura descartadas por no ser candidatas a Míster Calabacín o Miss Berenjena 2019. A mí me corresponde una ensalada y un tartar de salmón elaborado a partir de lo que queda en las espinas de los lomos. Todo está delicioso. De postre, un helado de parmesano con mandarinas donadas por un agricultor de Alcanar, cuya cosecha se hubiera desaprovechado en gran parte por los bajos precios de las importaciones, que perjudican al producto local (que no puede competir con ellas).
"El primer paso para evitar el despilfarro es tomar conciencia de él”, nos dice Parellada durante los postres. Y me doy cuenta de que así es, de que de no ser por este reportaje seguramente habría desdeñado casi toda la comida que he consumido esta semana. Y eso ya es mucho.
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