Viaje a los peores restaurantes de Madrid: edición 2017
Un miembro del equipo de El Comidista se vuelve a jugar la salud probando los grandes éxitos de algunos de los peores establecimientos de la capital. Y casi la pierde otra vez.
Yo empecé Derecho y acabé torcido. Ya me dirán: entre dar fe de un casamiento o de los peores restaurantes de Madrid hay un trecho que crucé hace años sin mirar atrás y sin reparar tampoco en daños. ¿Por qué no acabé la carrera, maldita sea? Porque ustedes con la primera parte de esta pesadilla gastronómica se troncharon, y yo en la segunda he visto a la muerte de cerca. Ríanse, ríanse. Pero conmigo que no cuenten para los Premios Almax de 2018. Si segundas partes nunca fueron buenas -y esta, ya les adelanto, volvió a ser horripilante-, no quiero ni imaginar terceras.
Si se incorporan ahora a este dislate, les pongo en antecedentes: el año pasado visité durante una semana varios restaurantes infernales de Madrid calificados muy malamente en TripAdvisor. La idea era saber qué se cocía detrás de todas esas pésimas críticas, si era verdad todo lo que se decía y qué había de cierto también en el boca a boca. Y así nacieron los Premios Almax. En sus cuatro categorías: Pero qué me estás contando; Lo tuyo no tiene nombre; Te tienes que reír; y Yo aquí no vuelvo. Fue un proceso laborioso porque hubo bares que no estaban tan mal, restaurantes que eran mucho mejor de lo que los pintaban e incluso antros con encanto. Pero, al final, acabé vomitando. O sea que algo de razón tenían.
Como ven el listón en esta segunda -y repito: última- entrega estaba sumamente bajo. ¿Vomitaría esta vez? ¿Me intoxicaría? ¿Viviría para contarlo? Todo eran preguntas y congoja antes de volver a sumergirme en los bajos fondos de la gastronomía madrileña usando el mismo método científico: los sitios fueron seleccionados por su número de críticas -a partir de 20 opiniones y con primacía de malo o pésimo en el día de la búsqueda-. Y de nuevo hubo locales que no estaban tan mal. Pero, claro, aún no había entrado en La Parrilla de Galicia. El lugar donde empezó esta segunda pesadilla culinaria.
Premio Pero qué me estás contando para La Parrilla de Galicia
¿Un gallego donde se come mal? ¡Venga ya! Eso es imposible, pensé cuando leí los comentarios de este local ubicado en la plaza de Tirso de Molina. Habría que tener mucha mala suerte. Porque, a malas, un lacón te comes. Y si te has quedado con hambre seguro que encuentras a alguna paisana que te fría un huevo. Malo será. Pues no: malo es. Era evidente que algo olía a podrido cuando de 58 opiniones, 32 eran pésimas. Escuchen: "Salimos vivos de milagro", "mal producto, mal precio, mal servicio", "el peor bar restaurante en el centro de Madrid", "no se salva ni el bocadillo de calamares". Un momento. ¿Bocadillo de calamares en un gallego? Y morcilla de Burgos, rape a la bilbaína o callos a la madrileña. ¿Y el pulpo? Fuera de la carta. No vaya a ser que te salte a la yugular.
Encontrar algo (mínimamente) gallego en este local-no-gallego nos supuso tener que pedir dos cartas; un bar con misterio, sin duda. Pero en la segunda tampoco es que hubiera gran cosa. Salvo unos pimientos de padrón quemados, salados y que eran todo pellejo. Y unos chipirones a la plancha tan frescos como un agosto en Riad. Si van a venir aquí no se olviden de la radial: nos sirvieron seis -no fueran a quedarse sin género- y todavía los estoy cortando. Y en el centro, coronando toda esta broma pesada, una montaña de cebolla caramelizada cruda. Aunque el centollo que había dibujado en la pared tenía buena pinta, coincidí con mi acompañante.
Una muñeira no nos bailaron, pero con el precio nos tocaron la gaita. 30 euros (15 los chipirones, 7 los pimientos de padrón, 6 los refrescos y 2 eso que llamaban pan). Al olor a fritanga que se te queda al salir invita la casa. Un detalle.
El primer Premio Almax de 2017 estaba adjudicado. Pero si algo aprendí de mi anterior experiencia es que no conviene abusar: el año pasado, empalmé dos sitios y terminé vomitando. Ustedes, me consta, lo encontraron gracioso, pero yo lo pasé mal. Todavía hay noches, de hecho, en que me despierto sudoroso recordando el gracejo de aquellos camareros. Y aún me quedaban tres bares más que testar. ¿Por qué no acabé Derecho, maldita sea?
Premio Lo tuyo no tiene nombre para La Carmela
Así quizás no habría entrado nunca en este céntrico restaurante, situado muy cerca de la Puerta del Sol, que cumple con todos los tópicos ad hoc: paella fluorescente, camareros ávidos de incautos y timadores profesionales con el carné de manipulador de alimentos. O en palabras de algunos ex clientes: "Estafa y pésimo", "engaño, el peor de la zona", "estafa", "¡si estás a tiempo, huye!". En mi caso ya era tarde cuando nos sirvieron una tapa de alioli líquida y avinagrada y acompañada de una cesta con pan duro. Antes habían intentado timarme diciéndome que no había medias raciones cuando la carta decía lo contrario. Si intentaron colármela a mí, que soy de aquí, ¿qué no habrán hecho con el resto de comensales más rubios y más altos? Sepan que en 2016 pasaron por la capital más de nueve millones de turistas. ¿Es este el servicio que les estamos dando?
Lo peor, sin embargo, vino después. Pedimos media ración de albóndigas caseras –homemade meatballs, traducidas- que resultaron ser de bote. Y que estaban acompañadas, además, de verduras congeladas. Aunque en la fachada de este establecimiento también se jactan de su buena mano con los callos. Ahumados y recalentados. Y con una piscina de aceite y grasa que si se ponen se la convalidan en el Comité Olímpico. Lo único salvable fue el vermut y la morcilla, emplatada con unas patatas paja que aún tengo pegadas a los molares. Un sindiós, vaya, que explica ese 39% de críticas pésimas de un total de 464 opiniones.
Aunque aún hubo otro giro dramático: al pedir la cuenta, no nos habían cobrado la media ración de callos, que dejamos casi intacta. Como tampoco nos habían preguntado si no nos había gustado -o si queríamos otra cosa-, decidí preguntarles yo a ellos qué había pasado: quizás la casa había interpretado nuestra cara de asco como una pista y habían obrado en consecuencia. ¿Estábamos ante un acto de honestidad? Pues no, obviamente. Se les había olvidado. Total, que nos sumaron esos 5 euros a los 25,30 restantes (6 las albóndigas, 5 la morcilla, 3 el pan, 5,50 los refrescos y 3,50 el vermut).
Si hacen la suma de la cuenta sin los callos verán que salen 23 euros. El IVA, por supuesto, no estaba incluido. Algo que, si bien venía especificado en la carta, no cumple con la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios. Por la que se establece que cualquier producto o servicio debe indicar el precio final completo incluido impuestos, nos explica Rubén Sánchez, portavoz de Facua. "El cliente no tiene que hacer ninguna operación matemática para saber lo que va a pagar". Los callos, huelga decirlo, también se incrementaron tras su despiste: 5,50. Sumado todo: 30,80 euros. ¿Cómo se dice en alemán lo tuyo no tiene nombre?
Premio Te tienes que reír para la taberna La Extremeña
No llevaba ni dos bares y ya me habían tangado, otra vez, me habían sableado, de nuevo, y había comido cosas que habrían hecho vomitar a una cabra. Un verano más. Pero todavía no había entrado en esta taberna de La Latina. Y aquí te tienes que reír porque la otra opción es temblar. Y si no lean: "No hay definición para el trato de la dueña", "fascismo del bueno", "¡casi me tira de la silla!", "violencia y xenofobia", "he denunciado a la dueña por agresión". Y no cito más testimonios -de 81 opiniones, 64 son pésimas- porque me vuelve el tembleque al recordarlo. Francamente, no sabía si iba a entrar en un restaurante o en la Rusia de Putin.
La dueña, ya se lo confirmo, no es un oso amoroso. Pero debimos pillarla en un buen día porque solo pidió cárcel para los que opinan -opinamos- sobre su restaurante: "¡Cárcel, cárcel para todos ellos! ¡Ya verás qué rápido se les quita la tontería!". Todo esto dicho mientras golpeaba la barra con la mano abierta y hacía temblar cuatro jarras de cerveza. Y eso que se había fumado dentro un cigarro y estaba, ya les digo, más calmada. E incluso se mostró hasta cierto punto vulnerable: "¿Quién no ha tenido nunca un mal día, eh?". Uno o 64, claro que sí. Sin embargo desde el primer momento en que nos sentamos, y nos levantamos a por la carta porque nadie nos atendía, tuvimos claro quién mandaba. Aquí ni la Constitución ni mucho menos la ley antitabaco son vinculantes.
El sitio es algo así como el restaurante de la mamá Fratelli, de Los Goonies. Solo que en lugar de lengua, sirven platos extremeños. O eso dicen. Viendo el panorama, nos dejamos guiar. La mujer nos recomienda probar las migas y el picadillo de matanza. Un plato muy acorde al ambiente que se respira: aquí da la sensación de que en cualquier momento se puede liar la de Puerto Hurraco. Si quieren practicar un deporte de riesgo, pero riesgo de verdad y no salto base, llévenle la contraria. Díganle que las migas las toman con chorizo o con uvas o con huevo frito. O con cualquier cosa que le dé algo de sabor. "Las migas son comida de pastores, ¿y los pastores tomaban chorizo? ¡No! ¡Estas son migas auténticas!". Auténticas, sí, pero recalentadas y con cinco torreznos chiclosos, cortesía de la casa, que llevaban fritos por lo menos desde 1974. Todo junto nos supo a cemento. Cemento de pastores. El picadillo, directamente, sabía a orégano. Lo que llevaba es un misterio, aunque la camarera nos aseguró que era carne magra. ¿Lengua, tal vez?
Para entonces la dueña de este local ya se había fumado su segundo cigarrillo del día, que dejó humeando de puertas para adentro. No eran ni las doce del mediodía y era día de Rastro en La Latina. Pero aquí no hay más autoridad, habíamos dicho, que la presente. Lo único bueno es que es muy posible que con cualquiera de esos dos platos se haya llevado por delante a más de uno que dice latineo, terracitas o, peor aún, juernes. Las gallinas que entran por las que salen. ¿El precio? 19,50 euros (5 las migas auténticas, 7 el picadillo, 1 el pan, 1,50 el café y 5 las bebidas).
Premio Yo aquí no vuelvo para Magaly
Y así, de esta guisa, me dirigí hasta el último establecimiento de esta infame lista. Les decía al principio que en esta segunda entrega había visto a la muerte de cerca. Y esto no es una frase hecha. Este local está situado a algo más de 200 metros del tanatorio de la M-30. Y la comida que sirven te facilita el tránsito... hacia la otra vida. Yo aquí no vuelvo salvo que sea con los pies por delante, vaya. Sobre este restaurante, además, había leído: "Comida mala, trato malo, precios altos y cargos ocultos", "mala calidad y caro", "pésima calidad a unos precios de escándalo". La verdad, no puedo estar más de acuerdo con las 18 opiniones -de 58- que califican a este sitio como pésimo. Puede resultar un lugar algo macabro para ir de tapeo, pero es el único sitio de comida que se ve por la zona a simple vista -si exceptuamos la cafetería del propio tanatorio o el restaurante de la mezquita de la M-30-, y de la muerte, salvo que seas Keith Richards, no te libras.
Pero este, ya les digo, no es el lugar ideal para empujar el duelo. El establecimiento está dividido en dos estancias: una más de paso, para bocadillos. Y otra de restaurante, con sus manteles y sus copas. Y donde uno puede cenar con vistas a ese tanatorio. La idea, en sí, no es mala. Eso te recuerda que somos carne y que hay que disfrutar de la vida. Pero aquí disfrutamos, acaso, de una muerte temprana. En la carta vimos desde lasaña, sopas, pizzas o platos combinados hasta bacalao o diferentes filetes. Ante tal pimpampum, optamos por un surtido de tapas frías y calientes para poder hacernos una idea de la cocina. Y todavía me estoy arrepintiendo.
Lo primero que llegó -una ensaladilla rusa montada sobre una ensalada campera- estaba algo ácida. Pero, bueno, tragamos. Con lo que ya no pudimos fue con el plato de tapas calientes: una freiduría que explica la cercanía al tanatorio. El emplatado parecía el menú degustación de una porqueriza. Llevaba dos trozos de cazón que eran como un Bubbaloo: al morderlos se te llenaba la boca de un aceite grasiento y, seguramente, reutilizado más de lo conveniente. También había dos trozos de morcilla seca y dos pedazos de anillas de calamares duras y correosas; dos pimientos rellenos de harina; dos txistorras crudas por dentro y duras por fuera, que ya es difícil; dos albóndigas de lata con guarnición de zanahorias congeladas; dos trozos de pescado no identificados y la guinda del pastel: dos piezas de nuggets crudas. Y todo este festín por el módico precio de 25 euros -12,50 por persona- que sumados a los dos refrescos (5,60) y al servicio de mesa (3,60) arrojaron un triple infarto de miocardio valorado en 34,20 euros. Miren, hasta aquí llegué. ¿Que no hay dos sin tres? Ya lo verán. Yo no me juego el tipo más.
Posdata: hubo una quinta visita, pero solo para saber qué había sido de uno de los peores restaurantes que testé el año pasado: el bar Tineo de la Plaza Mayor. Ese que me hizo vomitar. Y tener pesadillas recurrentes. Y, ¿lo adivinan? Estaba hasta los topes. Cualquier día de estos nos echan de la Unión Europea.
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