La carne de los Picapiedra
Rafa Martínez es propietario de uno de los pocos restaurantes de España donde se puede comer buey de raza sayaguesa, un tipo de carne rica en grasas insaturadas y muy parecida a la que podría haber comido Pedro Picapiedra.
Entre los ciervos, caballos y bovinos pintados en la cueva de Altamira hay un animal que parece un bisonte, pero no lo es. El bicho es un toro o, mejor dicho, un uro, el antecesor de todas las razas de bóvido actuales. Los uros campaban por Europa en la época que vivieron los artistas de las cavernas y se extinguieron en Polonia en el año 1627. Aunque el último ejemplar murió por causas naturales, la especie desapareció por culpa de la caza indiscriminada –que llegó a ser privilegio de nobles y terratenientes– y la destrucción de los bosques y praderas que fueron su hábitat.
Rafa Martínez lleva bordado el uro de Altamira en su chaquetilla de cocinero. Él es el propietario del restaurante Can Xurrades (Barcelona), un paraíso para carnívoros. “Tenemos la distribución en exclusiva para Cataluña de buey de raza sayaguesa, una raza muy parecida al uro”, dice Martínez. Esta carne, verdaderamente especial, sólo puede comerse en una decena de establecimientos en la península: algunos Paradores Nacionales, la Bodega El Capricho (León) y Can Xurrades. Y parece ser que el genoma del bovino sayagués –junto al de otras siete razas repartidas entre Italia, Portugal, Escocia y España– se está empleando dentro de un proyecto de orígen holandés llamado TaurOs para recuperar el ADN de los uros.
Pero, ¿qué tiene de especial esta carne? “Cuando la cocinas desprende aromas de cerdo ibérico y su textura es muy melosa, parecida a la de la ventresca de atún. Los bueyes se crían de forma ecológica en los pastos de la comarca de Omaña, en León, y en parte se alimentan de arbustos de encina. En análisis han encontrado hasta un 49% de ácido alto oléico”, afirma Martínez.
Estos inmensos animales pueden llegar a los 2.000 kg de peso, los 3 metros de longitud y los 2 de altura, más o menos el doble que un toro de lidia. Su carne tiene aspecto amarmolado, debido a la infiltración de la grasa en el músculo, y cuando le hincas el diente no parece carne roja. Se deshace como mantequilla y desprende un sabor muy potente, en parte debido a la alimentación, pero también a causa de la edad de los bueyes y del tiempo de maduración de la carne.
“Nosotros vendemos carne de buey de 8 años con 40 días de maduración y de 12 años con 60 días de maduración”, explica Rafa Martínez. La primera sale a 80 euros el kilo y la segunda, a 120 euros el kilo. En el restaurante recomiendan piezas de 500 g, sin merma, para dos personas.
Martínez es consciente de que “son carnes caras, para darse un homenaje. Lo comparo con ir a comerse 5 gambas de Palamós a 30 euros”, tanto es así que ha tenido que renunciar a parte de su margen comercial para ser competitivo. El precio se justifica por el tiempo que requiere la producción de este tipo de carne. La normativa actual establece que el buey nacional debe ser castrado entre los 12 y los 24 meses y sacrificado a partir de los 8 años. “A España llega carne de buey de otros lugares de Europa, donde se pueden sacrificar antes, pero no es lo mismo. La infiltración de grasa se consigue cuando el animal se mueve por el campo durante años y la calidad se debe a su alimentación, ya que se crían en zona de dehesa, aunque fuera de ellas”, dice Rafa. Es una carne que puede competir en calidad con la de wagyu de Kobe.
El buey sayagués no es apto para todos los paladares, tiene que gustarte mucho la carne. “A los carnívoros nos gusta la vaca vieja y el buey, a la ternera no le encontramos sabor”, dice Rafa antes de dar una guía para distinguir estos tres tipos de carne que, en ocasiones, los restauradores con pocos escrúpulos confunden deliberadamente. “La ternera tiene grasa blanca, carne rosada, poco sabor y una textura astillosa. La grasa de vaca es muy amarilla y su carne, roja. El buey, en cambio, tiene una grasa de color blanco roto, la carne también es roja y melosa, pero desprende mucho aroma”.
Comer la carne de estos bueyes, de los que sólo hay unas 150 cabezas, es un lujo que paradójicamente ha salvado a la raza sayaguesa de la extinción a la que estaba abocada en los años 40 del pasado siglo. Así que si eres un poco cavernícola, bastante carnívoro y quieres salvar al buey sayagués: cómetelo. Es lo que hubieran hecho en Altamira después de pintarlo.
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