Adiós a Carmen Guasp, la mujer que puso a Madrid en el mapa de la alta gastronomía con El Amparo
En 1979, abrió el mítico restaurante en el callejón de Puigcerdá, con manteles de hilo, sumiller y una carta con guiños a los grandes cocineros vascos, a los que abrió las puertas de la capital

Madrid hoy bulle plena de restaurantes de una gastronomía en la que nuestro país es referente mundial. En los años setenta del pasado siglo Madrid podría ser muchas cosas, pero desde luego no era un símbolo de casi nada a nivel mundial. Entonces, una joven emprendedora que ya había tenido la valentía de traer a la capital una de las marcas señeras de lujo parisino, Hermès, se atrevió a un nuevo reto. Aquella joven inquieta se empeñó en convertir a Madrid en un centro de la gastronomía de la alta cocina, en el que los cocineros vascos debían jugar un papel estelar. Juan Mari Arzak, Karlos Arguiñano, Martín Berasategui, Ramón Roteta, Pedro Subijana y algunos más, encontraron en Carmen Guasp el estímulo necesario para traer a Madrid el gusto por una cocina que, desde antiguo, atesoraba valores para contribuir a la modernización de la capital del reino. Corría 1976 y en Madrid la I Mesa Redonda de la Gastronomía los convocaba bajo la inspiración de aquella joven, que era consciente del papel que en la nueva España debía jugar el valor de abrir ventanas y puertas y dotar de color y sabor a la capital de un país que aspiraba a mucho más de lo vivido durante casi cuarenta años.
Poco tiempo después, en 1979, ella abrió el mítico restaurante El Amparo, donde al fin los manteles de hilo, el sumiller, la carta plena de sugerencias de alta cocina y una dirección llena de compromiso con la calidad suprema, convirtieron su empresa en un referente único de aquellos años. Junto al celebrado cocinero Ramón Ramírez, fueron la base fundamental para el asentamiento de la Nueva Cocina Vasca, también en Madrid, porque ahí se cumplía la alianza necesaria para dotar a la ciudad de un cosmopolitismo del que adolecía. Ella había creado Bogui pocos años antes, lugar en el que Pascua Ortega derrochó la imaginación de un interiorismo casi ausente, entonces en los grises tonos de una dictadura que moría.
Desgranar ahora los méritos de aquella joven pionera nos llena de profunda emoción. Ni siquiera tristeza, porque ella era un dechado de optimismo y alegría que no conviene opacar. Creo que ni Madrid, ni España, han reconocido en modo adecuado lo que supuso conseguir para la ciudad aquellas dos estrellas Michelín a finales de la década de los ochenta. Ahora todo ese universo de estrellas es muy habitual en nuestro país, pero en aquellos años abrir paso a una nueva forma de entender la gastronomía fue solo cosa de ella. Una creadora de la modernidad, una maestra de lo que más tarde serían las mujeres que forjaron la identidad gastronómica de alto nivel de este país.
Más adelante continuaron otros proyectos, pero lo esencial fue sentar las bases de un Madrid en el que disfrutar hoy de un elenco de magníficos restaurantes no es complicado, porque ella desde el viejo callejón de Puigcerdá creó lo que nadie imaginó en aquellos días de ilusión y renovación.

Imagino en el silencio de estas letras su sonrisa limpia, sus palabras siempre certeras, su elegancia discreta y su amor por la obra bien acabada, y no puedo más que pensar en el vacío que nos deja. No es fácil encontrar mujeres con una discreción tan plena, con unos silencios tan llenos de proyectos, con una capacidad de modernidad tan disonante con los tiempos oscuros de entonces y ahora. Su liderazgo era tan simple y a la vez tan perfecto que hablar con ella de cultura, contemporaneidad, arte y sensibilidad, era una delicia para cualquier espíritu sensible.
Un recuerdo imperecedero merece su amistad eterna con Pilar Citoler, la otra cara de la modernidad rompedora del triste Madrid de finales de los setenta, que convirtieron a esa pareja en un espejo en el que se miraba cualquier amante del color, la luz, la esencia misma de la vida. Contemporaneidad, Citoler y Guasp siempre irían de la mano desde entonces.
Ahora que te has ido, lloran todos los manteles de hilo de tu ausencia, todas las vajillas de mayor tamaño rememoran tus cuidados, todos los restauradores del norte infinito no pueden olvidar lo que hiciste, todos los sumilleres que abrieron las botellas no abiertas del lujo que aún no había llegado echan de menos su fluir, así que lloran junto a mí cada lágrima de la copa no bebida. Aquel champán que dejamos sin beber todavía cabrá en nuestras copas, no lo dudes.
Nuestra Pilar cuidará cada detalle que has dejado sin terminar, porque ella sabe que tu legado nos ha hecho depositarios de un sentido de la elegancia y el buen vivir que difícilmente podrá encontrarse más que en tu plácida sonrisa con la que despediste a quien más te quería.
Y, finalmente, en esta ciudad del sur a la que quisiste casi sin querer, todos lloramos tu ausencia temprana y seguiremos idolatrando tu gusto por el gusto, tu sentido de la medida elegante, tu lujo sin estridencias, tu sonrisa sin algarabía, tu amor sin medida. Te querremos siempre. Córdoba lejana y sola, más sola sin ti.
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