Micropanaderías o cuando el obrador de pan está en la propia casa
Una inversión menor a la de una panadería tradicional y la mayor facilidad para conciliar la vida profesional y personal convierte a este tipo de negocios en un modelo en auge


Maite García (Barcelona, 40 años) y Luis Cuesta (Barcelona, 41 años) atienden la videollamada desde el garaje de su casa, en Utrera (Sevilla). En el espacio no se ven o intuyen trastos propios de esta estancia. No hay vehículos, bicicletas o armarios de almacenaje de herramientas. Las paredes lucen un blanco nuclear y mientras hablan, la pareja se apoya sobre la mesa de trabajo en la que ella, de lunes a jueves, amasa, forma y empaqueta los panes que vende previamente bajo pedido. “Me arrepiento de no haber hecho esto antes”, dice sobre Spiga, la micropanadería que montaron hace poco más de un año y que ejemplifica un formato de negocio, habitual en países como Francia, Estados Unidos y Reino Unido, y que en España no ha parado de crecer desde la pandemia.
Cuesta y García intentan dar una definición personal de micropanadería, ya que no existe una oficial como tal. Ambos comentan que se trata de un negocio con una producción limitada —”aunque hay una línea muy fina”, comenta él—, en gran parte marcada por las herramientas de trabajo como son hornos semi profesionales —el más nombrado, el Rofco B40— y que sean proyectos de autoempleo con entre uno o dos trabajadores. Otra característica, en su opinión, “es que cuidan mucho el producto”. “Somos fieles a los procesos. Trabajamos con largas fermentaciones y solo hacemos pan con masa madre”. Las harinas que utilizan, por ejemplo, son todas ecológicas de trigo, semi integrales, de espelta o centeno y ahora van a empezar a trabajar con un proyecto que recupera trigos antiguos en Ronda. Los precios van desde los cinco euros de las hogazas más normales a los 8 euros de panes especiales como el de avellana y chocolate y a los que solo tienen acceso los clientes habituales. Los pedidos se recogen los miércoles o los jueves en dos puntos distintos de Utrera, pero desde hace poco también hacen envíos a toda la Península.

García ha conseguido conciliar su vida profesional y personal, después de conocer otra realidad trabajando en hostelería. Ha pasado de estar todo el día fuera de casa a hacer una jornada semanal que no llega a las 30 horas y librar de viernes a domingo. Ella y Cuesta hablan de que su negocio es rentable, pero son conscientes de que se dan una serie de circunstancias que ayudan a que lo sea: hacen un producto único y demandado en su localidad, disponen de paneles solares que ayudan al ahorro energético y no pagan alquiler. Calculan que su inversión total ronda los 30.000 euros, pero Cuesta, que divulga el modelo de negocio a través de YouTube —con más de 3.000 suscriptores— y asesorías, cree que se puede realizar “con un mínimo de entre 8.000 y 12.000 euros”, un desembolso muy inferior al que puede suponer el formato tradicional y que cada vez llama la atención de más gente. “Tenemos todos los meses completos con asesorías hasta junio”, confiesa él. “Hay una tendencia brutal de las micropanaderías. Están en auge”.
El marco legal en España para este tipo de negocios se recoge en el Real Decreto 1021/2022 y en el que se establecen los requisitos en materia de higiene de la producción y comercialización de productos alimenticios en comercios al por menor. Pero además, tal y como indica Cuesta en uno de sus múltiples tutoriales, para tener una micropanadería que cumpla con la legalidad, hace falta consultar a las autoridades de cada municipio si es posible o no llevar a cabo la actividad en la zona en la que se desea. El titular, que deberá contar con el carné de manipulador de alimentos y estar dado de alta como autónomo, tiene también que presentar ante Sanidad un APPCC (Análisis de Peligros y Puntos de Control Críticos) para reducir las posibilidades de intoxicaciones alimentarias así como una memoria descriptiva con planos del obrador. Este tiene que estar separado de las áreas domésticas, aunque en algunas ocasiones la actividad se ejerce en un local fuera de la vivienda.
La conversión a establecimiento tradicional
En algunos casos, el crecimiento orgánico del negocio hace que los propietarios hagan el camino de conversión de micropanadería a un formato mayor, el de la panadería tradicional. Este paso es el que dio hace unos meses Juan Manuel Rodríguez, propietario de Panhabla y un referente para otros que le siguieron montándose “un taller doméstico de pan”, como él lo denomina. Salido de la escuela de panaderos que es el obrador Panic, en Madrid, e influenciado por otros tres profesionales con micropanaderías —Chabe Ceballos, Luis Mateos (Pan de Barrio) y Águeda, de Panaticum— Manuel vio en el pequeño modelo de negocio la posibilidad de tener algo propio con apenas 5.000 euros de inversión. Comenzó subiendo fotos de los panes a Instagram, produciendo unos 80 panes a la semana y poco a poco fue engrosando su lista de clientes hasta contabilizar, en 2023, unos 260 productos vendidos a la semana. “Yo estaba muy bien en mi casa, no quería crecer, pero o bajaba la producción o daba el paso”, comenta sobre la decisión que tomó en la primavera de 2024. Cogió un local que había cerrado por jubilación y ahora tiene otros dos empleados y tiene siempre disponibles todos los panes de su carta anterior y 11 dulces, incluso aquellos que tenía que introducir o sacar temporalmente por falta de capacidad. “No tengo gran variedad, mi filosofía es tener gran calidad”, apunta.
Trajinar en el obrador equivale solo a una pequeña parte de la jornada laboral de Rodríguez, que en 2020 comenzó a recibir en su taller de pan a gente para enseñarles y cuya experiencia refleja en pequeños tutoriales en su cuenta de YouTube, con 75.000 seguidores. Aun a día de hoy, ahora ya en su panadería, esta especie de alumnos pasan entre una y dos semanas, dependiendo de la experiencia previa, empapándose del oficio artesanal, pero también de las labores de gestión. Uno de ellos fue Pere Pons, quien junto a su pareja, Cristina Benítez, montó una micropanadería en el municipio de Camarasa, en Lleida. “Llegó un momento de ritmo frenético y queríamos hacer un cambio de vida”, explica Pons, de 48 años, pastelero de profesión y que antes estaba vinculado a un negocio familiar de elaboración de dulces, panes, menús y catering. De aquella necesidad surgió Pa de Cotó (Pan de algodón, en castellano), un obrador ubicado en una masía de comienzos del siglo XX, su casa. “Vi que había un modelo de negocio que podía aplicar a mi cambio de vida. Yo sabía hacer pan, pero de otro tipo, me interesó y me fui dos semanas con Juan para aprender el modelo de negocio y gestión de masa madre. Lo podía hacer en mi casa y te permite conciliar con la familia”, añade. Para él, una micropanadería no es solo una producción a pequeña escala, sino que conlleva “unos valores” e integrar “salud, entorno y sostenibilidad”. Esto pasa, en su opinión, pasa por la utilización de harinas ecológicas para hacer panes de largas fermentaciones y masa madre y por la conciliación.
Pa de Cotó comenzó en diciembre de 2023 y hasta hacerse con una cartera de clientes, como ocurre en casi todos los casos, Benítez y Pons empezaron regalando pan a amigos. Pasado un tiempo, llegó el momento de monetizar no sin antes darse a conocer en ferias y mercados locales, y ahora producen unos 250 productos semanales entre hogazas, magdalenas, cookies y bizcochos. “Tenemos un formulario de pedido y un listado de clientes en WhatsApp. Creamos un mensaje de difusión y cada domingo reciben la notificación para hacer pedido hasta el lunes por la noche. Descargamos en un Excel los pedidos que hay que producir y se ajustan las cantidades conforme a eso. Todo lo que se fabrica está vendido de antemano”, detalla Pons, sobre el funcionamiento. La entrega se hace a domicilio. “Tendríamos capacidad para aumentar la producción porque cada semana entra algún cliente nuevo, pero ya no hacemos promoción. Vamos a intentar dedicarnos a algo en lo que seamos autosuficientes”, añade. Tanto él, como su pareja —de profesión masajista y esteticista— viven del negocio.
Un ejemplo en la campiña francesa
En La Meyfrenie, a dos horas de Burdeos en coche y en la región francesa de Aquitania, Adrià Rodríguez ejerce de panadero domesticando a diario un horno a leña del siglo XIX. Es la principal peculiaridad de La Folle Farine, la micropanadería que puso en marcha gracias a la divulgación de Juan Manuel Rodríguez de su proyecto Panhabla. Solo preparar el horneado le lleva alrededor de tres horas cada mañana, por lo que intenta optimizar su tiempo y recursos lo máximo posible. Trabaja solo y tiene capacidad para producir entre 70 y 75 panes. “Con una horneada a nivel económico el sueldo es muy justo, pero dos requieren mucho tiempo: tres horas y media para calentar y luego toda la parte de la preparación, producción, limpieza, contabilidad... es un caso muy particular”, comenta al teléfono, este diplomado en Turismo y Lenguas y Literatura Moderna que se topó con el mundo de las masas y harinas en pandemia.
Nacido en Barcelona, Rodríguez no esconde que le da vueltas a dar un paso más en su pequeño negocio, pero por ahora, y al contrario de las micropanaderías que funcionan bajo pedido, vende los panes que elabora —100% masa madre y con harinas ecológicas molidas a la piedra—, en el mercado de Verteillac que se celebra cada sábado. En su caso, no lo tiene fácil. Lo achaca a su ubicación, en una zona muy rural, donde llamar la atención de la población local “es muy complicado”. Eso sí, no se arrepiente.
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