Diagnóstico: ansiedad por inseguridad alimentaria
Cada día rompo unas 219 directrices de seguridad alimentaria, todas ellas basadas en datos científicos ciertos e irrefutables. Básicamente, elijo esas formas posibles de morir en vez de una muerte segura por parálisis de análisis o por ansiedad
No sabría vivir con miedo a tropezar, caer al asfalto y morir atropellada. Aunque es un hecho cierto, científicamente probado e incuestionable que eso podría pasarme.
Ya estamos de lleno en la vorágine de la vida cotidiana. Los pequeños han vuelto a clase. Los mayores, al trabajo de simular que todo está bajo control. A los que tienen hijos se les ve venir de lejos. Llevan en la cara el gesto de quien anda a revolcones en la orilla, allí donde rompen las olas, pegando dentelladas al aire, tragando tierra y tratando de mantener la dignidad y el bipedismo contra el oleaje que no cesa. En los ojos, el desconcierto: ¿cómo es posible que a estas alturas ya estemos así?
A la que suena el timbre, las puertas del colegio bullen tan llenas de actividad frenética como una loncha de chóped encima de un hormiguero. “Corre que no llegamos a la extraescolar de inglés”, “¿has traído el quimono de karate?”, “toma, la bolsa de piscina”, “piensa en pasar por el súper a pillar papel higiénico antes de subir a casa, ¡que ayer se terminó!”, “¡adónde vas ya con un roto en el pantalón!”, “¿qué carajo pongo en la fiambrera para mañana?”, “¿el dentista era el martes o el miércoles?”, “el artículo era para ayer”, “¿queda pan para los bocadillos?”, “que no sea de atún, que a la pequeña no le gusta”, “que sea de jamón, que al mayor le pirra”, “que no sea de lo mismo que ayer, que verás las caras de tedio”, “que tenga omega tres”, “que no sea carne procesada, que da cáncer”, “¿el jamón es carne procesada?”, “¿las palomitas cuentan como frutos secos?”. Mierda.
Se tarda lo mismo en hervir media col que una col entera, y en la olla, da igual que haya tres patatas que cinco. También da el mismo trabajo laminar cinco ajos que siete, de modo que ayer por la noche hice lo que hago siempre: tirar largo y asegurar el tanto. Al fin y al cabo, cenar, cenamos cada día, y lo que no se coma hoy será tiempo libre mañana.
Saqué un paquetito de panceta del congelador. Siempre la compro a lo grande y la guardo en farditos de tres lonchas, que separé a mamporros y dejé reposando sobre el mármol. En el tiempo que tardó la verdura en cocerse ellas ya estaban descongeladas. Las eché a la sartén y las tapé, que cuando la panceta empieza a dorarse salta y salpica cosa fina. Cuando estuvo lista, la aparté y la dejé reposando en la tabla de corte. En el medio dedo de grasa que quedó en la sartén, con el fuego parado, confité el ajo laminado.
Volqué la verdura a un escurridor colocado encima de un cacharro más grande, para recoger el caldo de cocción. Mañana, y pasado, y al día siguiente, si Dios quiere, también cenaremos, y ese caldo con cuatro alubias de bote y un puñado de fideos es una cena excelente. A malas, con un poco más de agua, unas verduras, una butifarra negra y un hueso de jamón, será escudella. Corté la panceta dorada a tiritas finas y las eché de nuevo a la sartén con los ajos. Allí fue a parar también la verdura, ahora bien escurrida. A base de sacudir, chafar y menear con una cuchara grande de madera, esa verdura con ajos y panceta se convirtió en un trinxat. De lejos, cualquiera lo habría podido confundir con una gran tortilla de patatas, solemne, gorda y tostada. De esa ambrosía, Hija y yo nos servimos dos raciones suntuosas para cenar.
Hoy, nosotras hemos repetido de trinxat y a Compañero le ha tocado finiquitar el tupper con las sobras del arroz con gambas de hace dos días. Pero no nos ha dado ninguna pena. El arroz y la pasta de anteayer, pasados por una sartén bien caliente de manera que cojan esa costrita dorada, esa suerte de socarrat de segunda, a menudo son mejores que recién hechos. En casa nos matamos por ellos.
No me veo capaz de vivir con los dedos de los pies siempre encogidos, con miedo, decía, porque en lo que va desde la cena de ayer a la comida de hoy he incurrido en más prácticas de riesgo alimentario de las que puedo enumerar: descongelé la carne a lo bruto a temperatura ambiente, dejé trazas de su jugo en el salero, con mis dedos, al condimentarla; usé la misma tabla de corte para la carne y para las verduras, y una cuchara de madera —porosa, transmisora de gérmenes— para remover. Consumimos arroz más de 48 horas después de su elaboración, y el puñado de trinxat que sobró, incluyendo esa patata hecha de hidratos de carbono, lo he congelado. Si la semana que viene alguna seta asoma la cabeza, haré un salteado de setas, ajos tiernos, puerros y garbanzos, que llevará de propina esa verdura de hace días, mustia por la rotura fibrilar de la descongelación.
Lo hago todo mal. Cada día rompo unas 219 directrices de seguridad alimentaria, todas ellas basadas en datos científicos ciertos e irrefutables. Básicamente, elijo esas formas posibles de morir, en vez de una muerte segura por parálisis de análisis o por ansiedad.
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