La magia de la cocina de las abuelas no era amor sino trabajo
Basta de cursilería, es menosprecio disfrazado. Y sí, hoy también es el día de esas mujeres trabajadoras
“La cocina de las abuelas es mágica y estaba tan rica porque le ponían cariño, porque la hacían con amor.”
Hay pocas expresiones en el mundo de la gastronomía y de la cocina tradicional más sobadas y cargadas de veneno que esta. No tengo ni idea de si sus abuelas los querían más o menos a cada uno de ustedes, tampoco sé si son de las que hacían virguerías con las cazuelas o si eran más bien torpes con los guisos —sí, el unicornio de la abuela que cocina así-asá existe—, lo que sí sé es que el dominio de la técnica se consigue con la práctica y que, si sus abuelas tenían algún tipo de pericia entre sartenes, esta se debía más a su cualidad de ancianas que a la cantidad de amor que sintieran.
No conozco personas más secas y ásperas que mis abuelas. Guisaban como los ángeles, pero tanto María como Juanita eran mujeres abruptas —duras, frías, troqueladas a medida de un uniforme laboral llamado delantal o bata de señora y de una vida en la cocina como puesto de trabajo—, más que seres de luz blanditos rellenos de cariño. Ellas, como la gran mayoría de mujeres de su generación, estaban hartas de tener que cocinar cada santo día. Mírenlas de frente y a los ojos, sea en su forma corpórea o espectral, y pregúntenles por su amor por la cocina. Puedo oír la risotada.
La división de trabajo que se daba por defecto en el tipo de sociedad mercantil que es el matrimonio clásico —una empresa que se funda por la unión de dos clanes familiares con el objetivo de asegurar la procreación como medio de mantener vivo el patrimonio ligándolo a un apellido—, asignaba al hombre todo lo relacionado con la propiedad, el dinero, y el mundo allende el portal. A la mujer, los cuidados, la fecundidad y todas las tareas que quedasen de puertas adentro. De todas ellas, la cocina era la reina.
Creo que se nos olvida que las llamamos abuelas porque todos nosotros las conocimos en condición de nietos, después de que su categoría de trabajadoras de la cocina dejara paso a la de jubiladas. Nunca las vimos cocinar con 20 años. Jamás las vimos llenar de amor un soufflé sin saber montar claras a punto de nieve. No probamos sus primeras croquetas, sino las últimas.
Nos amaban como y cuanto podían y querían. Lo demostraban del mejor modo que sabían, que antes la educación emocional no era materia tan a la orden del día como hoy. Cuando guisaban para nosotros nuestros platos favoritos lo hacían (quizás) con amor: pero lo que convertía esos boquerones en escabeche o esas bandejas pantagruélicas de canelones en obras de arte no era ese amor, sino los años que llevaban practicando a diario. Entre sus croquetas o sus pulpitos encebollados y los nuestros no hay una receta genial de distancia, sino una vida entera de trabajo; la maestría lograda a base de horas diarias de práctica, las mismas diez mil horas que sociólogos y neurocientíficos, desde Richard Sennett a Daniel Levitin, sostienen que son necesarias para llegar a la excelencia en cualquier oficio, sea el de ebanista, el de compositor, el de jugador de baloncesto, el de escritor de ficción, el de patinador sobre hielo, el de inversor de Bolsa o el de ladrón de bancos legendario.
Observen sus garras de rapaz esculpidas a base de años de retorcer pescuezos de gallinas, de pasar por el mármol bayetas hinchadas de lejía, o de preparar la leña para la cocina económica; miren esas manos con pulgares poderosos como muslos de pollo musculados por el gesto repetitivo de pelar patatas con una navaja pequeña. Manos que son fardos de dedos retorcidos por la artritis, acorazadas de callos y durezas. Manos de obreras.
¿Saben lo que es un callo? Las durezas y callos que se forman en las manos de quienes las utilizan profesionalmente son un avance tecnológico corporal, una mejora técnica fruto de la especialización. La intuición nos puede llevar a pensar que el engrosamiento de la piel resta sensibilidad al tacto, cuando en realidad sucede todo lo contrario. Las callosidades protegen las terminaciones nerviosas de la mano del dolor, haciendo la manipulación más segura. Al mismo tiempo, aumentan la sensibilidad de las yemas de los dedos, haciéndolas más capaces de detectar pequeñas ranuras, rendijas y relieves: la función del callo en la mano es comparable a la del zoom en una cámara fotográfica.
Los laureles al mérito debidos a la cocina de nuestras abuelas no son los de la capacidad de entrega, la devoción o la cantidad de cariño añadido, sino los del reconocimiento a la destreza propia del gran artesano. Toca decir basta a tanta cursilería, que no es más que menosprecio disfrazado. Sí, hoy también es el día de esas mujeres trabajadoras.
Honor y gloria.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.