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Los monarcas que pasaron a la historia por su glotonería y sus pantagruélicos festines

Atila, Carlomagno, Luis XVI, Ana de Austria, Carlos I, María de Médici… La vida fue un festín continuo para muchas de estas reales testas en tiempos de hambrunas, pícaros y revoluciones

Monarquia
El rey Felipe II de España, en un banquete real con su familia y corte. En el cuadro, de Alfonso Sánchez Coello, también aparecen Alberto de Austria, Ana de Austria, Isabel de Portugal, Carlos I e Isabel de Valois.Alfonso Sánchez Coello

“Madame, el pueblo no tiene pan”. Le dijeron a su alteza poco antes de que la toma de la Bastilla cambiara el rumbo de la historia. Pero María Antonieta, reina de Francia y consorte del glotón Luis XVI, se encogió de hombros. Se dice, pero no está comprobado, que contestó con desdén que comieran alguno de los dulces que ella tenía a su alcance —magdalenas, brioches, macarons...—. Poco importa lo que la reina mascullara con indiferencia. Tan solo es una anécdota. El hambre, en cambio, la falta de cereal, alimento básico entre las clases populares, no lo es. En 1789 fue el detonante de la Revolución Francesa; en el 2024, un arma de guerra y el motivo por el que la humanidad se avergüenza.

Antes, sin embargo, de que las cabezas de Luis XVI y señora rodaran por el suelo, otros monarcas y emperadores habían hecho gala de un descomunal apetito, tanto en el viejo como en el nuevo mundo, pues era propio de los altos estamentos “ser tratados a cuerpo de rey”, gozar de mesas bien surtidas, tanto si las comidas eran privadas y realizadas en las antesalas de las cámaras que ocupaban los monarcas, o en los diversos banquetes y festines que se realizaban en público por diversos motivos, como matrimonios reales o recibimiento de huéspedes de alcurnia con fines diplomáticos. En todos ellos, tal y como cuenta María del Carmen Simón Palmer en el libro La Cocina de Palacio 1561- 1931, se gestaron uniones o enfrentamientos y fueron la causa directa de las muertes prematuras de infantes que recibían una opípara cantidad de carnes, especias y dulces a una edad demasiado temprana, y reinas como Isabel de Farnesio, segunda mujer de Felipe V, a quien no le podían faltar embutidos italianos, trufas, quesos, confituras y macarrones con vino de Parma.

Mariana de Austria, incluso, se trasladaba durante su embarazo a El Retiro con todo su séquito, incluido el cocinero, donde ocupaba su tiempo con festines varios y antojos de confites y sardinas asadas a medianoche. Para Isabel de Valois, esposa también de Felipe II, el número de sirvientes ascendía a 178 personas, comensales habituales algunos de banquetes que rompieron el rígido y casi sacramental protocolo de las comidas en la casa real con alboroto de meninos, mayordomos, damas y risas que los tratadistas de la católica monarquía española veían como una falta de respeto.

Los reyes “comían con los ojos”, es decir, escogían de un desfile de platos aquello que deseaban probar, más de 15 distintos en cada comida presentados en dos o tres servicios en los que, obviamente, sobresalía la carne asada, si no era día de abstinencia, para la que se necesitaba de un buen trinchador, figura destacable de cualquier mesa. Dentro de las carnes gustaba especialmente la de caza, actividad a la que se dedicaban batidas que podían llegar a ser hasta de tres días con sus correspondientes cocinas transportables y banquetes para tales ocasiones. Nunca faltaban perniles y embutidos, pasteles de hojaldre rellenos de más carne, ollas y potajes sumamente enriquecidos de caras y exóticas especias y hierbas aromáticas, huevos, fruta fresca y poca verdura por ser alimento del populacho. A partir del XVI se añadirán también productos americanos tan prestigiosos como el chocolate, cuyo uso extendieron las infantas casaderas como Ana de Austria, hija de Felipe III y desposada con el tragaldabas de Luis XIII, entre sus reales y políticas familias más allá de los Pirineos.

Luis XIV de Francia, conocido como el Rey Sol.
Luis XIV de Francia, conocido como el Rey Sol. Getty Images (Getty Images)

Pero el goloso más ilustrado fue el Emperador Carlos I, quien pidió en 1525 la traducción al castellano del Llibre de Coch del Mestre Rupert de Nola, escrito originalmente en catalán. El emperador del Sacro Imperio Romanogermánico murió en Yuste (Cáceres) achacoso y viejo antes de hora. Néstor Luján escribió que fue “desmedido, espléndido, lleno de una dolorosa grandeza, que tuvo imperio sobre todo y todos, menos sobre su cuerpo”. En el libro de Serradilla Muñoz, La Mesa del Emperador. Recetario de Carlos I en Yuste, se da cuenta de los gustos del César a quien no faltó nunca su cerveza elaborada por su propio maestro cervecero, sus cuatro o cinco jamones de Montánchez como tentempié, las anchoas en salazón que le enviaba su hija Juana de Austria, princesa de Portugal, al Monasterio de San Jerónimo cacereño, los lechones de cerdo negro ibérico, empanadas gigantescas de anguila, salchichas de Flandes, capones, perdices, carneros y dulces. Todo bien regado con vinos del Rhin, Oporto y rematado con las novedosas bebidas: el café y el chocolate.

En la mesa del emperador, como en la de cualquier noble que se preciara de serlo, aun a costa de arruinarse, se despilfarraba a troche y moche, aunque hay que tener en cuenta que en las cortes se repartían “las raciones” de lo que sobraba entre los muchos allegados al monarca y personal de servicio, las monjas de algunos conventos, como Las Descalzas Reales, o las posadas próximas, que así valoraban las novedades culinarias que los cocineros llegados desde Italia o Francia junto a las reinas extranjeras introducían en los paladares reales.

Carlos I, haciendo caso omiso de sus médicos y de los monjes, se fue al otro mundo con una retahíla de enfermedades derivadas o aumentadas por su afición a la buena cocina. Además de la gota que desfiguró sus extremidades, padecía de hemorroides, asma, un estómago que digería con dificultad y una dentadura pobre y desgastada a causa de unas mandíbulas desproporcionadas que le impedían encajar correctamente los dientes.

Pero, no solo en la vieja Europa la mesa era un espectáculo de poder. Hernán Cortés comprobó como el emperador Moctezuma gozaba de más de 300 platos. El relato de Díaz del Castillo habla de “gallinas, gallos de papada (pavos), faisanes, perdices de la tierra, codornices, patos mansos y bravos, venado, puerco de la tierra (especie de jabalís), pajaritos de caña, palomas y liebre y conejos y muchas maneras de aves y cosas que se crían en esta tierra”, amén de tortillas de maíz, tamales, chiles, tomates y tantos otros productos que hoy pueblan las cocinas de reyes y plebeyos.

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