Cuando un tiburón ‘podrido’ con olor a amoniaco es un manjar
El chef Anthony Bourdain, acostumbrado a probarlo todo, tras comerlo por primera vez en Islandia, afirmó rotundo que no habría una segunda
Darwin lo hubiera probado. Cuentan que, en su travesía a bordo del ‘Beagle’, Charles Darwin echaba en la cazuela todo animal exótico que encontraba. Óscar López-Fonseca nos propone recorrer los fogones del mundo con experiencias culinarias que, seguro, el padre de la teoría de la evolución se hubiera aventurado a probar en aquel viaje.
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Los eslóganes turísticos llaman a Islandia la tierra de fuego y hielo. Y realmente es así. Los monumentos levantados por el hombre en esta isla son pocos y recientes. No olvidemos que no hubo un asentamiento humano estable en sus costas hasta bien entrado el siglo IX. Sin embargo, las maravillas creadas por la naturaleza son numerosas y cambiantes. Hay paisajes volcánicos que parecen sacados de Marte, lagos repletos de icebergs de formas caprichosas, cascadas atronadoras, fuentes de aguas termales, géiseres... No es extraño que Julio Verne situara el inicio de su Viaje al centro de la tierra en uno de los volcanes de esta isla, el Snæfellsjökull.
Aunque pueda parecer paradójico, esta espectacular naturaleza no ha sido especialmente generosa para el hombre en cuestiones culinarias. Entre los limitados ingredientes que ofrecen la isla y sus aguas, están el cordero, la trucha ártica, el salmón, el bacalao y el tiburón. Y es con este último con el que se elabora el que quizás sea el plato islandés más célebre, aunque seguro que no el más apetecible: el kæstur hákarl (tiburón fermentado), mal rebautizado como “podrido”. Convertido en todo un símbolo de una gastronomía que fue durante siglos de subsistencia y que hoy compite en la isla con las globalizadas hamburguesas y pizzas, para algunos islandeses es ya más una curiosidad del pasado que sirve de reclamo turístico que un plato a incluir en su dieta. Para otros, sin embargo, es un manjar que merece ser preservado y que consumen sobre todo en el Þorrablót, la fiesta que se celebra en el mes de Thorri del calendario islandés, que coincide con el final de enero y el comienzo de febrero.
Esta disparidad tiene su razón de ser en el peculiar olor a amoniaco que desprende el hákarl, y que se ve acompañado con un sabor cercano al de un queso muy, pero que muy fuerte. El chef y comunicador estadounidense Anthony Bourdain, acostumbrado a probarlo todo, se situó en el bando de los detractores. Tras comerlo por primera vez, afirmó rotundo que no habría una segunda. Ese aroma y gusto tan peculiares tienen una explicación. Para elaborar el hákarl, los islandeses utilizan ejemplares de tiburón de Groenlandia o boreal, cuyos grandes especímenes —pueden llegar a medir siete metros de longitud, pesar hasta 1.400 kilos y vivir cientos de años— viven en los mares que rodean la isla. Fermentar su carne es la única forma de comerla, ya que fresca es tóxica para el ser humano por su alto contenido en óxido de trimetilamina y urea.
Para eliminar ambos componentes, antiguamente el tiburón se enterraba bajo grava y grandes piedras en zonas cercanas a la orilla. Así permanecían durante meses sometida a las bajas temperaturas del clima islandés hasta que era sacado y se dejaba al aire libre para terminar el proceso. Ahora este se ha modernizado y, tras dejar fermentar el animal troceado en contenedores durante meses, se lava y se cuelga en secaderos al aire libre durante otros cuatro o cinco meses más para que las piezas vayan perdiendo las toxinas. El resultado de este largo proceso de curación son pedazos de carne recubiertos, por un lado, de una fina capa de color marrón y, por otro, de la piel seca del tiburón, muy áspera por los dentículos dérmicos que la cubren. Ambas se retiran para llegar a la carne fermentada, que es de color blanco. Esta se suele trocear en taquitos (teningar en islandés) que, una vez envasados, se conservan en frío. No es complicado encontrar tarrinas en los supermercados de la isla. Entonces solo es necesario abrir el recipiente —no se cocina— para iniciar una experiencia gastronómica que aseguro que es inolvidable.
La primera vez que probé el hákarl —sí, lo confieso, he repetido— fue en Bjarnarhöfn, una granja remota en la península de Snæfellsness, a 165 kilómetros de la capital Reikiavik, que se ha convertido en un peculiar museo sobre la forma de elaborar este plato desde el siglo XVII. Por supuesto, ofrece degustaciones. Lo primero que se nota al acercarse un trozo de tiburón fermentado a la boca es su fuerte olor a amoniaco. Una vez en ella, este permanece e invita a tragarlo rápidamente, sin masticar. Sin embargo, los lugareños aseguran que hacerlo es un error y que lo mejor es saborearlo mientras los dientes dan buena cuenta de él. La textura no es desagradable. Al contrario, es similar a la de un pescado en salazón. Y mantenerlo unos instantes en la boca permite apreciar su intenso sabor acre, más soportable cuando se acompaña con pan de centeno o queso para suavizarlo. Para rematar la experiencia, un chupito de Brennivin, un aguardiente local de cerca de 40 grados que también es conocida como svarti dauði, literalmente, “muerte negra”. La mercadotecnia gastronómica no es el fuerte de los islandeses… o sí.
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