Las otras formas de meditar del siglo XXI: ocupar las manos con artesanía para despejar la mente
Cada vez son más quienes se apuntan a talleres de cerámica, bordado o pintura en busca de una actividad manual con la que paliar el estrés de una vida pegada al móvil. Los expertos afirman que estos cursos benefician cultivar la paciencia, explorar la creatividad y hacer nuevos amigos
Apenas quedan unos minutos para las siete de la tarde de un lunes y para Ana Rodríguez, fotógrafa en una agencia de publicidad, de 32 años, las dos horas que tiene por delante se han convertido en el momento creativo “más esperado de la semana”. Desde hace dos meses es alumna de los cursos de modelado que imparte Susana López, la artista y artesana detrás de Lola Verona, un estudio de cerámica en el céntrico barrio de La Latina, en Madrid. “Me costaba mucho soltar y olvidarme del trabajo, así que busqué una actividad que me permitiese seguir usando las manos y en la que mi mente pudiera desconectar”, explica mientras se afana buscando todos los materiales necesarios para comenzar a crear un pequeño jarrón.
Cada vez son más las personas que se apuntan a talleres de cerámica, bordado, costura o pintura con los que buscan paliar el estrés y la ansiedad que provoca una vida pegada al móvil —en España, el promedio que pasa una persona haciendo scroll en su dispositivo es de cinco horas al día, según el informe Estado Móvil de 2022— a través de una actividad artesana que relaja y que, en muchos casos, tiene los mismos beneficios que la meditación. “La experiencia táctil de la arcilla y el barro puede resultar una experiencia meditativa que provoca una sensación de relajación y de bienestar. Los movimientos repetitivos, incluso hipnóticos, al moldear el barro calman la psique y nos ayudan a centrar la percepción en las sensaciones que nos procura el tacto”, explica Raquel Tomé López, psicóloga sanitaria, psicoterapeuta y directora del Centro Guía de Psicoterapia. “Al centrar la atención de esta forma, se favorece la desconexión de los pensamientos intrusivos, de la mente y de las preocupaciones. Como te enfocas en la creación te obliga a estar en el momento presente, en el aquí y ahora”, añade la experta.
Esa conexión con el aquí y ahora es lo que enganchó a Cata Echegaray hace 10 años a la cerámica. Fundadora de Bonitos Pottery, un taller en el corazón del barrio barcelonés de Poblenou, la artista ofrece clases de modelado e introducción al esmalte, además de dar espacio a otros creadores. “Fui madre muy joven, sin amigas que lo fueran al mismo tiempo; sufrí una depresión posparto y vivía muy estresada, sin saber gestionar muchas cosas. Cuando monté mi primer taller en casa me di cuenta de que si me gustaba tanto la cerámica es porque me hacía olvidarme de todo”, cuenta la catalana, de 37 años, que explica al teléfono que una de sus primeras alumnas recientemente le confesó que sus clases la habían “salvado” de una depresión. Con esa idea en mente del bienestar que le aportó a ella y a su alumna, Echegaray lanza ahora un primer curso intensivo titulado Cerámica para sanar que celebrará el próximo sábado 11 de marzo junto a la terapeuta transpersonal Cristina Álvarez, en el que se usará la cerámica como “herramienta de sanación de las emociones”, según reza la información del taller.
El auge de la artesanía, ¿una moda pasajera?
Susana López, que empezó hace siete años con sus clases y marca Lola Verona, considera que la cerámica ya estaba de moda antes de la pandemia, pero que el encierro de esos meses ha terminado de afianzarla. Su mejor termómetro lo tiene en el crecimiento exponencial de su negocio: sus clases las empezó en su propia casa y la cantidad de alumnas le permitió abrir su espacio en diciembre de 2022. La joven ya ha llenado sus talleres de modelado de las tardes del lunes, jueves y viernes y va a abrir uno nuevo los miércoles por las mañanas, de 12.00 a 14.00.
Jean Dahrier, pintor y fundador de Arts & Wine, un estudio en Barcelona que acompaña las clases de pintura al óleo con vino, y que acaba de abrir una nueva sede en Madrid, considera que la pandemia ha cambiado las ganas de hacer actividades en las que, además de explorar la creatividad, se pueda socializar, compartir con amigos o hacer nuevas amistades: “Nuestro público es puramente gente local, y eso que empezamos antes de la pandemia con muchos turistas y siempre con sesiones en inglés, pero ahora siempre hacemos las clases en castellano o catalán”.
“Lo que nos vienen a decir muchas alumnas es: ‘A mí no me pilla otro confinamiento sin saber hacer nada en casa, y de hacer pan ya me cansé”. Quien habla es Julia de Juanes, dueña de La Laborteca, donde imparten clases de tejer, bordado y costura en pleno centro de Madrid, entre la plaza de Ópera y la calle Mayor. “Vivimos en una época digital y la gente necesita cosas tangenciales: aquí cogen una tela, ven cómo se empieza un proyecto, piensan qué van a hacer, lo imaginan hasta que lo consiguen y se lo prueban”, explica De Juanes. Mientras explica que en invierno el estudio cuenta con más de 100 alumnas cada mes y que los cursillos intensivos se llenan en cuanto los anuncian, recibe y saluda a todo el que llega por su nombre, como si fuera el gran salón de su casa.
En este salón dividido en dos por una pared, Sonia, una de las alumnas del taller de costura, comparte mesa de labores con Rober, que está tejiendo unos cojines para casa; con Helen, que está rematando una blusa; con Ana, que enhebra el hilo para acabar un vestido para su hija; y con Aurora, que está montando las piezas de una camisa. Todos trabajan a su propio ritmo, bajo la supervisión de Begoña Plaza, la profesora. “En casa mi abuela cosía, no lo hacía de manera profesional, pero se defendía. Yo no aprendí de ella, así que en mitad de la pandemia me dije: ‘Si viene otra guerra a mí no me pilla sin saber hacer nada’. Además, como necesitaba salir del ordenador y hacer cosas manuales, escogí coser”, sentencia la joven, mientras corta el patrón de un vestido.
Otro de los beneficios de trabajar con las manos, además de aprender a crear algo desde cero, es el de cultivar la creatividad, pero también la paciencia. “Las actividades manuales te ayudan a mostrarte espontáneo, a jugar y a divertirte”, asegura la neuropsicóloga Raquel Tomé López. “Vivimos en una sociedad altamente tecnologizada, basada en la inmediatez, en la estimulación permanente, en la distracción, y el trabajo manual te ayuda a conectar con el proceso de las cosas, que llevan su tiempo y su proceso”, añade. “La preparación de la arcilla, la cocción de las piezas, el esmaltado puede requerir horas o días, así que es una buena manera de educarnos en adquirir buenas dosis de tolerancia a la frustración para ver el resultado. También de salir de la sensación de gratificación inmediata que tanto se promueve hoy en día, donde todo tiene que ser ya o para ahora”, remata la experta.
“En mi primera clase no me salía una de mis piezas, así que decidí que no pasaba nada, la empecé de cero. Me dije: ‘Voy a ir aprendiendo poco a poco’. Al final es muy liberador ver que no tiene por qué salir la primera vez”. Marta Borràs, arquitecta de 28 años, alumna de clases de modelado en Lola Verona, ha aprendido en este taller que no todo lo que haga en su vida tiene que ser algo productivo, que también pasar el rato sin más pretensiones es beneficioso. “No todo lo que creas tiene que ser una obra de arte. Me he dado cuenta de que disfruto mucho cuando me relajo y no soy tan productiva”.
Un club social más que una clase de bordado
Antón Chejov decía que escribir era como bordar, que a través de la escritura ibas tejiendo una historia, como con el bordado. Esta frase del dramaturgo ruso la recuerda Pilar, una de las alumnas de la clase de bordado de La Laborteca. Ella empezó a bordar después de quedarse viuda hace dos años. Su marido, que bordaba muy bien, cada día le aconsejaba que lo hiciera, conociendo el carácter nervioso que caracterizaba a su esposa. “Tuvo la mala idea, con 50 años, de morir. Así que decidí probar para ver si era verdad que me relajaría. Yo tenía una mano delante de la otra, no se me daba bien, pero después me fui relajando y a disfrutar del ambiente que se respira aquí, donde te sientes en casa. Y al final te salen cosas que jamás creías que podrías hacer”, reflexiona mientras apenas levanta la vista de su bastidor.
Como sugiere Pilar, otro de los beneficios, probablemente más invisible, que esconde el trabajo manual en grupo, es el de socializar y hacer amigos, en una sociedad que vive una epidemia de soledad. “Esto parece más un club social que un estudio donde se dan clases de costura y bordado. La gente viene, se reúne durante dos horas y se siente en un lugar seguro”, admite Julia de Juanes. Es el caso de Marina, que asiste con una de sus dos hijas, Lucía, de 21 años, a las mismas clases de bordado con Pilar. Cuando su tía, a la que le apasionaba esta disciplina, murió, se dijo a sí misma que había llegado la hora de saber hacerlo. Y su madre, que le echa una mano en todo, también económicamente, le pagó el curso al que se apuntó. “Hablamos de todo, nos sirve de terapia, nos reímos, lloramos, nos peleamos… Alrededor del bordado surgen otras muchas cosas”. Probablemente, más profundas que una nueva taza para el café, un cuadro que adorne el salón, una blusa o un bolso bordado.
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