Prohibidos los calcetines
A un paso de la calle Mayor, La Laborteca imparte cursos de bordado, costura, lana… y gracias a ellos sobrevive desde hace ocho años
Es un refugio. Uno de esos sitios sencillos, poco comunes entre la marabunta de turistas que andan perdidos en busca del mercado de San Miguel o que pasan zumbando cuesta arriba en patinete. Entre la plaza de Ópera y la calle Mayor de Madrid, la Laborteca parece que encontró su sitio en la calle que le correspondía: Mesón de Paños. En ella se cose, se borda, se teje, se ríe, se toma té, se pasan un par de horas (las que cada cual quiera) y se observa la magia que hacen Antonia Herrador y Julia de Juanes, de edad indeterminada y secreta pero que ya no cumplirán los 50. Ni seguramente los 55. Propietarias y almas del lugar, lo mismo deshacen un par de puntos de un gorro que leen la mano echando un vistazo al futuro mientras despachan dos bobinas de pura lana merina española.
La parroquia va desde los 25 a —preguntarlo sería de mala educación, pero, así por encima— los 75 años. Y, aunque haberlos haylos, muchachos se dejan ver pocos. Aquí se sientan a la larga mesa arquitectas, biólogas, maestras, paradas, orgullosas recién jubiladas, administrativas. Mientras ellas tejen bufandas o chaquetas en la sala principal, en la trasera Begoña Plaza, la profe de costura, saca la máquina de coser y calienta la plancha para enseñar a sus alumnas a hacer casi cualquier cosa, desde un vestido de bebé a unas enaguas del siglo XVIII para un disfraz. Cargaditas de puntillas. “Abrigos, chaquetas, chalecos, vestidos para bodas de amigas o hasta un disfraz de pollo”, enumera Raquel, alumna aventajada. “Mis hijos han aprendido a gatear aquí”, reconoce.
El objetivo es variado. Llevar algo que hayas hecho tú, dicen unas. Seguir tradiciones familiares, para otras. Relajarse, afirman la mayoría. No parece muy relajante eso de tener que estar contando puntos y cortando telas. ¿Qué pasa con las que tienen dos manos izquierdas? “A mí no se me ha negado nadie. ¡Nadie!”, se reafirma Antonia sobre los ocho años y los “¿500? ¿800? ¿podrán ser mil?” alumnos que han pasado por allí y que Julia trata de recopilar en un imposible cálculo mental.
No hay muchas normas en este raro negocio que ha convertido una actividad casi olvidada en un mundo de prisas en su sustento principal. Las alumnas apenas sueltan las agujas para mirar los móviles, olvidados en los neceseres que contienen cintas métricas o elementos tan raros para el milenial como un cubreagujas (algo así como unos tapones de orejas, solo que para no pincharse). Al principio fueron casi pioneras, nadie daba clases de bordado, o de pintura en seda. Luego hubo un boom, afirman. Ahora, solo quedan los supervivientes: un par de estos negocios, que se han especializado, por un lado, y han sabido multiplicar su negocio con cursos, talleres, monográficos o la venta del material a las alumnas. ¿Hay ayudas municipales, de la comunidad, para emprendedoras... ? “¡Ni una!”, contestan ambas. “La esencia es el taller. Vendemos muy poco a la calle, es pequeña, no es comercial”, relatan sus fundadoras, que se conocieron cuando trabajaban en la misma empresa de seguros. Antonia cuenta que siempre quiso montar “algo manual, incluso una fábrica de quesos, fíjate”, confiesa entre el carcajeo del alumnado. Y se decidieron por lo que más les gustaba, más sabían y más habían visto en casa.
“Antonia, me he equivocado…”, murmura alguien en la otra punta de la sala, bajo una lámpara también tejida. Ella acude solícita a deshacer lo ya hecho, a servir más té. “Es que si la primera vuelta va del derecho, la segunda va del revés. Toma, hazlo tú”, corrige ella una y otra y otra vez más. “¡Si lo que quiero es ver cómo tú lo haces!”, le replica la alumna. Y ella, pues eso. Lo vuelve a hacer.
Hay excepciones, claro. Lo que no harán Antonia y Julia son calcetines: se tarda mucho, son latosos, nunca quedan del todo bien. Son una de sus tres prohibiciones: tampoco valen (Greta estaría orgullosa) las bolsas de plástico ni se pueden pedir fotocopias. Todas quieren fotocopias. De los patrones de las coquetas revistas japonesas de las que sacan ideas para hacer gorros, capas. Fotocopias de sus propias fotocopias, destrozadas de los dobleces y las marcas. “Vamos a encender la máquina, va…”, claudican las jefas. Y bueno, vale. El mes que viene, si alguien quiere, les enseñarán a hacer calcetines.
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