El oficio de invitar a bodas
Rocío Huerta se inventó El Tintero gracias a su pasión por la caligrafía y la ilustración. Prepara más de 50 bodas para 2020 y coordina un equipo de siete calígrafas
Haga memoria. ¿Cuál fue la última carta manuscrita que llegó a su buzón? Pregunta difícil, porque quizá el día, el mes, hasta el año, resulten borrosos. O pregunta fácil, porque solo vislumbrarla, antes casi de meter la llave en el buzón, ya les habrá llenado de emoción, de dudas por adivinar el remitente. Del contenido no es cuestión de hablar ahora. Demasiado personal. Pero, ¿cómo era la letra con la que estaba escrita?
“Si lo piensas, un grafitero también hace lettering. Es como su propia caligrafía”, reflexiona muy en serio Rocío Huerta sentada en su insondable sofá antes de echar la cabeza hacia atrás en una tremenda carcajada. Si hay algo más lejano a un grafitero de lo que cualquiera pueda imaginar, esa es Huerta. En su cálido piso, a la vez taller y oficina (por el momento) de grandes ventanales con vistas a las cuatro —casi cinco— torres corretea su hija, de poco más de un año, mientras ella ejerce de perfecta anfitriona y de empresaria novata pero sin novatadas: el primer año reinvirtió “todos los beneficios” para crear su imagen de marca y crecer.
Huerta, de formación periodista, nació entre libros (su madre es encuadernadora artística) y siempre fue aficionada a dibujar. Después, a escribir. Pero su tecleo en los diarios pasó a convertirse en la escritura que ahora llena las invitaciones más exclusivas de Madrid, que crea para desayunos cuquis, empresas, gabinetes de comunicación, marcas de lujo, sobre todo perfumeras, esos particulares (¡gracias!) que siguen mandando cartas, y bodas, muchas bodas. Este año, apenas arrancando febrero, ya tiene encargos para más de 50.
El Tintero llegó de una forma tan orgánica como su nombre, a través de portaplumas, plumilla, tinta y papel. Tras pasar por varios medios y por prensa en el Teatro Real, en un impasse a Huerta le dio por los cursos de escritura. Empezó a investigar los de Madrid y se los bebió todos. “Es lo más parecido a ir a yoga. Poniendo paciencia, todo el mundo puede hacerlo y aprender. Pero es más fácil si sabes dibujar”, cuenta ahora, que ha pasado de alumna a maestra. Para el primero que impartió, se empolló todo lo que encontró y se fijó, como no, en sus ídolos, como el reputado Passalacqua, y de vez en cuando le dan ramalazos de síndrome del impostor “Y me daba muchísima vergüenza… pero dos o tres conocidas me lo pidieron y ahora la gente me llama cuando anunció que voy a sacar uno, para que le reserve plaza antes”.
Lo mejor de una profesión así, dice, es que todos los días son distintos. Que conoces a mucha gente que pretende crear algo bello. Lo peor: ocuparse de todo. “De las redes, los presupuestos, los correos, los impuestos, los números…”, enumera. Y no solo. “Al principio te da vergüenza ponerle precio a tu trabajo. Pero la sociedad ya empieza a entenderlo. Y sí, se puede vivir de esto… ¡y espero que cada vez mejor!”, se parte de risa. Asegura que el gremio es pequeño, que se juntan a menudo y que incluso se pasan clientes. “Siempre hay trabajo”, confiesa, explicando que ya tiene una becaria, que está mirando oficinas en el centro de Madrid y que coordina un equipo de nada menos que siete calígrafas.
Porque ahora sus letras y dibujos están entre los más deseados del lugar y sus manos han creado obras para Dior o Dolce&Gabbana. Pero no todo empezó de un modo tan profesional.
“¿Las primeras invitaciones? ¡Las de mi boda!”, confiesa divertida. “¡Es que todo era tan, tan feo! El papel amarillento, la letra viejuna, todo con florecitas… y pensé: ‘Esto yo puedo hacerlo’. Me busqué una imprenta y me saqué mis 500 invitaciones”, cuenta, tan pichi. No, la boda no fue pequeña. Ni el autoencargo. Pero el éxito fue aún mayor: “¡De una boda llegas a otras 250 personas! Y a partir de ahí te ven en Instagram, sales en un blog… todo va por recomendaciones”.
Y esas recomendaciones la llevan a hacer desde esas invitaciones hasta los meseros (esos dibujos que decoran y señalan las mesas, y que ha hecho de insectos —“la gente los robó”, susurra, todavía sorprendida—, de animales de la sabana o de ciudades), los menús y toda la papelería, que la hay y mucha, de una boda. El gasto para los novios que busquen empapelarse: desde 500 hasta 2.000 euros.
Pero eso no paga ese insustituible placer de ver tu nombre escrito negro sobre blanco. “Alguien se ha tomado la molestia de escribir tu nombre, de hacerlo bonito. Es volver a la esencia, que te dediquen tiempo. Más ahora, que al correo solo nos llegan facturas y multas”, dice, arrugando la nariz, antes de volver a reírse con todas las letras.
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