El dios de las pequeñas letras
José María Passalacqua es el calígrafo de los ricos y famosos y de las grandes firmas. Armado con sus tintas, plumas y pinceles, escribe por el modisto Pedro del Hierro o la diseñadora Carmen March y para firmas como Loewe, Prada o Hermès
La primera palabra que escribió José María Passalacqua fue “Dios”. Él dice que seguramente lo hizo porque iba a un colegio de curas en Buenos Aires. El caso es que después ya no pudo parar. Y a ese inmenso vocablo le siguieron otros muchos. Pero lo cierto es que algo de creador de mundos tiene este hombre que lleva casi los 43 años de su vida pintando estados de ánimo, pedazos de alma, en forma de letras. Un trazo, una huella, una identidad, al fin.
Menudo y apretado con tirantes, rubio, de ojos claros muy despiertos y aire quijotesco, podría pasar todas las pruebas del calígrafo. Nadie sabría nunca quién es. Cultivando el arte de escribir, Passalacqua ha logrado hacerse pasar por cualquiera. Un día es el modisto Pedro del Hierro que invita a una fiesta de aniversario; otro es la diseñadora Carmen March invitando a su boda; otro día es un eslogan de Louis Vuitton, de Hermès, de Prada o de Loewe; o quizá el anfitrión de un evento que lleva el apellido Fitz James-Stuart y que delata a algún miembro de la Casa de Alba. Passalacqua se ha convertido en el amanuense de las grandes firmas, en una especie de negro de lujo que cobra unos 50 euros por pieza.
No hay dos signos iguales, hay emociones y estados de ánimo
En el pequeño apartamento donde vive, en un tercer piso del barrio de Lavapiés, todo parece estar en equilibrio. Centenares de objetos reposan, como suspendidos, en un sitio exacto; dentro de una atmósfera que huele a incienso y a la cera quemada de las velas. Un microcosmos milimetrado, como cada una de las líneas de sus letras, en el que de fondo suena ópera. Una burbuja cuadrada. Se mezclan algunos enseres anodinos de Ikea con los muebles antiguos, los reflejos de una realidad deformada por pequeños espejos abombados que cuelgan de las paredes y con los candelabros de la anterior propietaria: “Me vendió la casa con todo dentro”, justifica. En ese pequeño universo perfectamente ordenado, oculto bajo livianas cortinas blancas, trabaja este escribano, un artesano de signos.
Descendiente de italianos emigrados a Argentina, él llegó a España “por amor” hace 14 años. Esa palabra de líneas gruesas le salió mal, pero se quedó. Comenzó a trabajar como diseñador gráfico, la titulación que obtuvo en la Universidad de Palermo de la capital porteña. Sin embargo, quizá por todos los símbolos que le vio dibujar a su padre, Santiago, y, aún antes, a su abuelo Manuel, dos ingenieros civiles que trabajaban a mano, no podía evitar incluir en sus diseños algún elemento escrito a pulso, un gesto suyo. De este modo, y en contra de la corriente tecnológica imperante, Passalacqua fue dejando su impronta en la imagen corporativa, por ejemplo, de la extinta compañía aérea del expresidente de la CEOE —ahora en prisión— Gerardo Díaz Ferrán: Spanair. Él era quien escribía de su puño y letra esos eslóganes que acompañaban al nombre y que decían: “Cuélate” o “Vuela”.
Una caligrafía te habla directamente porque con los gestos de la mano imprimes el alma
“Una caligrafía te habla directamente porque con los gestos de la mano imprimes el alma”, explica. “No hay dos letras iguales; hay emociones, estados de ánimo, días en que te falla el pulso y puedes sacar partido de ese error y hacer algo quizá más punk”, cuenta.
Trabaja con pluma y tinta. No hay ni un borrón en las plantillas que se amontonan encima de su mesa. Escribe. Siempre despacio. Su letra, la suya, la que él dibuja cuando deja una nota al vuelo o toma un apunte, es recta, pero está mezclada con mayúsculas, minúsculas, “es” medievales… Como si cada cosa que escribiera pudiese acabar con un signo de interrogación o incluir un carácter cirílico. Tiene algo enigmático. Luego habla de “la seducción del trazo”, de “la secuencia”, de la “cadencia”, de la “pauta”, de la “ascendencia y la descendencia de las líneas”, de “la curva, tensa, gorda, turgente”… Hipnotiza.
Nunca ha tenido que publicitarse. Es el primero que llega —en bicicleta, con su maletín de tintas, plumas y pinceles de pelo— a los eventos y las fiestas de ricos y famosos. Comprueba los carteles que hay en las mesas de invitados. Todos, uno por uno, los ha escrito él, dándoles una singularidad, convirtiéndolos en únicos y haciendo que los portadores de esos nombres se sientan especiales. “¿Y si falla algún invitado? ¿Y si viene otro que no estaba previsto? Debo estar para corregir a tiempo”, advierte. Así es como se ha dado a conocer. Como su nombre —pasado por agua— se ha colado en las reuniones más insospechadas, ha corrido de boca en boca y ha satisfecho los caprichos de muchos: “Yo quiero una invitación como la de la boda de Menganita”. Así es como ha llegado a ser una especie de “telecalígrafo” contratado en fiestas para escribir, en vivo y en directo, los deseos de los distinguidos asistentes. Y se ha mimetizado en los ambientes más glamurosos, en los que casi pasa inadvertido. Así es como él está, con sus letras —“rizadas o de palo”—, como Dios, en todas partes.
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