Por qué Albert Adrià vuelve en Enigma al menú degustación de 220 euros y 25 platos
Tras varios cambios en su concepto gastronómico, el restaurante de Barcelona, con una estrella Michelin, regresa al modelo tradicional y ofrecerá, a partir de marzo, una única fórmula: “Ahora sí, no hay duda. Va a ser un referente mundial”
En pandemia estuvo 27 meses cerrado. En junio del año pasado, Albert Adrià (L’Hospitalet de Llobregat, Barcelona, 53 años) reabrió Enigma (Sepúlveda, 38-40, Barcelona), su restaurante más creativo, con un formato de comida a mediodía y de copas de tarde con tapas. “Ese modelo fue brutal, me salvó de las pérdidas. La fórmula de comida con copas es muy buena. Cuando comes tienes que beber y cuando bebes tienes que comer. La gente venía a pasárselo bien, pero el local ya no podía absorber a tanta gente. No estábamos preparados para un servicio de mañana y otro de noche”, comenta Adrià a EL PAÍS. Antes de acabar el verano, y a pesar de que se había prometido no volver cada día a casa a la una de la mañana, le dio otra vuelta y empezó a servir solo cenas, de 18.30 a 22.00 horas, de lunes a viernes, a la carta, a elegir entre 35 platos.
Ahora vuelve a dar otro giro de timón: a partir del próximo 6 de marzo eliminará la carta y ofrecerá solo un menú degustación de unos 25 pases a un precio de 220 euros (sin bebidas, con impuestos incluidos). “Regreso al modelo tradicional, vuelvo a cocinar, vivo una segunda juventud porque ahora cocino desde la tranquilidad”, comenta con cierto alivio. Atrás ha dejado su papel de administrador de restaurantes, la incertidumbre y el sofoco de tener que cerrar, debido a la crisis sanitaria, los cinco locales que componían el grupo elBarri. Tres eran suyos —el mexicano Hoja Santa, la vermutería Bodega 1900 y el de alta cocina, Enigma—, y los otros dos —el creativo e informal Tickets y el de cocina nikkei Pakta— pertenecían a la familia Iglesias, propietarios del emblemático Rías de Galicia. De todos ellos solo ha sobrevivido Enigma, con capacidad para un máximo de 48 comensales. “Intenté traspasarlo, pero fue muy difícil. ¿Quién va a querer quedarse con este monstruo de local con tanta incertidumbre alrededor? Yo no quería seguir en primera línea, de ahí todas las pruebas que hicimos durante estos meses”, añade el cocinero, sentado en la oscura parte trasera del restaurante, convertida hoy en una zona de pensar y donde en los años de esplendor, previos a 2020, el comensal finalizaba la experiencia gastronómica con música y copas.
El restaurante funciona. También le ha dado un empujón para atraer a un determinado perfil de cliente al haber recuperado el pasado mes de noviembre la estrella Michelin, que le fue concedida al año de abrir en 2017 y perdió por cierre. “Ha sido un estímulo para el equipo. Nos ha dado fuerza y nos ha puesto en el mapa, porque la alta cocina vive del turista”, prosigue Adrià. Confiesa que no se ha marcado una hoja de ruta para alcanzar más reconocimientos de los que concede la guía de neumáticos francesa: “Sería pedante e innecesario marcarse este tipo de objetivos. Conseguir estrellas lleva muchos años, y hay que tener respeto por los que llevan peleando para obtenerlas. Atrio ha tardado 15 años en tener la tercera estrella”. Dicho esto, y mientras prueba con una cuchara una salsa de bogavante que una cocinera ha mejorado, confiesa que solo trabaja para tener el restaurante lleno: “Las guías ayudan, pero lo importante es que haya una cocina y una base detrás”. Es en lo que anda ahora, haciendo pruebas, testando recetas, puliendo el estilo de los platos y buscando una estética minimalista y elegante. “El menú tiene que sentar bien, no puede ser pesado, todo tiene que estar medido y equilibrado. Tiene que estar a prueba de mi estómago, que es delicado”, explica.
Adrià llega cada día a primera hora de la mañana. La luz del exterior se cuela en este local de 700 metros cuadrados, una especie de laberinto futurista, obra del estudio de Olot (Girona) RCR Arquitectes, ganador en 2017 del premio Pritzker, diseñado con tecnología y materiales innovadores, como la piedra sintetizada. El espacio refleja el mensaje que el hermano pequeño de Ferran Adrià ha querido trasladar con su propuesta de cocina: creatividad y misterio. Hay poca trampa: la cocina está a la vista y en ella, tras un aperitivo de bienvenida en la entrada, un equipo formado por 43 personas en fila presenta sus respetos al comensal.
Asegura que el menú irá cambiando, que quiere confiarlo casi todo a la temporalidad del producto. Entre los platos, un pañuelo de calamar cortado a mano y pintado con la grasa del jamón ibérico y caviar, o una burrata de leche de soja —en pandemia estuvo trabajando este tipo de elaboraciones con una empresa londinense— con habitas, una lámina de trufa negra, aceite y sal. Otros bocados a destacar son la sopa gelatinizada de pollo y coco thai con erizo de mar, el bogavante curado en agua de mar con sopa de su propio coral, el hummus de alcachofa envuelto en unos pétalos de alcachofas planchados, con limón marroquí y menta fresca, o la secuencia de caza: un dango (dumpling tradicional japonés) de tapioca y kálix con consomé de liebre, un rablé (lomo) de liebre con anchoa del Cantábrico, y unas endivias, la mitad preparadas con salsa del animal, y el resto, con foie gras y frambuesas.
Los postres buscan el mismo equilibrio y ligereza en una hoja crujiente de shiso, sorbete de naranja y crujiente de remolacha o una tarta de mandarina, tofe de cardamomo verde y helado de avellana. Adrià está contento con los resultados: “Ahora sí, no hay duda. Enigma va a ser un referente mundial”.
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