José Ramón persigue la vida de sus padres
La familia Trillo, de un pueblo de Jaén, triunfó siempre gracias al esfuerzo y los estudios. Pero este alumno modelo, que cursa un doctorado sobre inteligencia artificial, desconfía del porvenir. Aún no ha conseguido independizarse
El abuelo, Ramón Trillo, labrador y albañil, se fue en bicicleta desde su pueblo, Peal de Becerro, provincia de Jaén, hasta Tortosa (Tarragona) para trabajar en la recogida del arroz. Corrían los años cincuenta. La bicicleta no tenía frenos. El padre, José Ramón Trillo, con 24 años y con la Formación Profesional de nivel 2 de Electrónica, viajó en 1987 en autoestop desde Sevilla, donde estaba haciendo la mili, hasta Madrid, para una entrevista de un trabajo que consistiría en inspeccionar subestaciones eléctricas por toda España. Durmió en el sofá de la casa de un amigo. Le contrataron. Como le faltaba un mes de mili, en la empresa le computaron el primer mes como vacaciones. El hijo, José Ramón Trillo, protagonista de esta historia, de 27 años, nació y vive en Jódar (Jaén), una localidad de 11.800 habitantes rodeada de olivares, es licenciado en Matemáticas e Informática, máster en Ingeniería Electrónica y actualmente hace un doctorado sobre Inteligencia Artificial.
En mayo de 2019, con 25, cuando cursaba el máster en Granada hizo una entrevista por teléfono para trabajar en la empresa Deloitte en Madrid. Le ofrecieron 1.500 euros brutos al mes sin pagas extras. Vio lo que costaban los alquileres en esa ciudad y comprobó que no le compensaba. Unos meses después, le ofrecieron, en Granada, otro trabajo en otra empresa informática: el sueldo era de 1.100 euros, pero le descontaban 1.000 prorrateados mes a mes por un ordenador especial que le proporcionaba obligatoriamente la misma empresa. Si se iba antes de pagarlo, debería abonar lo que faltara al dejar el trabajo. Entonces resolvió hacer el doctorado en la especialidad de sistemas inteligentes basados en tomas de decisiones.
José Ramón, como cualquier otro joven de su edad, oye desde hace años que su generación vivirá peor que la de sus padres y, aunque siempre se ha negado a creerlo, tras la sacudida de la pandemia empieza a pensar que será verdad. Un informe intergeneracional de 2018 de la Resolution Foundation señalaba que apenas el 21% de los españoles consideraba ya entonces que la actual generación vivirá mejor que la anterior. Solo había dos países más pesimistas: Francia y Bélgica. El más optimista, en este aspecto, era China, donde apenas el 7% cree que los jóvenes van a vivir peor que los que les precedieron.
He estudiado dos carreras, un máster, estudio un doctorado y hablo varios idiomas. Y seguramente no podré comprar una casa
A José Ramón no le gusta el botellón, fue campeón infantil de ajedrez y es aficionado al gimnasio. Tenía una novia brasileña, pero cortaron hace tiempo. “Ahora estoy casado con mi carrera”. Ha sido educado en una familia de origen rural que profesa una fe absoluta en los estudios y en el esfuerzo como palanca social. El abuelo paterno, el de la bici, que a los 16 años solo sabía leer y escribir y dividir por una cifra, se sacó en los años sesenta el título de maestro albañil. Aún está orgullosamente colgado en la casa. El padre, además de la FP, también se hizo ingeniero cuando ya trabajaba y colgó el título al lado del de maestro de albañil. La madre, Juani Vílchez, de 55 años, se empeñó en ir a la universidad. Quiso estudiar Matemáticas. Pero su padre, camionero, la obligó a elegir otra cosa: “O Magisterio o la aceituna”. Con el tiempo, además de Magisterio, se desquitó sacando el título universitario de Psicopedagogía. También está colgado en la casa.
José Ramón, el hijo, es, de cualquier modo, el que más títulos ha puesto en la pared: licenciatura, inglés, música, máster… También él está convencido, como todos los miembros de su familia, desde su abuelo, de que le servirán para abrirse camino. “Pero tal vez no en España”, matiza. Añade que probablemente le toque emigrar porque teme no encontrar, después de acabar el doctorado, con 29 años, un trabajo acorde con sus expectativas. Ya tiene amigos que lo han hecho. No le asusta. Proviene de una tierra de emigrantes y pertenece a una generación que va saltando de crisis en crisis, de la de 2008 a la del coronavirus. Pero tampoco ha asumido del todo lo que significará viajar al extranjero sin billete de vuelta, sin regreso previsto. No lo tiene claro. El mensaje que envió a este periódico empezaba así: “Es difícil ver nuestro futuro. Mi abuelo sabía las cuatro reglas y pudo formar una familia y comprar una casa. Mi padre y mi madre estudiaron y pudieron comprar una casa. Yo he estudiado dos carreras, un máster, estudio un doctorado y hablo varios idiomas. Y seguramente, no podré comprar una casa”.
Un informe de la Fundación de Estudios de Economía Aplicada (Fedea), publicado en marzo, concluía que los jóvenes sin título universitario ganan actualmente un 50% menos que los jóvenes de los años ochenta sin ese mismo título. Si la comparación se establece entre universitarios, el porcentaje baja pero aún es significativo: un 25% menos. Todo esto se debe a que ahora los salarios precarios son inferiores, a que se trabajan menos días y menos horas por día debido a la temporalidad.
Un piso en Canillejas
“En cada crisis, van quedando lo que llamamos cicatrices, se van deteriorando las condiciones de trabajo que afectan a los nuevos contratados, es decir a los jóvenes”, explica Marcel Jansen, economista, uno de los autores del informe. “Mientras, no se toca a los contratos ya establecidos, a los trabajadores más mayores, ya consolidados. Antes de 2008, hacían falta cinco años de precariedad para lograr un contrato fijo. Ahora, yo calculo que ya van por ocho. Está en juego el pacto intergeneracional”, añade Jansen.
Los padres de José Ramón se casaron en diciembre de 1990. José Ramón padre tenía entonces 27 años, la edad que tiene ahora su hijo. Juani, 24. Estuvieron a punto de comprarse en el barrio de Canillejas, en Madrid, un piso de 80 metros cuadrados que costaba entonces 10 millones de pesetas, lo que hoy equivaldría a 132.000 euros. (Por cierto: un piso muy parecido se vendía el viernes en Idealista.com por 230.000). Al final optaron por comprar otro piso por la mitad de precio en Jódar, su pueblo. José Ramón viajaba hasta allí los fines de semana y en vacaciones porque aún trabajaba de inspector. Había aceptado –y mantenido- ese empleo por dos razones: Una, porque ―al contrario de lo que le sucedería a su hijo 30 años más tarde― el alquiler de un piso compartido le suponía solo el 20% de su sueldo. La segunda razón era aún más convincente: “No tenía otra opción. No podía volver a casa. Éramos muchos. Había que irse”, dice. La madre asiente: “Era otra mentalidad. Necesitábamos un lugar para nosotros”.
Juani es la sexta de siete hermanas. En su casa vivían ellas, sus padres y su abuela. Además, la primera planta con salida a la calle servía para alojar una tienda de comestibles y variantes que abría a las seis de la mañana y cerraba a las doce de la noche, con un horario parecido a los bazares chinos de ahora, y en la que todos colaboraban. “Yo, cuando iba al instituto, me despertaba a las cuatro de la mañana para poder estudiar tranquila antes de que se levantara mi madre y abriera la tienda y empezara el trasiego de gente”, recuerda.
Experiencia y comodidad
En 1989, la edad media para ser madre era de 26,5 años. En el primer semestre de 2020 ya ha subido a 32,7. En 1990, la edad media de emancipación rondaba los 27 años. En abril de 2021 alcanza los 30. El catedrático de Sociología Luis Garrido coincide con Jansen al observar que el pacto intergeneracional se resquebraja: “Solo aportaré un dato: en 2000, en España por cada 100 electores jóvenes, de 18 a 34 años, había 100 electores mayores de 55 años. En 2020 los mayores constituían ya el doble. La combinación de bajísima natalidad y envejecimiento creciente de la población harán que en 2040 haya 364 electores mayores por cada 100 jóvenes. Es decir: hasta ahora, los jóvenes no han conseguido que se les escuche y esto, desde el punto de vista de la fuerza electoral, no va a cambiar. Los mayores, además, votan con más claridad, con propósitos más evidentes, como, por ejemplo, mantener las pensiones”.
Olga Cantó, catedrática de Economía de la Universidad de Alcalá, experta en desigualdad, asegura que el ascensor social había comenzado a renquear ya hacía años y que la pandemia empeorará la avería. “Estos golpes dados en momentos cruciales de la vida de las personas son decisivos. El sistema perjudica ya de por sí a los jóvenes, con un mercado laboral lleno de contratos precarios y parciales. Este mercado laboral los lastra. No hemos sabido curar la herida de la precariedad”, asegura. Esta especialista añade que será necesario arbitrar los denominados “estabilizadores económicos”, esto es, prestaciones sociales que alivien el golpe de las crisis y que compensen la situación perjudicial que viven los menores de 35 años. “Todo depende de qué país queremos. Y si queremos otro hay que empezar a actuar ya. Lo que tenemos ahora es fruto de lo que hemos hecho en los últimos 20 o 30 años, lo hemos cocinado durante todo este tiempo”, añade.
Mi abuelo sabía cuatro reglas, pudo formar una familia y comprar una casa. Yo tengo dos carreras, un máster, hablo varios idiomas, estudio un doctorado y seguramente no podré comprarme una casa.
Tampoco para los padres de José Ramón resultó fácil: el padre estudió formación profesional pero, hasta que se fue a la mili, ayudó al abuelo los fines de semana en las faenas de albañil y, en invierno, a recoger aceituna. Su casa no contó con cuarto de baño integrado hasta que él no tuvo 15 o 16 años. También Juani ayudó durante muchos años en el campo y en la tienda. “Yo no conocí el mar hasta que tuve 17 años. Y mi hijo lo vio a los tres meses”, cuenta. “Y la primera vez que viajé a Madrid fue a los 16, en una excursión de colegio. Mi hijo a los 18 se fue de voluntario a Alemania. Ni él ni su hermana han trabajado nunca en el campo. Han gozado de experiencias y de comodidades que yo, a su edad, ni soñé”, añade la madre.
El matrimonio prosperó. Vendieron el piso de los cinco millones de pesetas por 60.000 euros y se compraron, también en Jódar, una casa de dos plantas y una terraza desde la que contempla la hermosa sierra de Mágina. El padre decidió dejar las inspecciones eléctricas y convertirse en profesor de Tecnología en el instituto de Jódar donde trabaja su mujer y han estudiado sus hijos. “Una mañana, cuando me llegó la carta de admisión al instituto, sentado en un tanque de gasolina en la refinería de Puertollano, pensé que había que elegir entre la profesión y la familia, entre los viajes y la familia, y escogí la familia”, recuerda.
Tal vez la diferencia se esconda ahí: los padres sabían que la recompensa se encontraba al otro lado de los títulos, que ciertas cosas seguras (la familia, la casa, el trabajo fijo, el subir en la escalera social) estaban ahí, que estuvieron siempre ahí. Su hijo José Ramón no lo tiene tan claro. A pesar de todos sus diplomas, de toda su inteligencia. Presiente que esas certezas no andan ya cerca: “Es muy incierto, no se ve nuestro futuro. Yo decidí casarme con la carrera, y, además, lo que compruebo es que no hay estabilidad en nada. Una amiga mía, harta ya, está estudiando oposiciones, anda con sustituciones no sé cuántos años. Y un primo mío también está haciendo oposiciones para policía local. ¿Y la casa? ¿Qué casa? Yo no pienso en comprarme una. Para nada”. Luego, con un optimismo y una voluntad que le viene de familia, del abuelo de la bici sin frenos, se contradice y cambia el gesto: “Vamos a tratar de no vivir peor que nuestros padres”.
Capítulo 1. La brecha generacional
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