Contra la ‘gourmetización’: comer guay como forma de distinción
Entre cafés de especialidad, ‘smash burgers’, panaderías artísticas, kebabs ‘bien hechos’, desaparecen las lentejas y cambia el paisaje de las ciudades. La cuestión es molar


Cerca de mi casa han abierto una panadería penumbrosa donde exhiben, en peanas iluminadas, panes de altísima calidad como si fueran obras de arte o, mejor, carísimas joyas de Tiffany & Co. Me habría parecido un chiste si hace, no sé, veinte años, me hubieran dicho que hoy serían tendencia cosas tan normales y corrientes como el pan, el café (de especialidad) o las burgers (en su versiones gourmet o smash). Todo pasado por el filtro de la sofisticación y la finura, que ya no solo llega a lo realmente exclusivo, sino que se desparrama sobre las extensas y hambrientas masas populares.
El paisaje gastronómico de las ciudades está en constante mutación. Hace años que las franquicias de comida rápida han copado los centros urbanos, convirtiéndose, no en un pecado de fin de semana, sino en un pilar de nuestro día a día. Cada vez es más difícil encontrar lugares donde desayunar un cruasán, como Superlópez, o comer un menú del día a base de lentejas y escalope. Y, en un dramático giro de los acontecimientos, ¡la gente prefiere comer a beber! Cierran los bares de copas, abren sitios de comida lo más guay posible y en muchos establecimientos a la mínima caña te tienden un mantel. Y si de beber se trata, lo que se ofrecen son sofisticadas coctelerías. Todos somos elegantes.
Nos encontramos ante un profundo proceso de gourmetización (podríamos decir pijificación): ya no se apela tanto a las bajas pasiones, es decir, ofreciendo cosas muy ricas; sino a la distinción, es decir, ofreciendo cosas exclusivas, modernas, de gran calidad, que llegan a todos los rincones de la calle envueltas en estética food porn. Coge un producto, cambia el packaging, ofrece un storytelling, alaba su origen antiguo y rural o sus ingredientes bio, eco, orgánicos, sostenibles... Por supuesto, sube el precio. Hincha su capital simbólico. Coge un perrito caliente, ponle una salchicha de wagyu, pan de brioche de mantequilla francesa y topping de cebolla caramelizada al Pedro Ximénez. Has gourmetizado un hot dog.
Una nueva muestra del cosmopaletismo rampante.
El estatus social se consideraba un bien finito en un juego de suma cero: “Si yo tenía estatus, tú y los demás teníais menos”, escribe Chuck Thompson en La revolución del estatus (Pinolia): “El estatus ya no es para los elegidos. Es para todos”. En gran parte a través de la comida, porque en cualquier restaurante puedes sentirte el rey del mambo. No comemos, somos foodies.

Hubo un tiempo en el que uno se tomaba un café para animarse un poco, bajaba a comprar el pan con la única expectativa de insertarle unas rodajas de chorizo de Pamplona y las hamburguesas eran productos populacheros con los que guarrear en restaurantes de comida rápida. El distraído desayuno tradicional va tornando en distinguidas tostadas de aguacate y huevos revueltos que cobran como una de esas entradas desorbitadas para Bad Bunny. Y eso cuando no llegamos el brunch. Ahora todo es finolis. Me traen de cabeza los sitios (¿cómo llamarles?) de café de especialidad, sobre todo por ese interiorismo que, en su austeridad minimalista, semeja las más frías celdas de alta seguridad de las prisiones de El Salvador. O esas frías bakeries que han venido a sustituir a la panadería-bollería Nuestra Señora del Carmen (por cierto, así se llama un grupo punk). Da la impresión de que nos quieren acostumbrar a esa austeridad para que veamos cierta naturalidad chic en la pobreza que nos espera.
Los restaurantes chinos/occidentales de toda la vida, con sus garzas, sus dragones y sus cuadros luminosos, están despareciendo para dejar paso a elegantes asian lounges o rámenes poperos, entre el ciberpunk y el manga: el rollito de primavera, el cerdo agridulce o el pollo al limón siempre han estado mal vistos, pero conforman una gastronomía a reivindicar y supongo que un éxito de varias generaciones chinas en la diáspora. Además de una cosa riquísima. A muchos emprendedores españoles, con paternalismo colonial, les ha entrado la obsesión de explicarnos cómo se hace un kebab, pero bien hecho, no como lo hace la gente migrante. Usan los mejores ingredientes y te cobran a cambio una libra de tu propia carne, pero, qué quieren que les diga, no creo que igualen la experiencia del “insalubre” kebab de barrio.
Con la gourmetización rampante presumo que tendré que explicarle a mi nieta, en el futuro lejano, lo que es un garbanzo. Me consuela haber descubierto el otro día que la fabada Litoral tiene Nutriscore A (¡asombroso!), porque su alta proporción en legumbre y baja en carnes le hace un plato muy equilibrado. Tengo el altillo repleto de latas para cuando llegue la próxima catástrofe, así que ahora ya no me importa tanto si se acaba el mundo. Me atrincheraré con mi arsenal de fabada Litoral (¡Nutriscore A!), y cuando todo se derrumbe, seré el último gourmet.
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