Mi vida por un bar
Las Administraciones tienen el deber de compensar a esos negocios que están sufriendo como ninguno
No acabo de imaginar muchos sitios donde haya metido más horas de mi vida que en los bares. Desde luego, no en las bibliotecas, los museos, los gimnasios o las iglesias, lugares a los que se les supone mayor provecho. Si lo examinamos un rato, veremos que algunos de los momentos más importantes de nuestras vidas sucedieron en los bares. Entre el rumor de las conversaciones y el tintineo de los vasos, nacieron amores y amistades, forjamos hostilidades eternas, discutimos del rumbo del mundo y del (sin)sentido de la existencia.
No se conocen casos de desgarros emocionales por el cierre de una tienda de carcasas de móviles o de componentes informáticos, más allá de sus dueños y empleados. La pérdida de un bar, en cambio, suele ser un pequeño drama social. Ya no se trata únicamente de esos viejos cafés devenidos monumentos a la memoria literaria. Casi cualquier bar, de la cafetería más anodina a la taberna más cotrosa, contiene trozos de vida de mucha gente. Hay jubilados a quienes le cierran su bar y ya no levantan cabeza.
La primera vez que viajas al extranjero, una de las cosas que te choca es lo difícil que resulta encontrar un bar. Aquí tienes tres por manzana. Somos un país de bares y también por eso encajamos peor las cornadas de la pandemia. Por la misma razón, las Administraciones tienen el deber de compensar a esos negocios que están sufriendo como ninguno: son parte esencial no solo de nuestra economía, también de nuestro patrimonio sentimental y nuestra idiosincrasia social. Del amor que le profesamos a los bares, en consecuencia, no puede haber duda. Sin olvidar, eso sí, que hay amores que matan.
Ahora somos como aquella Suecia que nos asombraba tomando el sol en los parques en medio del confinamiento general de la primera ola.
La pandemia se ha acelerado, ya triplicamos el nivel de máxima alerta y está en marcha una fuerte discusión sobre la necesidad de más restricciones. En ese debate se ha producido una confluencia impensable. El ministro de Sanidad y la presidenta madrileña están de acuerdo: ninguno veían necesario ampliar el toque de queda. El ministro en ejercicio y candidato en fase de calentamiento dice que las medidas son suficientes, aunque los datos empeoren cada día. La presidenta, siempre concluyente, apelaba al negocio: “Para arruinar más a la hostelería, que no cuenten conmigo”. Me cuesta imaginar alguien con el que se pueda contar para arruinar la hostelería. Ni siquiera con los gobiernos de Francia o de Alemania, países donde lleva semanas cerrada y los Estados han dispuesto grandes ayudas públicas para sostenerla.
Si echamos un vistazo a los países de nuestro entorno y a las grandes capitales europeas, encontraremos que una parte de España -y Madrid entero- se ha convertido en la excepción. Ahora somos como aquella Suecia que nos asombraba tomando el sol en los parques en medio del confinamiento general de la primera ola. Esperemos que nos salga mejor que a los suecos entonces. Queremos mucho a los bares, pero no tanto como para dar la vida por ellos.
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