El fin del mundo de esta semana
El año nuevo ha entrado avisando fuerte: si no quieres apocalipsis, tómate dos tazas.
El fin de mundo parece empeñado en pillarme siempre fuera de Madrid. En marzo me coincidió en una parte del planeta hacia la que el bicho todavía estaba en camino y, cuando regresé, el apocalipsis ya se había apoderado de la ciudad. Ahora he debido de ser uno de esos ciudadanos que tal vez se lo pasó mejor de lo que debería en las últimas fiestas, según la amonestación a toro pasado con la que nos ha removido la conciencia nuestra primera autoridad epidemiológica. Será que me fie excesivamente de los que semanas atrás decían que lo primordial era “salvar la Navidad” y decidí irme a la costa.
Al mismo tiempo que el Armageddon volvía a visitar Madrid, ahora vestido de blanco, yo paseaba por la ría de Arousa bajo esa luz que perfila los contornos del paisaje —las rocas de la playa, los pueblos de la otra orilla, las islas distantes— con una nitidez solo al alcance del sol invernal. Dicho así, y visto desde las calamidades climáticas de la capital, la escena puede parecer idílica. Pero no crean, tenía su carga perturbadora.
En contra de lo que supone el resto del mundo, la mayoría de los gallegos aborrece la lluvia. Eso no quiere decir que, después de unos días sin llover, la mayoría de los gallegos no se mosquee y empiece a conjeturar que algo podría estar yendo mal en el universo. Si, por encima, les muestran una foto de satélite con toda España sepultada por una tupida capa de nubes, excepto la esquina noroeste —una especie de delirio meteorológico independentista— todas las alarmas se desatan. Mientras veía por la tele a Madrid transmutado en Volgogrado y mi cielo —que en esta época del año debería ser un sumidero de todas las gamas del gris— apenas acogía cuatro nubecillas deshilachadas flotando en un azul portentoso, la conclusión saltaba a la vista: el fin del mundo debe de estar muy próximo.
El año nuevo ha entrado avisando fuerte: si no quieres apocalipsis, tómate dos tazas. Antes de que dunas de nieve se irguiesen en la Gran Vía y la claridad de enero te cegase en Arousa, ya habíamos asistido a lo nunca visto con el asalto al Capitolio de Washington por esa turba en la que solo faltaba el disfraz de los capirotes del Ku Klux Klan. Dos fines del mundo en menos de dos semanas.
Por si sirve de consuelo, el madrileño, dentro de lo dramático, ha dejado unas cuantas imágenes hermosas, como todo apocalipsis que se precie desde que San Juan patentó la marca. En el de Washington no hay nada que escape a lo grotesco. Habría que buscar otra vacuna para que cualquier día a alguien de por aquí no se le dé por emularlo y nos regale una distopía así de cutre. Aspirantes no faltan. Ni la nieve consigue callarlos
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