La marca del violín
Hasta donde alcanza mi memoria, siempre guardé rencor a este instrumento, que empecé a tocar a los siete años
Como Sarah Paulson (más quisiera yo) siendo una actriz camaleónica en alguna serie de Ryan Murphy, es sorprendente pensar en todos los papeles que nos han tocado interpretar a lo largo de nuestras vidas. Por ejemplo, antes de que vuestro servidor se rindiera a la cultura pop, fue arquitecto, un becario explotado, vestido en diferentes tonalidades de negro haciendo chistes sobre el software autoCAD. También fue un violinista cansado de explicarle a la gente que lo que tenía en el cuello no era un chupetón sino una marca que te dejaba el violín.
Hasta donde alcanza mi memoria, siempre guardé rencor al violín. Lo empecé a tocar a los siete años y lo odiaba hasta tal punto que, según me cuentan mis padres, me tenían que llevar arrastrando a las clases porque no me dejaba soltar del reposacabezas del asiento del coche.
De niño fantaseaba con pillarme las manos con la tapa del piano, o hacerme un esguince en la mano para evitar un recital cuando apenas tenía 12 años. Esto me lleva a recordar a Lang Lang que, a los nueve años, se golpeaba las manos contra la pared del odio que tenía al piano. Su padre, quien sacrificó su vida entera para que su hijo pudiera entrar en el Central Conservatory of Music de Pekín, al escuchar que su hijo fue despedido por su profesora de piano, le entregó una botella de pastillas para que el el niño se los tragara y se suicidara. La imagen del padre asiático sacrificando todo por su hijo siempre estuvo muy presente en mi vida.
Por ejemplo, en la película Juntos (2002), dirigida por Chen Kaige, giraba en torno a un prodigio del violín de 13 años, que se mudó a Pekín para cumplir el sueño de su padre. Que su hijo pudiera encontrar un buen maestro y alcanzar el estrellato. Una hora y pico romantizando la relación tóxica entre padre e hijo. Y aunque mi caso fuera distinto ya que no estaba cumpliendo el sueño frustrado de nadie, empatizaba mucho con estas historias. Las historias entre profesor y alumno. La romantización del sacrificio y la meritocracia. Las clases de violín eran como en el drama musical Whiplash (2014) pero menos fotogénico (insisto que solo puedo hablar por mí mismo).
Empecé a desarrollar un resentimiento hacia el violín por todo lo que suponía tocarlo. La rivalidad y la competencia se manifestaban sobre todo las críticas por parte de los profesores que rozaban el maltrato. Como el interrumpir en mitad de una audición a su alumno y decirle que terminara porque tocaba “como una mierda”, o ponerse auriculares durante las clases porque no soportaba escuchar tocar a sus alumnos, algo que solamente permitiría que me lo hiciera Naomi Campbell. Al acabar el conservatorio no volví a sacar el violín de su caja. Solo me quedaba la mancha en el cuello, con forma de chupetón.
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