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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El ‘co-living’ con jacuzzi que nos expulsa

Edificios donde viven “desde nómadas digitales a estudiantes, pasando por jóvenes emprendedores” con alquileres de 32 días a 11 meses que romperán el mercado inmobiliario en Barcelona

El edificio conocido como Casa Orsola, en el Eixample de Barcelona, fue comprado por una empresa inversora que convierte los pisos que quedan vacíos y rehabilita en alquileres de temporada.
El edificio conocido como Casa Orsola, en el Eixample de Barcelona, fue comprado por una empresa inversora que convierte los pisos que quedan vacíos y rehabilita en alquileres de temporada.Carles Ribas

A partir de Sant Jordi y hasta bien entrado octubre tenemos hilo musical en casa. Nada de jazz saborío ni música de ascensor, qué va. Nos va lo hardcore. Vivimos en un plato de macarrones con tomate, de esos que remueves con el tenedor y suena chof-chof. O con la oreja pegada al escándalo de un gigante que digiere una calçotada. Vivimos, en términos más literales, pared con pared con el jacuzzi de la azotea de los vecinos. No son unos vecinos cualquiera. Probablemente ni siquiera sepan de la sequía.

“Nuestros residentes (...) siempre están en movimiento y necesitan un lugar que cubra todas sus necesidades y deseos”, proclama la página web del edificio adyacente. ¿Qué tipo de edificio dispone de una web?, me pregunto. La respuesta, también en la misma página: uno en el que viven “desde nómadas digitales a estudiantes, pasando por jóvenes emprendedores”. Es lo que se llama un co-living, pero nuestro sueldo surpirenaico no puede pagárnoslo. Lo sé porque lo he consultado. Sus huéspedes se alojan con contratos de temporada que permiten alquileres de entre 32 días y 11 meses. Si nadie lo remedia, romperán el mercado inmobiliario en Barcelona.

Entendimos mucho mejor con qué clase de personas compartíamos tabique (pero no bañera de hidromasaje) el 19 de mayo de 2022. Aquella madrugada, a las 4 a.m., la alarma de incendios del co-living se activó por error y despertó a media manzana. Tras media hora de suplicio escrutando el gotelé, decidimos coger el toro por los cuernos y personarnos en el portal de tan singular edificio. Para nuestra sorpresa, nos encontramos un hatajo de cabelleras rubias en pijama evacuando la propiedad mochila en mano cual gallinas cluecas. “Nos vamos a un hotel”, decían en perfecto inglés. Nosotros nos quedamos, qué remedio.

Pasamos las siguientes tres horas al teléfono con la propiedad para intentar detener aquel estruendo sónico. Imposible localizarlos. Unas horas —y 13 reseñas en Google— después, las tornas cambiaban. Ahora eran ellos los que se desvivían por contactar a los inquilinos de nuestra mucho más modesta propiedad y reparar su maltrecha imagen pública. Querían que borrásemos los comentarios. No lo hicimos.

Al lado de este campo de batalla, una pintada. “Ni hípsters, ni guiris, el fortpi[enc] es para vivir en él”, reza en catalán la fachada de La Monumental. Veo el grafiti desde mi terraza comunitaria cuando subo a tender la colada y pienso que sus artífices no han dado en el clavo. Los responsables del chof-chof macarrónico que marinan sus pieles escarlata dentro del jacuzzi un par de pisos más abajo están viviendo en el barrio. Pero no en los mismos términos que nosotros.

Mientras los primeros calores adelantados ya han asolado la península dejando casi 40 grados en algunos lugares, me digo que yo también me merezco meterme en una piscina. Llamo al gimnasio municipal más cercano y pregunto precio. 60 euros de matrícula y 53,98€ mensuales. Otra vez será. Sigo escuchando los macarrones.

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Marcos Bartolomé es periodista, profesor y analista especializado en la región mediterránea.

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