La vida de una enfermera durante la pandemia: “La muerte no se normaliza”
Alba Roselló, sanitaria de un CAP de Barcelona, relata cómo ha sido trabajar en pandemia desde marzo de 2020 tras alcanzar el millón de positivos de covid en Cataluña
”¿Tenemos que tener miedo?”. Una alumna le lanza la pregunta a Alba Roselló, enfermera del CAP Can Vidalet (Esplugues de Llobregat, Barcelona), después de anticipar un posible confinamiento en España al final de su clase universitaria. Es principio de marzo del 2020 y el coronavirus se expande aún en silencio en España. “No lo sé”, responde, “pero evitad los sitios con gente”.
Hace semanas que Roselló va en coche al trabajo muy a su pesar. Evita las masificaciones. No toma el transporte público. Tampoco el ascensor. El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, declarará en unos días el estado de alarma, y los responsables de Roselló convocan a médicos, enfermeras, administrativos y trabajadores sociales del CAP Can Vidalet. “Empezad a desprogramar visitas”, piden. “Se acerca una situación como nunca antes que cambiará la estructura del sistema sanitario. Tenemos que prepararnos”.
Roselló empieza la ronda de llamadas. Algunos usuarios se ponen al teléfono. Otros ya no. “Soy un familiar suyo. Murió de covid”. Las ambulancias llegan tarde a las llamadas de los pacientes enfermos. Algunos, le explican sus compañeros, han fallecido de camino al hospital. Roselló multiplica su temor: “Qué puede ser este virus que se expande y mata con esta rapidez”. Las radiografías descubren pulmones blancos y los pacientes llenan los centros hospitalarios.
El Departamento de Salud moviliza a los profesionales. A Roselló, con experiencia en una UCI neonatal, la trasladan al hospital Bellvitge, donde los despachos de los responsables se transforman en boxes para críticos. Apenas hay un enchufe, quizás dos, por paciente. El sistema, se dice a sí misma, no estaba preparado para esto. Los anestesistas asumen funciones de intensivistas [especialistas en cuidados intensivos] y nadie conoce del todo la enfermedad. Los tratamientos cambian cada tres días. La saturación es total. Los sanitarios se protegen con materiales plásticos y el miedo se instala entre pacientes y profesionales. Roselló sufre cada vez que entra en la habitación de Jaume y Pedro, a quienes cuidará durante el próximo mes y medio. Una frase le retumba en su cabeza. “Todos estos pacientes de esta UCI van a morir”, le espeta una compañera a su llegada al hospital. Se promete luchar cada día contra eso.
Duerme mal, sueña con los pacientes y no descansa. Como la mayoría de sus compañeros. Una amiga le avisa: “Te estás implicando demasiado con tus pacientes”. Quizás. En casa no sale de su habitación. Llega por la noche y se mete directamente en su cuarto, donde cena y estudia. Le aterra infectar a sus padres. Está sola. Se siente sola. También sus pacientes intubados, a quienes pone el teléfono en sus orejas para que oigan la voz de los hijos y nietos que no pueden visitarles. “Está sonriendo”, dice Roselló a través del teléfono para que los familiares se lo imaginen. Conoce el nombre de casi todos los allegados. Les llama a diario para informarles de su evolución. Lo peor, admite ahora, es llamar a un familiar para ofrecerle venir a despedirse porque ya no hay cura. Y Roselló recuerda: “La muerte nunca se normaliza”.
El confinamiento surte efecto. Los hospitales se vacían. La enfermera vuelve su CAP para hacer visitas domiciliarias. Otro golpe de realidad. Las patologías se han agravado por la falta de recursos. A los pacientes crónicos no se les ha mantenido el seguimiento. Un anciano fallece seguramente por una insuficiencia cardiaca y su pareja, con Alzheimer, cree que duerme. Al cabo de unos meses también morirá. “No estamos llegando a tiempo”. En otro domicilio, un matrimonio que visita semanalmente se convierte en un confesor inesperado. “¿Cómo estás?”, le preguntan. “Mal”.
Los aplausos en los balcones cesan. Ella casi que lo agradece. “Los políticos nos han tildado de heroínas, pero no nos dan los recursos necesarios”, denuncia. Siente que los pacientes empiezan a quejarse cada vez más. Es normal, piensa. “El sistema ha caído y ahora debe rehacerse”.
Las olas se suceden. La segunda, la tercera, la cuarta. Empieza la vacunación y Roselló no duda. Doble pinchazo y confianza absoluta en la ciencia. Los ancianos también la piden todos. Hay esperanza. También hay excesos. Los botellones se suceden y la enfermera siente una contradicción. “La gente tiene una responsabilidad, sí, pero si los políticos abren los espacios, las personas los ocupan”. Algunos botellones le duelen, pero prefiere repartir culpas. También disculpa, como cuando el consejero de Salud, Josep Maria Argimon, reconoce que algunas aperturas fueron precipitadas. “Es normal que haya errores”.
El virus se mantiene controlado y las prioridades sanitarias cambian. Los trastornos alimentarios crecen, como las tentativas de suicidio y la ansiedad entre los jóvenes. Las urgencias por trastornos mentales se disparan. “Ahora sale todo”. Los equipos sanitarios realizan actividades de prevención en los centros educativos. Allí, un grupo de jóvenes asegura no querer quitarse la mascarilla. “¿Por miedo al contagio?”. No, dicen, porque con mascarilla la gente parece más guapa. Roselló suspira. Nunca imaginó que el impacto de la covid sería tan profundo. “Prefieren relacionarse a través de la mascarilla, de un filtro”. La vida de Instagram. “La covid lo ha cambiado todo”. Y aquí sigue. Con un millón de casos declarados en Cataluña.
Un millón de positivos por covid en Cataluña
La pandemia ha afectado más en Cataluña que en ningún otro territorio de España. La comunidad ha alcanzado este sábado el millón de casos (1.000.468) por coronavirus, según datos de la Generalitat, la cifra más alta del Estado, en un momento en que los positivos muestran un ligero ascenso. Los datos de la Generalitat incluyen los test Elisa [una prueba serológica] y los casos determinados como probables.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.