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HOMENAJE AL BAR | 16

Un refugio con las amigas

El bar Buenavista, en Sants, es un local que une, como pocos en Barcelona, espontaneidad, buenas tapas y buen precio

Bar Buenavista en el barrio de Hostafrancs de Barcelona.
Bar Buenavista en el barrio de Hostafrancs de Barcelona.Joan Sanchez (EL PAÍS)
Carlos Orquín

Tener un bar refugio en Barcelona es muy complicado. La oferta tabernera de proximidad de la ciudad ya sabemos que tiene problemas de gentrificación evidentes que no vamos a volver a repetir, pero, en resumen: nada es bueno, ni barato, ni te permite estar a gusto sin tener que cumplir normas anti habitantes locales como tener que cenar obligatoriamente a las siete de la tarde. O pedir según qué bebida si usas la terraza con un plus de precio. Por eso, los bares donde refugiarse se han convertido en un santo grial a encontrar por parte sobre todo de una generación de treintañeros de clase media degradada —los veinteañeros tienen aún menos expectativas en la hostelería— que no quieren conformarse solo con la mediana de Estrella Galicia que ofrecen nuestras vecinas de origen asiático, que está muy bien, pero a veces se echa en falta algo más. Si además se quiere comer algo y salir de una vez por todas de Gràcia (por favor): Buenavista Bar, en la calle Sant Crist 23, en Sants.

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La barra metálica y la pizarra hay que saberlas llevar. No vale cualquiera. Desde hace más o menos cinco años, no hay bar que pretenda ser neo-viejo que no tenga estos dos elementos intentando captar al buscador de autenticidad. Pero los que venimos de sitios donde quedan bares con mucha pureza —en mi caso, Sevilla—, los reconocemos a leguas. La pizarra no tiene que llevar sonrisitas pintadas y la barra tiene que invitar a ponerte donde quieras. Con eso ya empezamos bien. Además, tampoco necesitamos serrín en el suelo, cabezas de toros disecadas, ni ese olorcillo inquietante a melancolía, por decirlo fino.

El Buenavista me despertó esa alarma de buen bar donde encontrarse tranquilamente con amigas sin tener que reservar y pudiendo estar de pie, —¡sin sitio asignado!— la primera vez que fui cuando mis ex compañeras de piso Claudia y Elena decidieron mudarse a Sants. Ellas hicieron match con Jordi Beltrán, el propietario del local, en 2019 al llegar al barrio. Y enseguida me lo hicieron saber. Él llevaba abierto solo tres años antes, después de haber sido encargado en un sitio de Carrer Tallers y salir un poco huyendo del ambiente de aeropuerto gigante del centro de Barcelona prepandemia.

Cogió el local después de un tiempo cerrado. Cuenta que había sido un restaurante italiano un poco hortera y que lo primero que cambió fue el <parqué, porque le parecía excesivo para el ambiente que quería tener él. No hizo falta poner uno nuevo porque el que estaba debajo, ya le valía. El resultado es que queda la marca de donde estaba la barra anterior, lo que le da un punto arqueológico interesante y desenfadado.

No hay ningún problema en reconocer que la gente que pasa por el Buenavista habitualmente va(mos) muy de estar por casa queriendo. Porque así somos esa generación woke que se apunta rápidamente a todas las causas sociales —es que no tenemos otra—, aunque sea a golpe de pasar el dedito por la pantalla del móvil o de vestir algo reivindicativo. Jordi comparte esa atmósfera y en la cuenta de Instagram del bar no solo se habla de comida, ni felicita cada mañana con la dichosa sonrisa forzada. Cuando hay que poner las cosas (al fascismo, por ejemplo) en su sitio, se ponen.

Lo de encontrarse con las amigas no es solo en el sentido inclusivo, es que el 100% de las veces que he estado en el Buenavista había más mujeres que hombres y la atmósfera que tiene es de hermandad o sororidad constante. “Quizá facilita que no está en una calle de paso, no vale la parada técnica, se viene a propósito”, dice Jordi. Cuando le pregunto a mis amigas por anécdotas en el bar les viene a la cabeza cuando quedaban con su amiga Jasmina embarazada para buscar nombres para su bebé. O cuando fui a charlar con él la semana pasada para escribir este homenaje, un grupo de cinco chicas estaba tranquilamente tomando unas cañas. Una de ellas, erigida en lideresa, les echó las cartas a las otras de una a una, en un aquelarre pseudo-feminista, poniendo a parir a amantes, familiares y todo el que se terciara. Cuando acabaron le pidieron a Jordi una foto con una cámara analógica de usar y tirar y en un alarde de sabiduría premonitoria le avisaron, al decirles que se iba a Sicilia de vacaciones en plena ola de calor: “¿Eres de playa? Porque te vas al infierno”. No les faltaba ninguna razón.

Y ahora vamos a lo que importa. Otra de las cosas que posicionan al Buenavista como buen bar de proximidad o refugio de parroquianos, aunque todavía en la flor de la vida es: la ensaladilla rusa. Eso tiene que estar bueno, porque si no, no vale. Y la del Buenavista es de las de pocos ingredientes, patata muy hecha, bastante mayonesa y unos piquitos de pan pa empujar clavados encima. Ojo, y sin llegar a los cinco euros la ración razonable. Perfecta.

Se agradece que nunca se les haya ocurrido a Jordi o a Rafa, el amigo que le sustituye cuando él no está, llamar pulled pork a la carne mechada —al estilo canario o latino, no andaluz— en salsa. Ya sea en bocadillo o en tapa con sus rebanaditas de pan. Hay que probarla sí o sí. Otro plato con ingenio, pero recordando a lo de toda la vida son las albóndigas al curry verde. La oferta en general es de esas pequeñas, pero que buscan la calidad, con especial apartado a las conservas. “Solo cosas que he probado y me gustan, si no no tendría sentido servirlas”, aclara Jordi. El precio de las raciones oscila de los siete a los nueve euros.

El horario del Buenavista es bastante de tarde. En condiciones normales abre solo por las tardes/noches entre semana, y todo el día los fines de semanas, incluyendo el santo vermú sin el cual, ¿qué hubiera sido de nuestra salud mental durante esta primera mitad de 2021? Por eso, merece la pena pararse en las bebidas: los combinados de alcohol valen seis euros. Tiene pomada (alerta, menorquines), vermú casero y mezcal de buena calidad. Ah, y la caña de cerveza pequeña sale a euro y medio. Siempre, siempre, siempre suena buena música y variada, aunque con capacidad de hablar, si no se llena del todo. ¿Qué más se puede pedir para un buen rato sin pretensiones?

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Sobre la firma

Carlos Orquín
Periodista especializado en política, trabajó en la redacción de Barcelona de EL PAÍS y, después, en diferentes proyectos de televisión -en La Sexta, TV3, La2-, y radio en SER Catalunya. Actualmente, concentrado en la comunicación institucional y política, lo que compagina con comer a tiempo completo y escribir a tiempo parcial en El Comidista.

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