Benet i Jornet y Manelic, eternos en Montjuïc
El homenaje del Ayuntamiento de Barcelona al dramaturgo a los pies de la escultura del personaje de Guimerà se convierte en la ceremonia laica de su muerte el año pasado durante la pandemia
Manelic, personaje inmortal de Terra baixa, creación indeleble de uno de los padres del teatro catalán, Àngel Guimerà, encarna el espíritu de lo bueno y lo puro, del utópico mundo feliz. Tiene un monumento en el Jardín de las Esculturas de Montjuïc, la montaña que conocía como la palma de su mano desde niño el también dramaturgo Josep Maria Benet i Jornet, portador de buena parte de atributos, simbología teatral contemporánea incluida, de la criatura guimeriana. Imposible mejor escenario que ante la mirada de Manelic, pues, para el homenaje que el Ayuntamiento de Barcelona ha rendido hoy, con la alcaldesa Ada Colau al frente, al autor de la obra Desig o la telenovela Nissaga de poder, el día que habría cumplido 81 años.
El acto, que con cierta acritud había reclamado a principios de año desde las redes sociales la hija del escritor, Carlota Benet, al ver que el Consistorio anunciaba sendos reconocimientos a autores en lengua castellana como Carlos Ruiz Zafón y Juan Marsé, fallecidos también como su padre en plena pandemia en 2020, ha mostrado un tono acorde con la vida y la obra del propio Benet i Jornet, esa proximidad menestral tan ajustada como sentida. Así le ha sido fácil a su hija asegurar que el homenaje era “la ceremonia laica de despedida que no se pudo hacer” cuando la muerte de su progenitor, el 6 de abril de 2020.
El binomio indisociable hombre-ciudad ha cosido el acto. Porque ya en su debut, Una vella, coneguda olor (1963) hacía parecer Benet i Jornet (1940-2020) esa Barcelona que, según su hija, siempre fue para él “catalana, trabajadora, no burguesa y pobre, una ciudad que la obra de mi padre fijó y que aún existe, aunque algunos a veces parecen negarlo”. Entre momentos de infancia a su lado (magdalenas con chocolate; desayunos de él a base de nueces y zumos de naranja porque “quería vivir hasta los 120 años, decía”), Carlota Benet ha recordado a quien le decía que quería ser “no un lobo, sino un pastor”.
Convocado por esa frase como si fuera una de las ovejas de su rebaño dramatúrgico, Sergi Belbel le ha fijado como “amante de la gente y el teatro, por este orden”, y también “pasional, de buena fe, paciente, generoso”, intransigente con los que él mismo bautizara como “los estupendix, los amantes de la frivolidad y la superioridad moral”. Aficionado Benet i Jornet a “travesuras y algunas groserías”, a saltar por encima del fuego en las verbenas de Sant Joan (“cayendo de culo sobre las brasas más de una vez”), entiende que su vida fuera el teatro porque “es donde, decía, está el trato más directo con la gente, la interacción entre las personas; una de sus frases era: ‘Un teatro no es nada sin las figuritas’, por eso defendía que no somos nadie sin los otros y que es con ellos que hallamos sentido a la vida”.
‘Pastor’ de un corderito
En su testamento cultural, el legado lógico de quien entendía que “no somos nada sin los que nos seguirán y los que nos han precedido”, no han podido más que coincidir Belbel y el también dramaturgo y ahijado profesional Josep Maria Micó, quien aún le recuerda hoy nervioso ante sus estrenos “como si fuesen de obras suyas”, lógico en quien “siempre miraba a los que empezábamos de igual a igual, sin superioridad moral alguna”.
No miró nunca Benet i Jornet por encima del hombro, siempre consciente de sus orígenes muy humildes y que explican que Montjuïc fuera, como para muchos niños humildes de posguerra, su jardín. Buena parte de la culpa la tuvo un corderito que tenía su vecino Enriquet y al que llevaban a pastar por la montaña. La imagen bucólica la recordó el propio escritor en un texto que le encargó el Ayuntamiento en 2007 y al que le ha puesto voz el actor Jordi Boixaderas. Ahí descubrió en una Feria de Muestras tanto la primera y precaria demostración de una emisión televisiva como la de una Coca-Cola “con dos almendras saladas gratis, en un país donde nada lo era”; pero también conoció los barrios de barracas y los merenderos porque “la montaña pertenecía a la clase trabajadora”.
Montjuïc no le era lejano en tanto tendió a hacer amistades con gente del Poble Sec, barrio a la falda de la montaña más parecido socialmente al suyo, el del triángulo formado por la ronda de su Sant Antoni natal, ronda de Sant Pau, calle Hospital y la calle Tallers, según ha delineado su gran amigo Joan Lluis Marfany, en una intervención grabada desde Liverpool, donde ejerce de profesor. Sí, vivió también en el Eixample, pero “socializó poco en él”, no reconciliándose hasta el final, cuando localizó algunos bares y tiendas con esa vella, coneguda olor parecida a la de su infancia.
Esa menestralía abierta y generosa es la que rezumó toda su obra. Que había de llevarla a escena lo descubrió viendo por vez primera la película West Side Story, “porque era eso: la historia de gente humilde, de barrio, con sueños y luchas y él también podía contar eso”, ha atribuido telemáticamente Sharon Feldman, especialista en la obra de Benet i Jornet… y en la de Guimerà. Y es que el homenaje, de casi 80 minutos dirigido con tino por el dramaturgo Toni Casares, ha sido, en el fondo, puro Benet i Jornet, pura vida, y por ello no ha faltado, claro, teatro (Emma Vilarasau y Lluís Soler, leyendo un fragmento de Olors), música (Andreu Guillén y Albert Guinovart, al piano) y hasta un álbum de fotos, igual como quizá se hubiera hecho en casa. En un vídeo final, el dramaturgo confesaba: “Quiero llegar a los 100. No tengo interés alguno en morirme; la vida está llena de nyaps y desgracias; pero la vida es la vida”. Otro inmortal, pues, como Manelic.
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