El milagro de las encinas de Huétor Vega que suben como un suflé
Un mecánico y su hija impulsan la reforestación del árido municipio granadino con 8.000 ejemplares que crecen cinco veces más rápido de lo habitual
El desierto avanza en Granada. Le roba al Camino de los Neveros, que serpentea Sierra Nevada arriba, la poca riqueza que pueda tener. El pico del Veleta se alza expectante sobre este sendero que los arrieros del siglo XVI trazaron para llevar hielo hasta la capital cada verano. Por estas fechas no queda ya rastro de aquellas cumbres blancas, y se ha secado hasta la fuente de los Castaños, antigua parada obligada de la trashumancia. Las semillas de trigo mueren apenas tocar al suelo, tampoco prospera casi maíz, pero un obstinado mecánico se empeña en ganarle a la desolación metro a metro. Su nombre es Pepe Víbora, de 66 años, y ha impulsado la plantación de 8.000 encinas en Huétor Vega (12.000 habitantes) que crecen hasta cinco veces más de lo habitual.
Varios de los primeros ejemplares han alcanzado tres metros de altura en seis años. Semejante milagro biológico no es producto de la acción administrativa, sino de un movimiento vecinal que aglutina a 200 familias. El objetivo es claro: que la raíz pivotante de la encina, su principal raigambre, busque la profundidad. “La clave está en el agua, debe llegar hondo”, relata Víbora, que curva aún más la visera de su gorra para protegerse de un implacable sol de julio. “Vine a este pueblo desde Granada para prosperar, para tener una casa con terreno, pero ya no me interesa mi jardín, quiero cuidar del de todos”, agrega. Es miércoles, día de trabajo en el encinar, y una veintena de niños se apresura a traer y llevar cubos que llenan en un bidón. Los árboles con menos de dos años se riegan una vez a la semana durante el verano, y conforme crecen esa frecuencia es cada vez menor, hasta adaptarse a las adversidades del clima.
El área metropolitana de Granada se encuentra en muy alto riesgo de desertificación, según datos del Ministerio para la Transición Ecológica. Víbora aplica en este contexto una serie de saberes profanos que causan sorpresa entre propios y extraños. Ya en octubre deposita las bellotas dulces dentro de una bolsa de plástico reciclado, cuyo fondo rajará ocho meses más tarde para que la planta tome tierra sin quedar desprotegida. “La raíz pivotante empezaría a enroscarse sobre sí misma en caso de trasplantarse más tarde, como hacen muchas empresas de la reforestación”, explica el hombre, al tiempo que traza con su dedo una espiral en el aire. Los niños lo pasan en grande con una manguera de riego conectada a la fuente pública, previo permiso del Ayuntamiento.
El Camino de los Neveros es una vía pecuaria dependiente de la Junta de Andalucía, que también da el visto bueno a la Operación Encina, nombre del proyecto, aunque no otorga ninguna subvención. Todo se financia con la aportación de los implicados. Víbora agarra la azada y chasca unos alcorques de cinco metros dibujados con forma de media luna para aprovechar el desnivel del terreno y recoger la mayor cantidad de lluvia posible. En algunos de ellos ha enterrado un artefacto importado de África que ayuda a la absorción del riego. Se trata de un tubo de 30 centímetros, relleno de piedras, por cuyo extremo vierte el agua directamente a las raíces. “Así no se evapora, aprovechamos cada centilitro”, relata entre azadonazos. Las palabras parecen secársele en la garganta a 42°.
La vida de Víbora gira en torno a las encinas desde 2014, cuando vio arder junto a su hija Beatriz el Camino de los Neveros a la altura de Cenes, un municipio limítrofe, y ambos siguieron después los avances de la reforestación con interés. Cuál fue su decepción al comprobar que aquellos ejemplares perecían uno tras otro sin aparente remedio. “Esto es casi el desierto, ya no valen los métodos tradicionales. Entonces pensamos que nosotros podíamos hacerlo mejor. Le propuse a mi padre intentarlo, y la gente se fue sumando poco a poco”, rememora ella, de 36 años. En aquel entonces acababa de volver de Londres, donde estudió la carrera de Animación y residió una década. Todo lo que saben de la naturaleza es producto de una aguda intuición que varios expertos corroboran.
No son pocos los académicos que peregrinan hasta este bosque en ciernes, donde endrinos y majuelos cohabitan con las encinas, de crecimiento mucho más lento. Entre estos expertos está Mar Verdejo, ingeniera agrícola, paisajista y responsable del banco de germoplasma de arboledas singulares que impulsa la Universidad de Almería. “Nunca he visto nada igual, están consiguiendo acelerar los procesos de la naturaleza a través de técnicas restaurativas ancestrales. Refrigerando la tierra con riego profundo puede aumentar la biodiversidad y se va creando un microclima nuevo”, diserta Verdejo, que también ofrece otra clave: la memoria de las bellotas. “Las dificultades que enfrenta un árbol quedan inscritas en su genética”, agrega.
Pepe y su hija llegaron por su cuenta a las mismas conclusiones y comenzaron a recolectar el fruto de ejemplares centenarios. Para perfilar después su programa político, que consta de un solo punto: la repoblación de cualquier vía pecuaria a lo largo y ancho del país, unas rutas que dependen de cada gobierno autonómico. Ella formula la reivindicación con elocuencia: “Es suelo público, así que podemos empezar por ahí. Siempre que hablo con alguien de este asunto lo animo a que desarrolle la idea allí donde resida. Hay que pedir permiso, la Administración te comunica qué especies son autóctonas y cómo plantarlas, pero será la gente quien ponga su tiempo y su energía. Los bosques producen lluvias y limpian el aire, son el único futuro posible”. Su esperanza, admite, crece en paralelo a las encinas.
Implicar a los más jóvenes del pueblo es otra de sus metas. Beatriz repartió solo el año pasado 200 lotes con material para el cultivo de encinas en casa. Algo de sustrato, cinco bellotas dulces y una bolsa de plástico donde germinarlas. En el momento del trasplante, algunos niños colocan carteles con sus nombres, aunque otros como Marcos (11 años) se preguntan el sentido del gesto cuando “aquí todo es de todos”. El proyecto congrega a una heterodoxa tribu de profesores, amas de casa, carpinteros, albañiles, parados, ingenieros y estudiantes. Entre ellos está Tino Krell, un alemán de 55 años que llegó al municipio hace dos décadas por razones laborales. Se trata de un microbiólogo molecular, investigador de la Estación Experimental del Zaidín, centro que depende del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC).
El atardecer abruma con su caprichoso juego de luces doradas. Pequeños y grandes sacan la merienda, algunos toman asiento por primera vez en horas. Se mezclan los gestos de agotamiento y satisfacción. Krell contempla la estampa y apunta: “Soy padre y vecino, conozco la importancia que tiene crear vínculos en un sitio así”. A su juicio, jornadas de trabajo como esta bien podrían considerarse terapéuticas, constituyen un valioso campo de pruebas para el futuro. Y apostilla: “Los viejos protocolos están desfasados, el clima ha cambiado y ya no funcionan, pero muchos ayuntamientos siguen gastando dinero en ellos. Yo les diría que vengan a ver lo que un mecánico ha logrado en Huétor Vega”.
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