Muere a los 93 años Anita Sirgo, emblema de la lucha antifranquista en las cuencas mineras asturianas
La militante comunista coordinó a las mujeres en apoyo a la huelga minera de Asturias en 1962 y sufrió en sus carnes la represión franquista
Tal vez la escena más conocida de cuantas forjaron la leyenda de Anita Sirgo sucedió cuando, liderando grupos de mujeres durante las huelgas, iba a la entrada de la mina a lanzar maíz a los pies de los esquiroles, para llamarlos gallinas. Lo que hoy quizá se llamaría performance poética, entonces, en pleno franquismo, era solo militancia, y tenía sus riesgos. Ana Sirgo Suárez, la guerrillera del tacón, natural de la localidad asturiana El Campurru de Lada, Langreo, en la cuenca del río Nalón, falleció este lunes a los 93 años. Con ella se va un pedazo de historia de las cuencas mineras de Asturias y un emblema de la lucha obrera y antifascista.
Tenía en su humilde casa de Lada (fachada de azulejos, bajo un cielo frecuentemente nublado y de también frecuente orbayu) un grueso cenicero macizo y dorado en el que se leían las siglas del Partido Comunista de España y en el que se incrustaba una hoz y un martillo. “Yo no engaño a nadie”, decía. A quien la visitaba, y muchos la visitaban para conocer su historia, les ofrecía fabes o café con pastas. Por allí había pasado buena parte del santoral rojo español, como Pasionaria, Santiago Carrillo o su admirado Horacio Fernández Inguanzo, El Paisano, líder del comunismo asturiano clandestino. Conservaba fotos de aquellas visitas y una colección de carnés del PCE. Siempre presente el recuerdo de su marido, Alfonso Braña, minero del pozo Fondón.
Nació de familia minera. Su padre, Avelino Sirgo, fue un guerrillero fugado que acabó enterrado en una cuneta, como tantos miles en España. Su madre estuvo presa en la cárcel de Arnao. Anita fue detenida por primera vez con tan solo 12 años, así era su raigambre rebelde. Huérfana en la práctica, Sirgo estuvo a punto de ser enviada a Moscú, como uno de los “niños de Rusia”, pero finalmente fue recogida in extremis por unos tíos suyos de Llanes, cuando ya estaba haciendo escala en una Barcelona donde todavía resonaban las bombas de la guerra. De vuelta en Asturias siguió colaborando con las diferentes luchas, pequeñas y clandestinas, que tenían lugar durante la dictadura. Por ejemplo, como enlace de la guerrilla antifranquista.
La escena del maíz sucedió en las huelgas mineras de 1962, la llamada La Huelgona, en el primer ciclo de protestas obreras durante el franquismo, iniciada tras el despido de siete picadores del Pozo Nicolasa y en reivindicación de mejores condiciones laborales. Allí Sirgo comenzó a destacarse repartiendo octavillas, recolectando alimentos para la resistencia, transmitiendo mensajes secretos. Cuarenta mujeres se encerraron en la catedral de Oviedo en busca de la solidaridad internacional, y la hubo: se organizaron otras huelgas en Francia o Bélgica, y hasta Pablo Picasso pintó una lámpara minera como muestra de adhesión. La huelga se extendió durante dos meses a 60.000 trabajadores y consiguió parte de sus reivindicaciones en materia laboral.
La actividad clandestina de Sirgo no pasó desapercibida y ella dio con sus huesos en el calabozo de la Guardia Civil de Sama junto con su compañera Tina Pérez (otra notable mujer comprometida con la causa fue Celestina Marrón). Allí, indignadas por los gritos de los mineros apalizados en salas contiguas, empezaron a gritar y a golpear con los tacones en los muros, lo que le valió su sobrenombre de guerrillera del tacón (también porque en alguna otra ocasión utilizó sus zapatos como arma arrojadiza). Los guardias, según contaba Sirgo, se liaron a golpes con ellas y la dejaron sorda del oído izquierdo.
Como no consiguieron que delataran a los cabecillas mineros, les raparon la cabeza a navajazos, a modo de humillación pública. Unos 200 intelectuales denunciaron la dura represión de aquella huelga en una carta para Manuel Fraga, entonces ministro de Información y Turismo. Entre ellos Enrique Tierno Galván, Gabriel Celaya, José Bergamín, Juan Goytisolo, Fernando Fernán-Gómez, o José Manuel Caballero Bonald. Tras salir de prisión, Sirgo se exilió en París, donde aprendió a leer y a escribir: nunca había ido a la escuela. En 1966, dos años después, con Franco todavía en el poder, no pudo evitar volver a Asturias, donde fue identificada y estuvo otros cuatro meses encarcelada. Estando Sirgo en Francia, falleció su compañera Tina Pérez, que nunca superó las secuelas de la tortura sufrida.
Tras la caída del franquismo, Sirgo continuó en la lucha social, siempre implicada de una manera u otra, ofreciendo charlas o dando entrevistas. Presumía, de hecho, de preparar la mejor fabada en las célebres fiestas del Partido Comunista que se celebraban en la Casa de Campo de Madrid, y también estuvo implicada con Comisiones Obreras. En 2013 fue una de las personas que firmó la denuncia contra los crímenes del franquismo ante la jueza argentina María Servini. Se implicó con el feminismo y seguía indignándose con las sucesivas crisis y el avance de la precariedad, que veía afectar, sobre todo, a las jóvenes generaciones.
Con el cierre de las minas no solo termina una actividad económica, sino también una forma de vida, unas costumbres, una cultura y las cuencas mineras se instalan en una crisis no solo demográfica sino de identidad. Todo salía de la mina, decía un refrán, y ya no hay minas. El recuerdo de figuras como la de Anita Sirgo fijarán aquel mundo en la memoria del mundo por venir.
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