Las patentes españolas del horror y la resistencia: pinturas, objetos y textos que reflejan lo peor y lo mejor del país
La exposición ‘El tragaluz democrático’ recorre las políticas de vida y muerte en el Estado desde la Inquisición hasta los últimos fusilamientos de Franco
Un garrote vil, un látigo usado contra los esclavos, un cuadro donde se muestra un quemadero humano de la Inquisición, imágenes de los bombardeos indiscriminados sobre población civil, el listado de desaparecidos de un pueblo hecho a mano por uno de sus vecinos; fotografías de la matanza de Paracuellos; una reproducción del coche del atentado en el que murió Carrero Blanco… Todo forma parte de la exposición El tragaluz democrático: Políticas de vida y muerte en el Estado español, que recorre a lo largo de 13 salas en el centro de arte de la arquería (Madrid) y hasta el 23 de julio la historia del país, contada como una larga pugna entre represión y avances democráticos, entre la imposición de ideas y la reivindicación de derechos.
La muestra se titula El Tragaluz en honor a la obra del mismo nombre que Antonio Buero Vallejo, encarcelado por el bando franquista ―llegó a estar condenado a muerte― e hijo de un militar asesinado por el ejército republicano, estrenó en 1967 y en la que propone un viaje de ciencia-ficción entre la posguerra y el futuro, el siglo XXV. “Su propia biografía”, explica el comisario de la exposición, Germán Labrador, “cuestiona la división en dos bandos y la obra sitúa a víctimas y victimarios”.
La primera parada del recorrido abarca desde el sexenio democrático (1868-1874) hasta la II República (1931-1936, inicio de la Guerra Civil). La réplica de El aquelarre, una de las pinturas negras de Goya, cuelga del techo y otra ilustración recuerda el descubrimiento, en 1869, durante unas obras en Madrid, de un quemadero de la Inquisición. En su discurso en las Cortes Constituyentes de ese mismo año, el diputado José Echegaray, que en 1904 ganaría el Nobel de Literatura, cita ese macabro hallazgo para defender un derecho fundamental: “En el quemadero de la Cruz veréis carbón impregnado de grasa humana, restos de huesos calcinados (...) No ha muchos días, y yo respondo del hecho, revolviendo unos chicos con un bastón sacaron de esas capas de cenizas tres objetos que tienen grande elocuencia, que son tres grandes discursos en defensa de la libertad religiosa: un pedazo de hierro oxidado, una costilla humana calcinada casi toda ella, y una trenza de pelo quemada por una de sus extremidades”. Echegaray logró solo parte de su propósito: la Constitución de 1869 reconoció la libertad de culto, pero otorgó primacía a la religión católica.
La I República, explica el comisario de la exposición, “asentó las bases de las libertades democráticas”, pero duró poco. “Llegó la Restauración, las guerras coloniales, donde se construyen los cimientos del nacionalismo español contemporáneo, el nacionalcatolicismo de Menéndez Pelayo, que justifica cualquier tipo de violencia para afianzar la identidad católica española”. La sala expone un garrote vil hecho por un cerrajero municipal de Toledo. “Es un invento español, la herramienta industrializa la muerte y se utiliza intensamente en las colonias”. Fue allí, cuenta el comisario, donde cuajó el concepto de que todo civil era combatiente. “Las leyes contra vagos y maleantes se diseñan pensando en Filipinas. En el Rif se ensaya lo que va a pasar en la Guerra Civil. Además, España tiene desde ese momento el dudoso honor de ser la primera nación que bombardea con armas químicas desde aviones a población civil”.
La figura de un gigante destaca en esta primera parte de la muestra. “Corresponde a Pere Mas Roig, El Pigat, pariente del expresidente catalán Artur Mas e industrial de la segunda mitad del XIX, que levantó su patrimonio con la compraventa de esclavos. El muñeco se lo hicieron en su pueblo como homenaje ya bien avanzada la democracia. Creían que lo merecía”, afirma Labrador.
Cuando no tocaba, cuando Italia, Portugal… tenían ya dictaduras fascistas, prosigue el comisario, “toda esa energía civil larvada durante tres generaciones de sometidos estalla, el sistema colapsa y llega la II República”. “Pero el Estado”, explica el comisario, “es fiel todavía a sus mecanismos de brutalidad, como muestra la matanza de Casas Viejas [22 muertos en un levantamiento campesino en Cádiz en 1933]”. En otra vitrina se expone “la esperanza, la ventana a la utopía de esa época, cuando la felicidad se convierte en proyecto político”. Es una de sus partes favoritas de la exposición e incluye el original del discurso que el poeta Federico García Lorca, quien sería asesinado cinco años después, pronuncia en la inauguración de la biblioteca pública de Fuente Vaqueros [”sabed, desde luego, que los avances sociales y las revoluciones se hacen con libros (…). Que no valen armas ni sangre si las ideas no están bien orientadas y bien digeridas en las cabezas”], y los textos de niños a los que su maestro, Antoni Benaiges, había pedido que imaginasen el mar antes de llevarlos por primera vez a conocerlo: ”Será muy hondo. Tendrá dos metros de largura…”.
En tiempos de revisionismo histórico, con la memoria democrática en el centro de la polarización política, el comisario admite que dieron muchas vueltas a cómo abordar la Guerra Civil en la exposición. “La idea que finalmente adoptamos fue colocar los bombardeos en el centro porque la guerra es básicamente el enfrentamiento entre un bando con capacidad de bombardear y otro que no la tiene. Son las potencias las que ponen las armas”. Sobre una de las paredes se proyecta un documental que la Generalitat de Cataluña hizo de sus efectos sobre la población civil. “Son imágenes muy duras, insoportables, y se hacen cuando la guerra está ya perdida para explicarle a la opinión pública francesa lo que le va a pasar después”. Enfrente, un cuadro de Celso Lagar Arroyo, propiedad del Reina Sofía, “analiza desde la perspectiva republicana y de forma crítica los fusilamientos de religiosos y de supuestos quintacolumnistas. No resulta fácil encontrar”, añade Labrador, “una pieza equivalente en el otro lado: un pintor franquista criticando en directo la violencia de su bando”.
La plaza de toros que se convirtió en un huerto
Una réplica del cartel de la corrida de toros en honor al dirigente nazi Heinrich Himmler, celebrada en las Ventas en 1940, hace de transición con la sala dedicada a la posguerra. Lleva el yugo y las fechas de Falange y la esvástica nazi. Al lado, una foto recuerda que durante la guerra esa plaza se había convertido en un enorme huerto para alimentar a la población.
El comisario ha querido llevar también a la muestra, como ejemplo de resistencia, una reproducción de la escultura que en Santiago de Compostela homenajea a dos represaliadas conocidas como Las Marías. “Las hermanas Fandiño tenían fama de locas porque paseaban por la ciudad con ropa estrafalaria, bromeando con los estudiantes. Pertenecían a una familia anarquista muy machacada por la represión, lo que las condenó a la pobreza más absoluta, pero en lugar de venirse abajo, construyeron esa especie de máscaras de colores y salían en los años más duros a desafiar con su dignidad y su presencia a los asesinos de su gente. El pueblo las ayudaba en secreto, dándoles comida, arreglando su casa…”.
Un ninot indultado en los años sesenta, traído desde el museo fallero de Valencia, recuerda otra forma de violencia, el hambre, a la vez que el instinto irrefrenable por salir adelante. La figura representa a un hombre viudo que ha comprado una cabra para alimentar a su hijo, que pelea con la propia cría del animal por su leche. También hablan de la resistencia las imágenes en los campos de concentración nazis tomadas por Francesc Boix, quien llegó a intervenir como testigo en los juicios de Nuremberg, y la vitrina donde se exponen las cartas, dibujos y objetos de presos republicanos empeñados en sobrevivir en las hacinadas cárceles del franquismo, entre ellos, el retrato en carboncillo que Buero Vallejo hizo de Miguel Hernández.
La exposición termina con una reproducción del coche del atentado en que murió Carrero Blanco, ubicado frente al retrato de Franco que el presidente tenía que ir a ver ese día, y un cuadro de Genovés sobre los últimos fusilados de la dictadura, en 1975. Para la pieza del coche, el artista Fernando Sánchez Castillo explica que él y otro compañero cubano tuvieron que comprar las fotos de EFE porque el Museo del Ejército no les dejó ver el automóvil. “El último retrato de Franco, de Tino Grandío y del año 1973”, destaca Labrador, “ya no lo pinta a él, sino a la época: es la dictadura deshaciéndose”. El lienzo muestra a un hombre anciano, diminuto, sentado sobre un sillón que parece mucho más grande. Está a punto de entrar la luz.
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