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TRIBUNA
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Casas Viejas

Se cumplen 90 años de la matanza de 22 personas en un levantamiento campesino en Cádiz, muestra de los problemas que para la II República acarreó la subordinación del orden público al poder militar

Matanza de Casas Viejas
Muertos en el levantamiento campesino de Casas Viejas, en el cementerio de la localidad gaditana en enero de 1933.

Casas Viejas, enero de 1933: diecinueve hombres, dos mujeres y un niño muertos. Tres guardias corrieron la misma suerte. La verdad de los hechos tardó en conocerse, pero la Segunda República ya tenía su tragedia.

Todo comenzó el 10 de enero, cuando llegaron a Madrid las primeras noticias de disturbios en la provincia de Cádiz, donde grupos anarquistas amenazaban el orden.

Ese mismo día, el capitán Manuel Rojas se trasladó desde Madrid a Jerez con su compañía de asalto para poner fin a la rebeldía. Cuando llegaron a Jerez, la línea telefónica había sido cortada en Casas Viejas. Grupos de campesinos afiliados a la CNT cercaron con algunas pistolas y escopetas el cuartel de la Guardia Civil en la madrugada del 11 de enero. Tres guardias y un sargento estaban dentro. Tras un intercambio de disparos, el sargento y otro guardia resultaron mortalmente heridos.

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Por la tarde, dos docenas de guardias civiles y de asalto ocuparon el pueblo. Muchos campesinos, temerosos de las represalias, huyeron. El resto se había encerrado en sus casas, como la familia de Francisco Cruz, Seisdedos, un carbonero de 72 años que acudía de vez en cuando al sindicato de la CNT pero que no había participado en la insurrección. Un teniente ordenó que forzaran la puerta de la choza. Respondieron con disparos desde dentro y un guardia de asalto cayó muerto. A las diez de la noche, llegaron refuerzos con granadas, rifles y una ametralladora. Poco después se les unió el capitán Rojas, con 40 guardias de asalto, a quien Arturo Menéndez, director general de Seguridad, había ordenado trasladarse desde Jerez a Casas Viejas para acabar con la insurrección y “abrir fuego sin piedad contra todos los que dispararan contra las tropas”.

Rojas mandó incendiar la choza. Dos de sus ocupantes fueron acribillados cuando salían huyendo del fuego. Ocho muertos fue el saldo; seis de ellos quedaron calcinados dentro de la choza. La insurrección había finalizado. Amanecía un nuevo día, 12 de enero de 1933.

El capitán envió un telegrama a Menéndez: “Dos muertos. El resto de los revolucionarios atrapados en las llamas”. Le informaba también de que continuaría con la búsqueda de los dirigentes. Envió a tres patrullas a registrar las casas. Mataron a un hombre de 75 años. Apresaron a otros 12. Esposados, los arrastraron hasta la choza de Seisdedos. Rojas empezó el tiroteo, seguido por otros guardias. Asesinaron a los 12.

Decenas de campesinos fueron arrestados y torturados. El Gobierno, dispuesto a sobrevivir al acoso y críticas por la excesiva crueldad de la represión del levantamiento, eludió responsabilidades. Frente a “un conflicto de rebeldía a mano armada contra la sociedad y el Estado”, declaró Manuel Azaña en su discurso a las Cortes del 2 de febrero, él no tenía otra receta, aunque se corriera el riesgo de que algún agente del orden pudiera excederse “en el cometido de sus funciones”.

La oposición de la derecha, pese a que algunos periódicos como Abc aplaudieron inicialmente el castigo dado a los revolucionarios, creció a palmos a partir de ese momento. Eduardo Guzmán, quien visitó Casas Viejas junto al escritor Ramón J. Sender, planteó desde el periódico La Tierra serios interrogantes a la versión oficial.

Todos los sucesos trágicos que acompañaron a esos conflictos e insurrecciones campesinas contra la República tuvieron como origen el enfrentamiento con las fuerzas del orden. Detrás de ese método de coacción contra la autoridad establecida había esencialmente un repudio del sistema parlamentario y la creencia de que la revolución era el único camino para liquidar los privilegios de clase. Pero la utilización de los mecanismos de coerción del Estado en beneficio de las clases poseedoras y la brutalidad de las fuerzas del orden, que no sabían conservarlo sin disparar, aportaron también su parte.

No era un asunto menor ese del orden público, como se demostró una y otra vez durante esos años. Apenas nacida, la República se dotó de un “Estatuto jurídico” que otorgaba al Gobierno provisional “plenos poderes”, una excepcionalidad mantenida hasta la Ley de Defensa de la República de octubre de 1931 e incrementada por la Ley de Orden Público de julio de 1933.

La subordinación y entrega del orden público al poder militar acarreó importantes problemas para el régimen republicano, que nunca se planteó, o no pudo acometer, una reforma seria de ese sector de la Administración. Sus gobiernos utilizaron los mismos mecanismos de represión que los de la Monarquía. El poder militar siguió ocupando una buena parte de los órganos de Administración del Estado, desde las jefaturas de policía, Guardia Civil y de Asalto hasta la Dirección General de Seguridad.

Sanjurjo, Mola, Cabanellas, Muñoz Grandes, Queipo de Llano o Franco constituyen buenos ejemplos de esa militarización del orden público. Todos ellos tuvieron importantes responsabilidades en la administración policial y en el mantenimiento del orden. Y todos ellos fueron protagonistas del golpe de Estado de julio de 1936.


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