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Reforma delito sedición
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Cataluña en paz, España protegida, y el PP, desarmado

La reforma del delito de sedición culmina el proceso de normalización de Cataluña y sus efectos preservan al Estado de los previsibles reveses de su Justicia ante los tribunales europeos

Reforma del delito de sedición
Algunos clientes del bar Can Ros de Barcelona veían la declaración del 'exvicepresident' Junqueras durante el juicio del 'procés', en febrero de 2019.Albert Garcia
Xavier Vidal-Folch

La reforma del delito de sedición entraña tres efectos inmediatos. Completa la pacificación de Cataluña. Protege a la Justicia española ante los tribunales europeos. Y desarma al PP, que queda sin argumentos, lanceando enemigos inexistentes.

En efecto, la medida culmina sustancialmente el proceso de normalización de Cataluña iniciado con la vuelta al diálogo democrático e institucional que negaron el Gobierno y el Govern anteriores (armados en torno al PP y a Junts) y que han recuperado los actuales (encabezados por socialistas y esquerristas). En lo sustancial: pues claro que quedarán relevantes flecos pendientes, sobre todo por la parte catalana (pacto de reconciliación interna, retorno de empresas, completa igualdad de trato a la mayoría catalanoespañola).

Así que lleva a su etapa final la estrategia del ibuprofeno para bajar la inflamación y la temperatura de la cuestión catalana: prefiramos este concepto tradicional que la simplona y reduccionista alusión al “conflicto entre Cataluña y España”. El antipirético más convincente y, por tanto, duradero es el debate, la negociación y la transacción democrática, dentro de las instituciones y dentro de la ley.

La abrumadora evidencia indica que ha sido una estrategia exitosa: solo quienes odien a los catalanes, ignoren su realidad y no se acerquen a sus calles y plazas mayores (que de todo eso hay) pueden negarlo. El clima político y social se ha despresurizado. Ya solo algún grupúsculo residual insulta al discrepante, deslegitima al disidente y niega la pluralidad. Las avenidas de la Catalunya-ciutat no lucen ya un huérfano lazo amarillo. El unilateralismo ―esa equivalencia a tomarse la justicia por su mano― ha decaído. Las encuestas oficiales de la Generalitat indican que la ultraderecha encarnada en Junts (a la par que en Vox) decae. Más aún, se desploma: obtendría hoy apenas la mitad de sus diputados autonómicos. Y se impediría una mayoría soberanista en el Parlament.

Adicionalmente, los términos exactos de la reforma no exoneran de sus responsabilidades judiciales ni al expresidente fugado a Waterloo, Carles Puigdemont, ni a consejeros más adictos, y más declinantes. Lo contrario habría sido un despropósito jurídico (no puede haber delito sin pena). Y habría supuesto un intolerable trato discriminatorio: indebidamente favorable a la execrable conducta de huir de la justicia, frente a quienes libremente asumieron sus responsabilidades. Los prófugos podían y pueden volver. Que vuelvan, a rendir cuentas. Solo así podrán aspirar a beneficiarse de la generosidad democrática que con su golpe pretendieron destruir.

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Los efectos de la reforma no se agotan en territorio catalán: y, pues, también español, recuérdenlo los nacionalistas centralistas. Protegen asimismo al Estado de los previsibles reveses de su justicia ante los tribunales europeos (que asimismo forman parte del sistema judicial interno). No solo de los tribunales nacionales alemán, belga o italiano, que han ido marcando distancias ―no siempre justificadas, pero tampoco siempre injustificables— sino también de los supranacionales. Como el Tribunal de Justicia de la Unión Europea y sobre todo el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Pues es fácil detectar un doble consenso aún implícito: la coincidencia en la necesidad de haber sancionado las conductas delictivas, y al mismo tiempo la ausencia de sintonía por el peso abrumador de las largas penas impuestas.

La reforma de la sedición no va contra el Tribunal Supremo, sino que lo protege. Algunos de quienes cubrimos milimétricamente el juicio del procés en el viejo caserón de las Salesas podemos confirmar de nuevo que el designio de la Sala Segunda, y en particular de su presidente, el magistrado Manuel Marchena, era complementar la sentencia obteniendo una rebaja/reforma legal a tenor de la que ahora se arbitra. Circularon ideas y circularon papeles.

Pero no lo completó. Su tarea a la hora de rebajar el tipo, de rebelión a sedición, fue meritoria, en el contexto de un clima de crispación. Pero su percepción de que ello le obligaba a extremar el grado del castigo quedó entonces insatisfecha. Razones políticas colindantes a la respuesta de que cada cual aguante su vela contribuyeron al resultado incompleto. Pero lo impidieron, sobre todo, los síndromes corporativistas, como la insidiosa rebeldía mediática de la Fiscalía del alto tribunal. Agravada por la zaragozana coartada de su líder, que había atesorado en el pasado una apreciable trayectoria progresista.

El último efecto de esta reforma focaliza a los reaccionarios, y, por tanto, a una parte del PP. Es sencillo de describir. Si el Gobierno aguanta el envite —y le siguen también los barones más trémulos y oportunistas, que siempre reprochan a los demás los acuerdos con quienes ellos pactaron antes— los previsibles y ridículos insultos de “antiespañol” y “traidor”, a cargo del ultraísmo, quedarán en una tormenta de invierno. Lancear a los muertos, sea al terrorismo etarra o al unilateralismo catalán, es propio de tahúres a la búsqueda de propina fácil. Pero sirve de poco a la nación. Porque hay una receta mejor.

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