La política tóxica contamina a España
La confrontación que sacude desde hace años la política nacional se dispara con la pandemia y el uso masivo de las redes sociales, mientras la desafección no para de crecer entre los ciudadanos
Ya no hay un solo día de tregua en la política española. Podía serlo el aniversario de la Constitución, y la presidenta del Congreso, la socialista Meritxell Batet, bien que lo intentó el último 6 de diciembre. Su discurso ante los líderes de los partidos nacionales sonó como un toque de atención: “Hace ya mucho tiempo que sabemos de las consecuencias nefastas de considerar al adversario político un enemigo, de negarle legitimidad, de asumir un enfrentamiento constante e incondicional. El objeto del debate político democrático no es eliminar al contrario, sino integrarlo y transformar sus posiciones”. La escuchaban, entre otros, el presidente del Gobierno y el líder de la oposición. Concluido el acto, Pedro Sánchez y Pablo Casado se fueron sin darse ni los buenos días.
Desde su atalaya en el hemiciclo, Batet escucha a menudo hablar de que hay en marcha golpes de Estado, según unos promovidos por un Gobierno radical e ilegítimo, y según otros por una derecha montaraz conchabada con jueces y exmilitares. Bolivarianos y filoterroristas contra neofascistas herederos de la dictadura. Como si España fuese la prueba palpable de la ya clásica inversión del clásico aserto de Clausewitz: la política como continuación de la guerra por otros medios. Una guerra con armas del siglo XXI. Pura política tóxica.
No es que la historia reciente —y menos la remota— de la política española traiga recuerdos de un remanso de paz. Algunos analistas definen el momento actual como la “tercera ola de la crispación”, después de las que se vivieron en los años 90 y 2000, esas décadas en las que se fue “horadando la piedra”, como dice Iñaki Anasagasti, 18 años portavoz del PNV en el Congreso. Pero la virulencia actual sacude especialmente por el momento histórico, una crisis brutal y repleta de incertidumbres ante la que podía esperarse cierta voluntad de acuerdo. Así ha ocurrido en la mayoría de Europa. En España, las trincheras se han hecho más hondas.
Los males de la política. El diagnóstico que deja una encuesta de 40deB. para EL PAÍS es demoledor: dos tercios de los españoles creen que el debate político ha empeorado y una mayoría opina que sus representantes públicos no admiten errores, son incapaces de llegar a acuerdos y carecen de preparación. ¿Es injusta esa imagen tan negativa? Primero, la advertencia de rigor. “Es injusto decir que toda la política es igual”, se arranca el barón del PP más votado de España, el presidente gallego, Alberto Núñez Feijóo. “Pero efectivamente, no estamos en el mejor momento de la política. Hay políticos que han pasado líneas rojas que otros nunca hubieran pasado”. Feijóo, que arrolló en las últimas elecciones gallegas difuminando las siglas del partido, echa en falta “políticos que hablen más de lo que les preocupa a los españoles y menos de lo que les preocupa a ellos”.
España no es el único lugar donde se entonan lamentos por la crisis de la democracia, la polarización, la desconfianza ciudadana, la nueva comunicación política presidida por el vértigo y la superficialidad de las redes. La pandemia también ha echado más gasolina al fuego en países como EE UU o Brasil. Pero el caso español ha descollado en Europa. Entre los consultados para este reportaje —políticos en activo o ya en segundo plano— hay quienes aluden a la legendaria tradición cainita española y remontan el clima de confrontación política a los años de dura oposición del PSOE contra Adolfo Suárez. Entre ellos, Manuel Cruz, filósofo y senador socialista. Sobre ese viejo poso actuaría ahora una “comunicación fugaz, episódica y atomizada”, explica el anterior presidente de la Cámara alta, quien recurre al ensayista Christian Salmon para concluir: “Ahora ya ni siquiera hay relatos. Ahora es un fuego graneado constante”.
“Lo que se está deteriorando severamente en España no es solo la política, es el espacio público por entero”, subraya Cruz. Ese espacio donde se ha pasado del bipartidismo y del dominio de un puñado de grandes medios a la “multipolaridad”. Un campo abonado para amplificar la intoxicación. “La política ha sufrido un deterioro de imagen enorme. Se ha instalado ese tópico de que los políticos solo están para aprovecharse. Pero la política es solo el chivo expiatorio. Lo que hay que regenerar es todo el espacio público. Incluidos los medios de comunicación, que tienen pendiente una profunda autocrítica”.
Situado en una posición política que le permite distancias de la refriega diaria, Íñigo Errejón coincide en algunos de los diagnósticos: en el papel de los medios —”les interesa más un zasca que el contenido de los discursos”— y en el recurso “facilón” de crucificar a los políticos. “La gente le echa la culpa al político porque es el que sale en la tele. A los banqueros y los grandes empresarios no se los ve”, opina el líder de Más País, quien tampoco cree que sea el clima de bronca lo que más aleje a la política del ciudadano. “Cuando se está hundiendo el Titanic, a nadie le importa que la gente se insulte desde los camarotes”, alega. ¿Qué Titanic es ese? Una política, argumenta, incapaz de dar respuestas a un “mundo que es un caos” y que “anuncia todos los días acuerdos históricos sin que la gente perciba que mejore su vida”. “En lugar de traer la vida cotidiana, la política se encierra en un debate endogámico entre políticos y periodistas, mientras la gente se va al carajo”, resume.
Gabriel Elorriaga, con muchos años de servicio en el PP, se mira en el Parlamento británico y los “magníficos” documentos con que prepara sus debates. “Aquí se debate muy poco sobre documentos”, indica, un síntoma más de una política que el diputado popular ve anclada en “debates muy superficiales”. “El debate ordenado, riguroso, no funciona. Cuando discutimos de la ley de educación, discutimos de la religión o del idioma, no del fracaso escolar o de la calidad de la enseñanza”. A esa “desnaturalización de la política”, dice Elorriaga, “han contribuido tanto los perfiles de los representantes” como que “se hayan dejado pasar demasiados años sin que se haya dado una respuesta institucional a grandes problemas”. Un caso: el paro, esa eterna anomalía española.
La derecha. A José María Maravall, ministro de Educación en el primer Gobierno de Felipe González, le suenan muy familiares algunas cosas que ha escuchado decir estos días sobre la ley Celaá. “Pero no eran recuerdos del 84, eran de la Edad Media”, bromea quien también soportó un aluvión contra su reforma educativa. Entregado desde hace años a una productiva carrera como sociólogo, Maravall ya escribió en 2008 un libro titulado La confrontación política. En él comparaba los climas de crispación en la última legislatura de González y en la primera de José Luis Rodríguez Zapatero. La de Zapatero fue especialmente cruda. En una avanzadilla de lo que serían las tácticas de la posverdad, una parte de la derecha política y mediática intentó implicar al PSOE en una conspiración alrededor de las matanzas del 11-M. Un dirigente socialista de la época contabiliza 16 grandes manifestaciones en seis años contra la política antiterrorista del Gobierno. Y recuerda escenas a las que todavía no se ha llegado ahora, como la agresión al entonces ministro de Defensa, José Bono, en una marcha por las víctimas.
“La crispación se produce cada vez que gobierna el PSOE y desaparece cuando gobierna el PP”, afirma Maravall, que analiza el momento actual como una continuación más de esa tendencia, en algunos casos con temas recurrentes como la ya desaparecida ETA. Lo que constata ahora es “más ruido, porque todo se ha dispersado más, en esa situación es más difícil contestar [a los ataques] y están las fake news, una forma de deterioro de la democracia”. Y con otra diferencia: “El PSOE siempre tuvo a un competidor por la izquierda. Pero el PP nunca tuvo una presión como ahora con Vox”.
Más lejos en el tiempo se va Juan Carlos Monedero, fundador de Podemos y director de su fundación: “Lo que estamos viendo en la derecha es la continuidad de una tradición. La derecha española es doctrinaria, tradicionalista, muy decimonónica. Desde el siglo XIX ha cultivado la imagen del enemigo interno”. “Son la CEDA del 34 alimentada por los medios que la jalean”, concluye.
Algunos de esos medios y de esos comunicadores en guerra permanente con la izquierda ya estaban ahí en los años noventa. Y también acusaban a González de acabar con la división de poderes y poner en peligro la democracia.
La izquierda. En 2007, en plena ofensiva del PP contra Zapatero, un artículo de la politóloga Lourdes López Nieto en la revista de la FAES replicaba al discurso de la izquierda: “Crispación es lo que dice el PSOE que hace la derecha cuando compite electoralmente”. Feijóo también le da la vuelta al argumento de Maravall: “La tónica siempre es que cuando gobierna la izquierda hace oposición de la oposición en lugar de gobernar”. Y pone un ejemplo: “De Aznar decían que era de extrema derecha, de mí dijeron que soy de extrema derecha, y ahora lo dicen también de Casado”.
Los populares alegan que se limitan a reaccionar a cuestiones que consideran muy graves: los GAL y la corrupción con González, el Estatut y la negociación con ETA con Zapatero, los pactos con los independentistas y la gestión de la pandemia ahora. Elorriaga señala que, en momentos de tensión, la izquierda también ha actuado así: “Los escraches a Soraya, las mareas, las manifestaciones rodeando las sedes del PP, el Nunca Máis...”.
Hay voces en la izquierda que, sin dejar de culpar a la derecha, admiten que en su campo se cruzan intereses para no rebajar la confrontación. Esa vieja idea de la “derecha dóberman” como contrincante preferido. La evoca Cruz, quien, entre lo más actual, apunta a las maniobras de Unidas Podemos para torpedear el diálogo con Ciudadanos. Errejón lo tiene claro: “El Gobierno está cómodo con la foto de Colón”. Monedero lo deja en una pregunta: “¿Le interesó en algún momento a Sánchez que creciese Vox?”. Tampoco niega el fundador de Podemos que la radicalización de la derecha sea una reacción al independentismo catalán: “Ya les dijimos en su día que estaban despertando a la bestia del fascismo”.
Lo nuevo y lo viejo. En este clima de desazón con la actualidad, proliferan las añoranzas por los grandes liderazgos de antaño y una cierta sensación de que el nivel de la política ha tocado fondo. “No es que nosotros fuésemos mejores, creo que éramos más vocacionales. Ahora se ha hecho de la política una carrera profesional”, opina Anasagasti. Una tesis también muy corriente entre la vieja guardia socialista, de la que Maravall discrepa: “Sánchez es el primer presidente del Gobierno que habla inglés y es doctor. No es poca cosa. Iglesias tiene un doctorado en Ciencias Políticas. Alfonso Guerra no tenía ninguno”.
La aparición de nuevos partidos ha multiplicado las voces e intensificado el ruido. “Y el que llega nuevo tiene que gritar un poco para hacerse visible”, admite Monedero. Pero, frente a los que culpan a la aparición de su partido de haber encanallado el clima, el fundador de Podemos replica: “Al contrario. Nosotros venimos del 15-M, parlamentarizamos el conflicto, lo llevamos de la calle al Parlamento. Otra cosa es que rompiésemos el pacto de silencio que había sobre algunos temas: el rey emérito, las trampas del sistema electoral, los chanchullos vinculados al bipartidismo, el 3% de CiU...”
El futuro. ¿Hay indicios de que esto pueda cambiar? Algunas impresiones sueltas: Elorriaga apuesta por que el PP se olvide de Vox para construir un discurso propio; Cruz tiene la esperanza de que la consolidación del Gobierno tras los Presupuestos tenga un efecto apaciguador; Maravall es optimista con el Ejecutivo de coalición, porque “ese es el tipo de Gobierno más habitual en el mundo y el que mejor distribuye la renta”; Monedero teme que solo habrá “ruido, ruido y más ruido”. A Errejón le preocupa que este “hastío de cliente, de barra de bar, con la política” sea “el caldo de cultivo para que se vaya pudriendo la confianza social”.
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