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Pascua y resurrección donde reina la muerte

Los vecinos de Igualada se echan a la calle tras concluir la clausura del périmetro del municipio

Vecinos de Igualada, este domingo, en el municipio barcelonés.
Vecinos de Igualada, este domingo, en el municipio barcelonés.RUBÉN LUCÍA

El hombre se ha detenido en el camellón que divide las dos vías de la avenida de Balmes, una de las arterias que alimentan de personas a Igualada: saluda con la mano en alto a un auto, luego a otro y da paso a un tercero antes de retomar su propia marcha, parsimonioso y de buen humor. Cuando alcanza la otra acera, echa el trasero a descansar en un banco junto a una parada de autobús. El hombre es breve, algo encorvado, de largos setenta y luce una elegancia impar: pantalones grises de vestir, chaqueta negra y una boina oscura que deja ver sus canas cortísimas, como si no hubiera pasado ya un mes de confinamiento.

“No”, dice, “no sé cuándo pasa el transporte”. El hombre no está ahí para viajar a ningún lado: ha salido de su apartamento a pasear, pero no lo dice. “Estaba cansado de estar en casa. Y estoy solo. Camino solo y no molesto a nadie”. Y muestra que lleva mascarilla —de algodón verde, una que reparten en algunas farmacias de la ciudad— y guantes de látex blancos. “Además, ya vamos saliendo de esto, ¿no es verdad?”.

El hombre está en la calle por confusión, como cientos de otros habitantes de Igualada. El lunes 6, la Generalitat levantó el confinamiento perimetral que cercaba la comarca de la Anoia, donde están las primeras cuatro ciudades españolas cerradas a cal y canto por la brutalidad de su brote de coronavirus, y la medida produjo el mismo efecto que abrir una ventana cerrada por demasiado tiempo: cambió el aire.

Esto es, como si fuera un mal chiste, mucha gente no leyó que finalizaba el “confinamiento perimetral” sino que se acababa el “confinamiento”, a secas, y comenzó a salir a la calle como hormigas después de una tormenta. Decenas de autos comenzaron a circular por las calles perimetrales el primer día. Decenas más por las avenidas, los pasajes del centro histórico y las calles laterales. Y cientos de vecinos dejaron que el sol les diese en la cara, lanzados a merodear por los barrios, donde la policía no llegaba a vigilar.

Nadie pensó en un riesgo de rebrote, tal vez porque, como el señor de la boina, han visto que ya no muere tanta gente como antes ni se enferme tanta gente como antes. Por eso Igualada no ha estado sola en esa escapada incívica. El tráfico aumentó en Barcelona y las carreteras catalanas en vísperas de la Pascua. Cuando la Generalitat levantó el cerco sobre Igualada, vecinos de pueblos cercanos tomaron sus autos y bajaron a la ciudad a visitar a sus familiares. El problema de Igualada y la Anoia es la marca escarlata que lleva la comarca: son más de 200 muertos en una región de 70.000 habitantes, la tasa más alta de decesos por habitantes de toda España.

El lunes 6, primer día sin los Mossos en los accesos, Igualada tuvo un sol de paseo y la gente se animó a sacar la nariz de sus casas. Algunos vecinos se juntaban a fumar o conversar en los portales —a distancia prudencial— y los vehículos circulaban como si sus conductores tuvieran urgencia de llegar a algún lugar o de no ser vistos. Decenas de personas recorrían las callejuelas secundarias, lejos de las avenidas. El martes, el tráfico de autos y personas subió y para el jueves el silencio humano que había dominado una ciudad en estado de siesta permanente ya no era reemplazado por trinos y gorjeos sino por el rumor tenue de mototes a la distancia. Muchas personas ya andaban por la calle entonces sin mascarillas —no en los supermercados— y algunos se animaban tanto a pasear perros en grupo como a salir en pareja o andar a la vista sin bolsas de supermercados o mascota, los salvoconductos del virus. Hasta circulaban coches con dos y tres pasajeros a bordo.

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La policía de Igualada levantó cada día más actas de infracción al confinamiento, pero sus efectivos son limitados para cubrir el área. El Ayuntamiento admitía que la gente salía, y que no podía hacer mucho más que insistir a los vecinos en que se queden en casa porque sigue la cuarentena domiciliaria. Es un momento ominoso: los alcaldes italianos han alertado hace tiempo a sus pares españoles de que, en cuanto se relajan las medidas de confinamiento, los vecinos salen como adolescentes en viernes. “Es el efecto psicológico de tres semanas de encierro”, dice un funcionario municipal de Igualada. “Cuando levantas un poco la presión, la gente sale a tomar aire”. El lunes 6, el funcionario apostaba a que en dos o tres días, los vecinos estarían en casa otra vez. La escapada, según él, acabaría “cuando ya hayan respirado”.

No sucedió. Para el jueves parecía haber demasiada gente con los pulmones por limpiar. En la mañana, en una calle secundaria como el Carrer de Sant Josep, por ejemplo, se cruzaban al mismo tiempo un anciano arrastrando los pies tras un bastón con un jovencito empleado en arreglar alguna cosa en su garaje; una señora mayor enfundada en un chaquetón verde y un padre cuarentón, barbado y sonriente, que quería convencer a su hijo adolescente a que le ayudase a sacar las bicicletas a la calle. Unos metros más allá, una treintañera rubia en leggings negros era arrastrada por un mastín brutal apresurado por llegar a la rotonda arbolada con la vejiga a punto de reventar. Otro hombre mayor, también con bastón, doblaba desde una pequeña calle transversal y se cruzaba a poca distancia con dos adolescentes. Uno de ellos cantaba Malamente. Ninguno de los ancianos llevaba mascarillas; tampoco los demás.

Calles de nuevo vacías

El viernes, con la Pascua encima y el festivo del Viernes Santo, las calles están casi vacías. Apenas un sesentón en deportivas verdes y un polar naranja va y viene durante 15 minutos por el Passeig Verdaguer —si lo miran mucho, dobla en algún callejón— y unas pocas mujeres y hombres se pasean con y sin perros, una barra de pan, un botellón de whisky o nada, apartándose como apestados cuando se cruzan. A la vera del río donde se apiñan las fábricas abandonadas de pieles, un padre carga a su bebé y arregla la pared de su casa antigua con un amigo. Pasan los autos y los siguen con la mirada hasta que se alejan y entonces sí, como si supieran que no estaban haciendo lo correcto, regresan a la reparación.

Y nada más. Una tranquilidad de domingo anticipado o de un extraño cementerio bajo un sol vívido y vivible. ¿Durará esa reclusión? ¿Volverán las personas a enclaustrarse una vez que probaron el calor? ¿No habrá rebrote cuando miles en Igualada y millones en España regresen al trabajo en días, horas? En el recuperado silencio de ese viernes de Pascua, mientras, se oyen las voces que bajan de los edificios o suben desde los patios de las casas. Hay música en algún fondo. Gente en jolgorio. Risas. Hay quienes en estos días celebran a un dios que no conocen y que muere y dice resucitar. Y también hay quienes lloran en su silencio confinado a amores que conocían y no pudieron despedir, ni volverán.

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