Erica Muhl: “Enseñar música me hace mejor intérprete y compositora”
Alumna de la mítica Nadia Boulanger en París, compositora y directora de orquesta, esta estadounidense no concibe la creación sin la educación. Es la presidenta de la Berklee College of Music, una de las escuelas de música más prestigiosas del mundo cuyos alumnos suman 300 Grammy y 100 Grammy latinos
Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, el mundo se transformó en otra cosa. Y la educación musical comenzó también a atisbar distintos caminos. Es lo que llevó a Lawrence Berk a fundar en 1945 en Boston una escuela que no tuviera que ver con los fundamentos clásicos y que bebiera del jazz y otras corrientes que habían dado identidad propia a Estados Unidos. Lo hizo como homenaje a su maestro Joseph Schillinger, un emigrante ucranio que había desarrollado un método de enseñanza propio, abierto, mucho más práctico a la hora de progresar en una carrera. Hoy el Berklee College of Music es el centro más singular de su país dentro de su campo y cuenta con una sede en Valencia. De sus aulas han salido casi 300 premios Grammy, más que de ninguna otra academia, y más de 100 Grammy latinos. Es una escuela de éxito con proyección que ahora encabeza la compositora y directora Erica Muhl (Los Ángeles, 60 años), una artista que fue alumna en París de la mítica Nadia Boulanger, amiga de Fauré, Ravel y Stravinski y maestra de Piazzolla, Leonard Bernstein, Daniel Barenboim o Aaron Copland. Muhl nos recibe en la sede valenciana, donde vuelca hoy su experiencia en formar nuevos músicos dentro de un panorama que se transforma y requiere herramientas tecnológicas, comunicativas y de negocio tan hábiles como la destreza musical para triunfar.
La imagino a usted al entrar en casa de Nadia Boulanger, como antes habían hecho unos cuantos grandes, un poco nerviosa. ¿Me equivoco?
¡Tenía 16 años! Y ella había sido amiga de Stravinski, de Gabriel Fauré, de Ravel. Me enfrentaba a algo muy distinto a lo que había vivido una adolescente de esa edad en un lugar tan alejado de París como es el sur de California. Mis compañeros de clase también eran excepcionales. Cada momento me resultaba intimidante. Lo viví con humildad y fue algo muy transformador al tiempo.
No sé si a esa edad ya sabía qué quería ser.
Compositora, sin duda, aunque también me interesaba dirigir. A los 16 años tienes pasión pero no conocimiento suficiente de lo que ello supone. Empecé a enseñar muy pronto, cuando estudiaba, una manera muy apañada de pagar las facturas. Terminé mis grados de composición, me fascinaba. Al tiempo enseñaba piano. Mientras preparaba mi doctorado fui desarrollando más mi fuerte afinidad por la enseñanza y siempre pensé que ese factor me hacía mejor compositora y música.
¿Por qué?
Porque me obligaba a reflexionar profundamente en el entendimiento de lo que acometía para poder transmitírselo a los alumnos.
Si realizas algo, digamos, mecánicamente, no caes en la cuenta de forma consciente. Pero si lo enseñas, ¿ayuda eso a deconstruir lo que uno hace?
Exactamente. No solo tu propio trabajo, sino el contexto en que lo afrontas. Para mí supuso una revelación en ese sentido. Por no hablar de lo que te aportan los estudiantes: te refrescan, te retan continuamente, renuevan tu pensamiento. Debes hacerte cargo de que habrá varios que te superen en todo en pocos años, creo que eso hacía grande a mademoiselle Boulanger. Lo tenía claro. Era una música suprema y se apartó de la carrera por dar espacio a su hermana, Lili. En su forma de enseñar te transmitía siempre que deseaba que sus alumnos triunfaran. No cabía ninguna duda de eso.
¿Qué recuerda de ella como un primer impacto? ¿Qué cree que vio en usted?
La conocí en la Universidad de Berkeley por medio de Marcelle de Manziarly, que había estudiado con ella. Me pidió que tocara ante la maestra y que le enseñara alguna composición. Hablamos de música, me preguntó sobre mis métodos de trabajo y al final de la conversación, dijo: “¡Vale, te llevaremos a París!”.
De todas formas, usted provenía de ambientes culturales. Su padre fue ejecutivo de Universal Pictures y su madre amante de la música y escritora.
Pues sí, en mi caso, con mi madre tan aficionada a la música, creo que ni tuve oportunidad de decidir dedicarme a otra cosa. Empecé a estudiar piano con 3 años y componía a los 13.
¿Se ha preguntado si se hubiera querido dedicar a otro campo que no le viniera dado?
Lo he pensado. Creo que hubiese sido una gran abogada.
Al menos, quizás, hubiese ganado más dinero.
No por eso, sino porque creo que los artistas, muchas veces, necesitamos a alguien que sepa defendernos. De hecho, debemos saber argumentar lo que hacemos.
Por parte de su padre, también supo entender bien lo que eran las bandas sonoras. Y la música de anuncios, que también ha compuesto. De todo se aprende, ¿no?
Pues sí. Incluso en una época en la que existían grandes prejuicios contra eso. Si querías ser un compositor serio se supone que no debías cruzar esa línea. Hoy no existen esas barreras, creo. Se han superado. Ahora un compositor puede mezclar géneros de manera efectiva. A eso han ayudado las generaciones previas. El propio Aaron Copland compuso para el mundo del espectáculo o músicos de jazz probaron con piezas sinfónicas.
El sano eclecticismo. Pero aún existen reservas entre quienes no creen que Korngold, Herrmann o John Williams sean compositores serios.
Creo que lo son. La música para cine enriquece y no es nada fácil, requiere un gran oficio para que funcione.
Usted admira especialmente a Bernard Herrmann. ¿Lo conoció?
Yo no. Mi padre sí. Y eso que tanto él como Korngold vivían en nuestro mismo barrio. Herrmann era una figura en los cincuenta y los sesenta en Hollywood. Su colaboración con Alfred Hitchcock es legendaria. En ella apreciamos el verdadero arte de poner música a las películas. El diálogo entre el arte visual y el sonoro, la polifonía que requiere e incluso su punto contrario. Es un maestro en sugerir con sonido lo contrapuesto a la imagen, como contrapunto. Herrmann era de los pocos capaces de sostener con Hitchcock una discusión de tú a tú. ¿Lo puede imaginar?
No lo puedo imaginar.
Pues eso era Herrmann, un tipo con opiniones fuertes.
Alguna vez habrá que estudiar Los Ángeles como capital de la gran música tanto como del cine.
Los Ángeles ha sido un lugar extraordinario de músicos emigrados tras la Segunda Guerra Mundial: de Korngold a Schoenberg, de Stravinski a mi maestro Fritz Zweig, que tuvo como mentores a Wilhelm Furtwängler o Richard Strauss en Viena. Con un hilo que le conducía por tradición oral en la enseñanza hasta Beethoven. Increíble, ¿no? Yo he tenido el privilegio de recibir lecciones suyas. Todo eso conformó la industria del cine y el espectáculo tal como lo conocemos. Ese mundo hizo posible todo, lo abrazó.
Ahí se crio usted.
Sí, y no podías evitar crecer escuchando a la hora de comer esas conversaciones en las que debías estar atento y no perder detalle.
De ellas salió una compositora y una futura enseñante, pero muy decidida.
Sí, bastante. De hecho, volviendo a mademoiselle Boulanger, recuerdo lo que nos dijo el primer día de clase: “Si cualquiera de vosotros puede hacer otra cosa aparte de la música, que se dedique a ello, porque esta vida es demasiado complicada si no te entregas totalmente a ello”.
Primer aviso. ¿Se fue alguien?
Nadie, desde luego.
Usted ni dudó.
No, nunca. Tenías que estudiar dirección dentro del plan de estudio. Te tiras años buceando en partituras. Y preguntándote, desde las primeras clases, vale, si yo fuera este compositor, ¿cómo querría que se interpretaran mis obras? ¿Qué espero que descubran en ellas? Me centré en dar forma a las piezas desde un profundo respeto a quienes las crearon y, una vez creía tener una visión de ellas, afrontarlas de manera decidida.
Ahora usted es maestra, también. Preside una de las instituciones de educación musical más prestigiosas del mundo. ¿Qué le llena más? ¿La creación, la interpretación o la educación?
Ser profesora es el mejor trabajo del mundo. Transmitir lo que has hecho y aprendido, tus experiencias, tu visión profesional, es la sinergia perfecta. Para mí ha sido fácil trasladarlo al aula. Se produce una dinámica de retroalimentación, refrescas tus ideas, tu visión. Me beneficia a mí tanto como a los estudiantes. Nos enriquece mutuamente. Insisto en este aspecto, creo que soy mejor compositora hoy porque tengo la oportunidad de enseñar.
¿Es Berklee un intento de buscar el lado práctico del arte?
Es una manera interesante de verlo. Me gusta pensar en la institución como algo así: una forma de proporcionar combustible al arte con conocimientos y capacidades en otras áreas. El de la tecnología, para empezar. Como herramienta para adquirir y compartir información. Para que broten nuevas ideas. Es un campo fundamental. Además, un músico no debe ser ajeno al conocimiento del negocio, tanto si encaminas ese apartado como algo para lograr beneficios o no. ¿Qué artista no quiere triunfar en lo suyo? El caso es intentar proporcionar más herramientas que meter en la caja.
Desde muy pronto usted hizo uso de la tecnología, ¿cómo percibió su utilidad para la música?
Todavía recuerdo a finales de los ochenta cuando cayó en mis manos mi primer ordenador y los primeros programas de composición. Cambiaron la vida de todos nosotros. Para bien. La autopublicación y poder hacerte, por ejemplo, con el 90% de los derechos es algo que en principio no sabes manejar.
Todo eso ha cambiado radicalmente.
Sí, porque ahora el poder no reside en las discográficas. Pero todo depende del género al que te dediques. El streaming ha irrumpido y cambiado el modelo financiero. Las nuevas generaciones deben ser muy conscientes de cómo manejarse en los actuales modelos de negocio. Necesitan diseñar sus propias maneras de desarrollarse.
¿Y la promoción?
La comunicación visual, para promocionarse, en mi opinión, va a jugar un papel crucial en eso.
¿Y saber cómo contar en palabras qué haces? ¿No se le da poca importancia a eso?
Por supuesto. Es incluso más difícil que la habilidad visual. Todo, además, se está moviendo de las plataformas de comunicación tradicionales a las sociales. Dependerá de ellos mismos lo que cuenten y deben aprender a transmitir sus propuestas.
Explíqueme, por ejemplo, ¿en qué una escuela como Berklee marca la diferencia?
Su historia, sus raíces. Fue la primera escuela de música que se fundó sobre la base del jazz y las corrientes de la diáspora. Y eso permanece en nuestros pilares originales. Fomenta otros valores como la oralidad. En sus comienzos, Berklee, de hecho, surgió porque unos artistas concibieron una manera de enseñar que habían aprendido sin libros o partituras. Esa es una filosofía completamente ajena a las demás y sigue presente en nosotros, en nuestra concepción y la metodología. Yo creí que conocía bien la institución, pero una vez dentro soy consciente de que se trata de algo radicalmente singular, único. Precisamente a la hora de empeñarse en la voluntad de pensar las cosas de otra manera. Continuamente. Eso marca la diferencia.
¿Son muy conscientes los alumnos de ese valor?
Sí. Un artista es una promesa. Cuando muestras a un joven que sus ideas son buenas y lo ayudas a darles forma, a expandirlas, a engrandecerlas, a conectarlas con otras cosas, surge algo muy poderoso en términos de confianza. Ayudarlos a que se vean en diferentes circunstancias a las que conocen o se imaginen en otros caminos a los que se supone que deben tomar, es fascinante. Más si provienen de hábitats desfavorecidos, donde les resulta difícil imaginarse destinos mejores. Conseguir en esos casos que lleguen a un campus como Berklee, donde se puedan sentir cómodos y cualificados para aprender, da sentido a lo que hacemos. Eso transforma.
¿Por qué cree que muchos eligen Berklee para aprender y qué esperan ustedes de ellos?
Creo que representa una promesa que pueden alcanzar. Seleccionamos a aquellos que tienen el talento, la dedicación y la voluntad de seguir ese camino. Buscamos encajar en los dos sentidos, que ellos se adapten y que nosotros les podamos servir de algo. Aquí se presenta gente muy diversa. Muy diferentes unos de otros, no cortados por el mismo patrón. Tenemos que conocerlos bien. Fijarnos en la singularidad y originalidad de cada uno. La música es un faro para los jóvenes. Hoy es más accesible que nunca, más variada que nunca, más barata. Es fácil descubrir nuevos géneros y artistas. La música representa alimento para los jóvenes lo mismo que la tecnología es aire para ellos. Cuando una institución como esta valora esa singularidad, cada diferencia y tradición, entienden, lo valoran y lo dan todo.
Suena a paraíso. ¿Lo es?
Somos muy exigentes a la hora de seleccionar. Buscamos el talento. Muchos llegan muy pulidos, otros no, pero procuramos descubrir en ellos una materia básica muy grande a desarrollar. Somos activos en plataformas como YouTube y otras redes y canales para llamar la atención e invitarlos a que se acerquen y nos conozcan.
Se centran en lo disruptivo, ¿hay otra manera de encontrar el talento artístico?
Si analizamos la historia de la música, lo bueno, lo que cambia las cosas, es siempre disruptivo. La naturaleza del arte lo es. A veces, esa disrupción la origina una persona, otras el contexto. Quizás nosotros buscamos eso porque no sentimos la necesidad de hacer las cosas como los demás. Nos fijamos en qué hacen otros, con admiración, pero buscamos nuestra vía, que es la exploración, el mestizaje, la experimentación. Si lo cambiáramos, dejaríamos de ser nosotros: de desarrollar un lugar que provoca un continuo viaje de descubrimientos para jóvenes artistas. El punto en que llega un estudiante es muy diferente a la manera que sale. Creo que, además, les proporcionamos una manera única de crecer a cada uno de ellos, a medida.
¿Centrarse en la individualidad dentro de un mundo en continuo cambio, en perpetua mutación?
Tratamos de ofrecerles respuestas, soluciones, caminos. Pero podemos mejorar en ser más flexibles, procurarles herramientas para que en este panorama vayan adaptándose continuamente a cada nueva situación. Esa debe ser nuestra inagotable ambición como educadores.
Usted se ha labrado un camino de éxito cuando las dificultades para las mujeres eran evidentes. No abundan ni siquiera hoy las directoras de orquesta, las compositoras. ¿Cómo se las arregló? ¿Han cambiado ahora las cosas en ese sentido?
Para las nuevas generaciones han cambiado a mejor. En mi caso, nunca quise considerarme una mujer compositora ni una mujer directora. Sentí que era una limitación que no deseaba aplicarme. Me vi en situaciones que no me lo pusieron fácil, pero no tanto como para aceptar lo que yo creía que me corresponde. Así me fue posible avanzar, con una mentalidad maratoniana, de visión a largo plazo. En eso soy buena, en el largo plazo, en no preocuparme por los pequeños inconvenientes del camino. Me ha servido en un espacio que ha sido dominado tradicionalmente por hombres. Pero eso no debe servir de pretexto para no intentar hacer lo que debes.
En eso seguro que le sirvió el ejemplo de Nadia Boulanger.
Creo que lo que ella logró en una época mucho más dura que la mía en esos términos fue extraordinario. Cuando ves que en los años veinte dirigía obras de Copland en Boston, te llevas las manos a la cabeza. ¿Cómo lo hizo? Pero como alumna suya siempre me fijé en sus logros como tales, no solo en sus logros como mujer. Eso fue lo que realmente me inspiró.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.