Los malditos anuncios del turrón
Que nos conmuevan tanto esos anuncios tan cursis muestra hasta qué punto seguimos valorando la bondad y el amor


Y aquí estamos, en mitad de las fiestas navideñas, con Nochebuena a la espalda y Año Viejo y Reyes por delante. Unas fechas que siempre arañan un poco el corazón, incluso el de aquellas personas que insisten en que a ellas estas celebraciones les dan lo mismo. Por ejemplo, conozco gente que, para mostrar su olímpica indiferencia ante la Navidad, pasa estos días en algún país no cristiano, en algún rincón de Oriente o del mundo árabe, para ahorrarse hasta la visión del espumillón y las bolitas. Pero a mí me parece que esa huida geográfica es la prueba más clara de lo mucho que les afectan las festividades, precisamente.
Reconozcamos, pues, que estos días andamos todos algo más blanditos, porque es un tiempo en el que siempre se echa algo en falta: las Nochebuenas felices de la infancia, o la gente querida que ya no está, o esos tiempos pasados que ahora nos parece que brillan mucho más (pero que quizá no supimos valorar en su momento). Todo esto nos deja en una cierta desnudez emocional de la que se aprovechan los anunciantes como buitres. Son famosos los spots televisivos navideños diseñados con obscena impunidad para hacernos soltar la lagrimita: hijos que regresan por sorpresa de las antípodas para comer el turrón con sus padres, padres que honran a los abuelos, ancianos que besan niños, perros abandonados que miran desde fuera casas iluminadas con bombillitas, compañeros de trabajo que desbordan de amor y cobijan en Nochebuena al colega que vive solo. Cómo me irritan todos estos anuncios. Me irritan porque, aunque sé que son ñoños, y mentirosos, y sensibleros (que es la perversión de lo sensible), la mayor parte de las veces no puedo evitar que se me humedezcan un poquitín los ojos. Recuerdo un momento genial de la película de 1999 Una terapia peligrosa, protagonizada por Robert De Niro y Billy Crystal. De Niro es, cómo no, un capo de la mafia, y Crystal, el psiquiatra que intenta curar su depresión. El gánster cree estar ya bien y se está vistiendo en su dormitorio, todo sonriente, para acudir a una fiesta, cuando, de pronto, ve en la televisión uno de estos anuncios blandiblub navideños y pasa en un santiamén de la sonrisa a los desconsolados pucheros (también en Los Soprano hay escenas parecidas, aunque ninguna tan cómica y reconocible).
Todo esto resulta muy chistoso y lo estoy describiendo con ligereza, pero en realidad, si te paras a pensarlo un poco, apunta a algo profundo y turbador. ¿Qué es lo que nos conmueve tanto y a todos (o a casi todos, vaya) de estas historias mil veces repetidas? Lo he dicho antes: un desborde de amor. Más el hecho, esencial, de que todas parecen demostrar la existencia de las buenas familias o parafamilias (como los colegas que invitan a cenar al solitario). Es decir, describen un nido de pertenencia y de cariño, una bondad que nos calienta mientras fuera silba el viento huracanado. Es un amor sin tacha, puro regocijo generoso, ese bello amor en el que quizá creímos en algún momento de la infancia, antes de que la vida se encargara de enseñarnos que ni las familias ni las parejas ni las personas son perfectas (los perros probablemente sí). Pero, ah, cómo nos conmueve esa idea intacta, el recuerdo de nuestra fe en el paraíso.
Acabo de leer un libro impresionante, El reino, del noruego Jo Nesbø, un escritor de novelas policiacas, aunque esta obra en realidad no es un thriller sino una tragedia griega en versión nórdica. Un relato sobre la familia y la necesidad angustiosa de amor convertida en veneno, sufrimiento y muerte. También mi novela preferida de la gran Patricia Highsmith, Mar de fondo, describe con escalofriante precisión cómo una pareja que ansía quererse bien, que añora el amor bello, acaba por destrozarse mutuamente de tal modo que desemboca en el asesinato. Estos dos textos serían la antítesis de las endulzadas historias navideñas. Pero ¿sabéis qué? El hecho de que nos conmuevan tanto esos anuncios tan cursis creo que habla bien de nosotros, porque muestra hasta qué punto seguimos valorando la bondad y el amor, aunque nos dé vergüenza reconocerlo. Porque está de moda ir de resabiados, de cínicos y duros, pero luego se nos pone un nudo en la garganta con los malditos anuncios del turrón. Pienso que, como especie, estamos mucho más cerca de las ñoñerías lacrimógenas que de la ferocidad de Nesbø y Highsmith. Celebrémoslo. Os deseo un feliz y afectuoso 2026.
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