Vindicación de las élites
El problema no es la meritocracia: el problema es que todavía no tenemos una sociedad lo bastante meritocrática


Para qué mentir: soy un elitista de mierda. Cuando se trata de literatura, Cervantes; cuando se trata de cine, John Ford; cuando se trata de música, Bach; cuando se trata de pintura, Velázquez; cuando se trata de filosofía, Spinoza; cuando se trata de tenis, Rafa Nadal; y, cuando se trata de política, Nelson Mandela (y, como mínimo el 23 de febrero de 1981, a las 18.23, Adolfo Suárez). En definitiva, soy un entusiasta de los mejores: aquellos que han demostrado que los seres humanos somos capaces de proezas inauditas, que nos han enseñado de qué pasta estamos hechos y nos han ayudado a vivir más, de una manera más rica, más compleja y más intensa, aquellos que nos redimen o nos consuelan de nuestra mediocridad y nuestras limitaciones y nuestra negligencia y nos permiten aspirar a la mejor versión de nosotros mismos, que es lo máximo a lo que se puede aspirar.
Visto así, no sé qué hay de malo en ser elitista. El problema no son las élites; son las élites que no merecen serlo, las falsas élites. Contra estas sí que hay que pelear, y la herramienta más eficaz que hemos inventado hasta la fecha para hacerlo se llama democracia, que es otro nombre de la meritocracia. Últimamente, sin embargo, se ha puesto de moda despotricar contra ella; contra la meritocracia, quiero decir. Se asegura que, en España (y no solo en España), una persona de origen humilde lo tiene mucho más difícil para prosperar en la vida y dar lo mejor de sí misma que una persona de origen privilegiado; por supuesto, basta con no estar del todo ciego para aceptar que eso es verdad, llámese como se llame el privilegiado. Es una injusticia flagrante; para explicar por qué, debo repetirme. La democracia perfecta no existe (o, si se prefiere, la democracia perfecta es una dictadura: la democracia orgánica del general Franco; las democracias populares de la antigua órbita soviética); lo que define la democracia de verdad es que es perfectible, infinitamente perfectible: que cada día puede y debe mejorarse. “Quien no está ocupado en nacer está ocupado en morir”, reza un verso de Bob Dylan; la democracia es igual: o mejora o empeora, o nace o muere a diario, y el hecho de que mejore o empeore depende de nosotros, y en primer lugar de nuestros gobernantes, a quienes elegimos y a quienes estamos obligados a fiscalizar (y, cuando se lo ganan, a echarlos a patadas). En un ensayo titulado “El fantasma de las élites”, publicado hace tiempo en Letras Libres, Víctor Lapuente lo explicaba así: en cualquier ámbito, desde la ciencia a las telecomunicaciones, desde la educación a los mercados financieros, “los gobiernos deben garantizar una continua competencia y evitar la creación de élites oligopólicas”; es decir: con el fin de que se sitúen en los lugares más sobresalientes de cualquier trabajo o disciplina las personas más cualificadas —y no las que poseen el dinero suficiente para acceder a la mejor educación y conseguir los mejores contactos—, los gobiernos deben “buscar medios para evitar que quienes ocupan la cúspide bloqueen el acceso a la misma”. Lapuente subraya con razón que esto vale para todos, pero sobre todo para los poderes públicos: “Si una élite, como los miembros del partido político en el gobierno, ocupa puestos de responsabilidad en todas las instituciones públicas de relieve, incluyendo los órganos de control formal e informal, como la televisión pública, es muy difícil evitar su enquistamiento. Nadie puede destronar a quien se entroniza en todos los tronos del país”.
Eso es lo que hay que impedir a toda costa: la entronización sin retorno de las élites, su enquistamiento. El problema, lo repito, no son las élites: son las élites de pacotilla, cuya falta de méritos como élite las convierte en tóxicas, para los demás y para sí mismas. El problema no es la meritocracia: el problema es que todavía no tenemos una sociedad lo bastante meritocrática. El problema es que, igual que no existe la democracia perfecta, no existe la perfecta meritocracia: como la democracia, la meritocracia es un ideal, una aspiración. Una democracia es tanto mejor cuanto más se parece a una meritocracia.
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