Ir a lo nuestro

La cola del vestido como extensión del cuerpo, aunque quizá también del pensamiento. Del cuerpo, que se resiste a acabar en el culo como se resiste a acabar el poder en el tiempo: de ahí los exagerados mantos y las excesivas capas reales o eclesiásticas. Del pensamiento, como si la modelo o la modista (Carolina Herrera) arrastrase detrás de sí todo lo que no se atreve a decirnos a la cara. Nos dejan, en fin, un poco pensativos las colas, en general, de los desfiles de la alta costura, donde advertimos también algo de animalidad contenida, de nostalgia de lo instintivo que sigue al organismo racional, metaforizado en el moño de la mujer, tan cultural, tan pedagógico.
La escena ocurrió en una pasarela improvisada en la plaza Mayor de Madrid. Al fondo, bajo los soportales, huele a calamares fritos, aroma incompatible con la elegancia balsámica del primer plano de la foto. Esa contradicción proporciona al suceso un toque verdaderamente onírico, como si el desfile hubiera surgido de un sueño aspiracional de la propia fritanga. La modelo avanza, pues, con la calma hipnótica de una alucinación tranquila, reposada, de carácter, diríamos, contemplativo. Sentimos con claridad, pero sin sobresalto. Pese a sus contrastes, no vivimos la experiencia como amenazante, sino como curiosa o extraña, incluso con un tono afectivo neutro, acompañado de una sensación de paz, de compañía, tal vez de conexión con el caballero de la estatua, que va a lo suyo. Eso es lo que nos gustaría a nosotros también, ir a lo nuestro, aunque fuera a pie. Pero lo normal es que no lo consigamos.
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