Del ruido —y la mala música— como tortura
Si el ruido no está contemplado como causa absolutoria en el Código Penal es, sin duda, porque sería un coladero


Tal vez para compensar que ha sido responsable de algunas de nuestras mayores bellezas, la Iglesia también ha sido cómplice de algunos de nuestros peores espantos. Pensemos en la música: las guitarras comenzaron a entrar en la parroquia y, como un automatismo, los fieles empezaron a salir de ella, quizá porque no hay ninguna fe que pueda aguantar sin contusiones el paso del canto gregoriano al “alabaré, alabaré”. Para el místico Eckhart, si hay algo que se parezca a la divinidad, es el silencio. Por el contrario, si hoy tuviéramos que representarnos la condenación eterna, habría que pensarla —como un Bosco 2.0— bajo la especie de un centro comercial con la megafonía en pleno trueno. Ahí quisiéramos ver arder al inventor del politono, a ese macarra que pasa rugiendo con la moto de cross como quien manda al cuerno la armonía de las esferas.
Lo del ruido no debiera ser imposible. Hemos mejorado en muchas cosas que eran defectos pero que casi nos parecían tradiciones. Los ejemplos abundan. Entrar en un baño público ya no parece un necesario descenso a los infiernos con un plus, por amenizar, de obscenidades. Si alguien es celiaco, no le damos una palmada en la espalda y le decimos “venga, déjate de tonterías y tómate otro polvorón”. Hace no tanto ahorcábamos a los galgos cuando ya no eran —cielo santo— útiles; ahora empezamos a hablar de duelo animal. No ha tenido que venir la Comisión Europea ni ningún alumbramiento woke para que, si a alguien se le ocurriera hoy hacer un chiste de gangosos, nos lleváramos las manos a la cabeza de la vergüenza ajena. En fin, amanecía el siglo XXI y todavía un pueblo lanzaba desde el campanario una cabra: hoy ya no. Con el ruido, sin embargo, no parece haber esperanza. Hace poco, en una biblioteca en Palencia vi la aceptación resignada, casi dulce, de la derrota. “Por favor, guarde silencio”, decía un aviso, para, un poco más abajo, ajustar el tiro: “o haga sus comentarios en voz baja”. Si esto pasa en una sala de lectura en Palencia, imagine a la salida de una salsoteca en Mataró.
El diablo de C. S. Lewis quiere convertir el universo en una gigantesca batahola: con la tierra, afirma, ya lo está consiguiendo. Es posible que alguna gente sólo sepa que existe por el ruido que genera, pero resulta abusivo que quien hoy quiera silencio tenga que pagárselo en algún resort en los cerros del Nepal. Esa exaltación tan dulce de la música se convierte en una conspiración contra nuestra soledad cuando —del altavoz del súper al hilo musical— el chill out nos acosa en los bares, el muzak nos persigue hasta en las librerías, y la corporación municipal ve muy conveniente levantarnos el domingo con Lady Gaga a voz en cuello sólo porque es el Día de la Bici. Soñamos con el placer de viajar en tren con un libro para que luego nos destemple una efusión sentimental vía móvil —“¿cómo sigues, cielo?”— retransmitida al vagón. Regurgitado una y otra vez, el pop blandengue de los ochenta se ha extendido como una pandemia del espíritu. Los sitios que soñarían con ser sofisticados enchufan una playlist de “vintage café” —Say, say, say está cogiendo auge— que es el equivalente sonoro del estilo provenzal en la decoración: blando y derivativo y sin un gramo de verdad, como si quisiera resumir lo peor de nuestra época. Ya incluso los minutos de silencio parecen poca cosa sin un sintetizador bien temperado.
Cualquier noción de calma cuenta hoy con enemigos: para ese pasajero de metro que tal vez cambie pronto los cascos por un audífono, ¿qué puede haber más denigratorio que una ciudad tranquila? En realidad, algunos no aspiramos a una clausura monacal, sino sólo a una mansedumbre suburbana, a esa paz tan habitable de las casas la mañana de los sábados. No se trata de acostarnos españoles y levantarnos suizos. No postulamos ninguna ley del silencio, sino la vigencia de esa cortesía de no vejar al vecino con tu fiesta rociera o los decibelios de Bisbal en karaoke o, por lo menos, avisarlo. Decía Schopenhauer que no hay peor tortura que el ruido para el intelecto; de modo inverso, todo lo que quitamos al silencio es terreno que dejamos libre para lo peor de nosotros mismos. Sin duda, nunca faltará el tipo que saca el taladro a las tres de la madrugada, mientras nosotros alimentamos un odio incansable, insomne, contra él. Si el ruido no está contemplado como causa absolutoria en el Código Penal es, sin duda alguna, porque sería un coladero. “Le rajé las ruedas, señor juez, pero es que llevaba toda la tarde poniendo Melendi”. Hasta Peinado y Garzón absolverían.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Sobre la firma































































