Supervivientes de madera en las aguas de A Coruña: ni la industrialización ha podido con los viejos barcos gallegos
Dornas, gamelas, ‘bateeiros’… ni la utilización de materiales como el poliéster o el acero, ni la caída en su uso pesquero han podido hasta hoy con las viejas embarcaciones artesanales


“¡Viva la dorna!”, gritan los vecinos más exaltados por las calles de Ribeira. Son esos días de verano (entre el 18 y el 25 de julio) durante los que Galicia se llena de verbenas y romerías y, en esta localidad a orillas de la ría de Arosa, hace ya años que las fiestas populares no se celebran en honor de ninguna figura religiosa, sino que es la dorna —una pequeña embarcación de madera con vela trapezoidal, proa redondeada y un gran timón a la popa— la que ejerce de patrona.
No es extraño que sea un símbolo para muchos gallegos. Hasta la construcción de carreteras como la autovía de Barbanza, las dornas y otras embarcaciones (como la gamela, la buceta y el racú o, más recientemente, la lancha planeadora) constituían el medio de transporte más rápido y eficaz entre poblaciones de la misma ría. La dorna, con adaptaciones para cada tarea, fue, además, la herramienta de trabajo de los pescadores más humildes, que protegían su obra viva (la parte del casco sumergida) con grasa de sardina y su obra muerta con alquitrán, dándoles un característico aspecto blanquinegro. Hoy casi nadie pesca desde una dorna y estas se exhiben —es el llamado uso patrimonial— o se disfrutan paseando, pero sus formas, con indudables virtudes marineras, siguen inspirando a los carpinteros de ribera cuando planean construcciones de mayor porte.







Aunque en otras zonas de la Península la industrialización de los astilleros, el uso del acero como material para la estructura y el casco de los grandes buques y la urbanización de las franjas litorales acabaron con la carpintería de ribera, ninguno de estos fenómenos ha terminado con ella en las costas de Galicia. Aquí, la construcción y la reparación de barcos de madera era hasta hace muy poco una parte fundamental de la vida colectiva (con autoridades y vecinos celebrando cada botadura) y hoy es un oficio que se sigue practicando en al menos 14 empresas. Su negocio, de hecho, no es solo la conservación de un acervo o la construcción de dornas y otras embarcaciones tradicionales para uso recreativo, sino que dan servicio a la xente do mar (pescadores y otros profesionales) y querrían seguir haciéndolo, manteniendo y renovando la flota de bajura.
Según datos del Registro General de Flota Pesquera, en 2006 había en Galicia 4.487 embarcaciones de madera en activo (más de un 70% del total en España), mientras que en la actualidad son unas 2.500 (lo que ya supone menos de la mitad). Si la carpintería de ribera resistió durante todo el siglo XX, ¿por qué justo ahora, cuando por fin se pone en valor el patrimonio marítimo gallego, está tan amenazada? “En los años ochenta y noventa había mucho trabajo, pero ahora, aunque los armadores comprenden nuestro discurso, ven que los números no salen”, responde Gerardo Triñanes, dueño de un astillero fundado por su padre y del que salieron buques de madera de hasta 350 toneladas. Triñanes continúa reparando barcos de madera, pero hace años que no construye ninguno y ahora prepara moldes para la fabricación en otros materiales. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué los números ya no salen para la madera? “La normativa solo favorece al poliéster, un material muy contaminante que no se puede reciclar. Incluso yo, muy en contra de mi filosofía, he tenido que cambiar”, responde el empresario y artesano.

Su caso no es una excepción, y es que la resina de poliéster mezclada con fibra de vidrio, un material compuesto que se empezó a usar en la construcción naval a finales de los años sesenta, ya ha sustituido casi por completo a la madera en las nuevas construcciones. Con todo, los carpinteros de ribera defienden que las ventajas del poliéster son solo administrativas (debe pasar una revisión por cada dos de la madera) y que, en un territorio con la masa forestal y la tradición de Galicia, el uso de este derivado del petróleo no tiene ningún sentido.

A pocos kilómetros de Ribeira, en el puerto de Rianxo, un tractor echa humo y se prepara para lanzar el Carabeiro, un bateeiro de madera de casi 50 toneladas que luce impoluto tras su varada anual. Ya en el agua y tras un par de intentos, el barco arranca y se aleja con prisa, pues le esperan varias semanas desdoblando mejillones. “El año que viene repite y cada año vienen muchos más”, comenta Ramón Collazo, director de Astilleros Catoira y presidente de Agalcari (asociación que agrupa las carpinterías de ribera gallegas). Él es consciente de que, además de a su buen hacer, esta afluencia excepcional se debe a una paradoja: como muchos carpinteros se han jubilado y no existe ninguna formación oficial que permita a los jóvenes aprender la profesión, los pocos que siguen siendo capaces de llevar a cabo las labores de mantenimiento obligatorias cada vez tienen más trabajo.
Los Astilleros Catoira fueron fundados en 1915 y cuentan con 10 trabajadores, cinco de ellos carpinteros. Allí atienden a unos 200 barcos por año. Lo normal es que realicen varios trabajos simultáneamente, así que la construcción de un barco completo, como el Leiro Cores, terminado a finales de 2023 con 21 metros de eslora y siete de manga, les suele ocupar año y medio.

Si el carpintero de ribera es una figura tan excepcional es porque es capaz de intervenir en todas las fases de construcción de una embarcación, incluido el diseño de su casco. Muchísimo antes de que se aplicasen los métodos numéricos a la flotabilidad y a la hidrodinámica o de que se desarrollasen los primeros CFD (simuladores informáticos del comportamiento de un objeto flotante), los carpinteros de ribera ya sabían qué formas y qué líneas de agua resultan más adecuadas para cada propósito (transporte de mercancías, navegación en aguas de interior, pesca del bonito…). “Se trata de un conocimiento acumulado por generaciones. Se parte de barcos antiguos, a los que se introducen mejoras. Es un proceso de ingeniería a la inversa”, explica Collazo. Toda esa experiencia, técnica e intuición se concentra, en primer lugar, en el “medio modelo a escala”, una maqueta que el carpintero elabora a base de sucesivas piezas que, apiladas, determinan las formas de la mitad del casco (la otra mitad será simétrica).

Francisco Fra, que aprendió el oficio de su padre y de su tío y que, hasta hace poco, mantuvo en funcionamiento el último astillero de San Cibrao, cuenta que el proceso de elaboración de un modelo puede llevar una semana y que sus formas siempre tienen algo de la personalidad del carpintero: “Antes los barcos se conocían por sus hechuras: viendo el casco, sabías quién lo había construido”. Tras terminar ese modelo a escala, el carpintero se traslada al único rincón de su taller que está despejado de herramientas y serrín: el tablero de trazado. Allí, ayudado por un transportador de ángulos y un junquillo o ballesta, el profesional traza cada cuaderna a tamaño real, corrigiendo cualquier bache que aparezca durante el proceso. A esto último se le llama “alisado” y es un paso necesario ya que, en palabras de Fra, “las curvas deben ser consonantes y bien seguidas”. A partir de esta caja de cuadernas, que ocupa tanto espacio como manga vaya a tener la embarcación, el carpintero ya podría comenzar a construir, pero desde 1969 es necesario que su proyecto sea visado por un ingeniero naval.
“Todavía estoy esperando la primera aportación del ingeniero”, confiesa Collazo. Esta falta de diálogo entre quienes acumulan “un saber empírico de siglos” y quienes salen de las escuelas de ingeniería es otro de los problemas del sector. Triñanes cree que es “un contrasentido” que haya tan pocos ingenieros navales que conozcan bien la madera: “Debería estudiarse más, igual que cuando estudias Derecho estudias Derecho Romano”. Así, argumenta el carpintero, sería más fácil que se aprovechara “toda la masa forestal para investigar” y que creciera la presión para renovar una regulación “que ya está muy obsoleta” y no recoge las técnicas más recientes, de mayor resistencia. En cualquier caso, una vez el proyecto ha sido autorizado, el carpintero se pone en marcha. Usará alrededor de un 70% de madera autóctona y, por ejemplo, preparará la quilla con una o dos piezas de eucalipto, las cuadernas con roble y el forro con “pino del país”. También usará maderas tropicales para algunos detalles de los interiores. “Vas al aserradero y te lo cortan directamente. Eso sí, al desaparecer las carpinterías también están desapareciendo los aserraderos. Pocos aserraderos cortan las maderas de 10 metros que necesitamos”, lamenta Collazo.

José Garrido es un hombre de manos enormes que hoy dirige el astillero que su tatarabuelo fundó en O Grove. Tanto su nave como el terreno alrededor están llenos de barcos, tanto de pesca como de recreo, y él confirma: “Trabajo hay porque somos pocos y no se encuentra quien repare”. Sin embargo, está desilusionado: siente que no hay relevo y sabe que no habrá una sexta generación de su familia al frente del negocio. Garrido recuerda que, de joven, era él mismo quien subía al monte para escoger los árboles: “Ya es muy difícil encontrar buenos pinos con madera vieja, pero yo veo un árbol y distingo la forma de la tabla. Sé si la curvatura de determinado tronco será buena para la roda, para una cuaderna, para el codaste…”. Una vez localizados, los árboles se cortaban durante el invierno, al anochecer y con la luna en cuarto menguante. Todas esas precauciones no se tomaban por superstición, sino que servían para minimizar la presencia de savia en los vasos de los troncos, volviéndolos así más resistentes frente a hongos y xilófagos. “El nuestro es un aprendizaje muy largo: hay que entender los ciclos de la naturaleza, las mareas, el crecimiento de la madera…”, confirma Triñanes. Además de saber todo eso, el carpintero de ribera debe ser también muy hábil con las manos, ya que algunas de sus ejecuciones son muy delicadas. ¿Se perderá toda esta acumulación de conocimiento y habilidad? “Espero que no. Se trata de un país y de una manera de entender el mar. No nos podemos permitir echar por la borda siglos de experiencia y todo el potencial ecológico de la madera”, contesta Triñanes.
Cuando se ponen al timón, todos los patrones coinciden en que el comportamiento en la mar de los barcos de madera es mejor que el de los barcos de poliéster. “Es porque los pesos mayores están abajo y no necesitan ser lastrados. Para tener un comportamiento parecido, en barcos de fibra se usan lastres de hasta 20 toneladas, lo que aumenta el consumo de combustible y hace que sean más bruscos”, explica Collazo. No obstante, la comodidad de los patrones no es algo determinante para la industria pesquera, pero la reducción de las emisiones de carbono durante el proceso de construcción y operación del barco sí que podría llegar a serlo. “La huella de carbono que deja durante su periodo de vida un barco de poliéster o de metal es 80 veces superior a la de un barco de madera” indica Collazo. “Y cuando ambos barcos acaben su vida útil, podremos reciclar el de madera, mientras que nos limitaremos a cortar y almacenar el de poliéster”.
Mientras en Ribeira se celebraban la Festa da Dorna y el XVII Encontro de Embarcacións Tradicionais de Galicia, los propios Collazo, Triñanes y Garrido construyeron frente al público una pequeña dorna. Fueron admirados y reconocidos, pero no está tan claro que su mensaje se distinga con claridad: su trabajo no es ningún anacronismo, sino una combinación de artesanía y técnica que puede ayudar a que toda una industria sea más sostenible.
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