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Maneras de vivir
Columna
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Fuego

Los canallas pirómanos son siempre una minoría. Pero ¿qué hace mientras tanto la mayoría?

Lucha contra un incendio forestal en Veiga das Meas (Ourense), el 16 de agosto de 2025.
Rosa Montero

Hace un mes, cuando me despedí del artículo para las vacaciones, no sabía que agosto iba a ser esta tortura. Y esta tristura. España en llamas como símbolo del atroz mundo en llamas en el que vivimos. Cientos de miles, puede que millones de animales achicharrados (la Fundación Franz Weber estimó que en los incendios de 2022 pudieron morir en España más de un millón de animales), un total de ocho víctimas humanas mientras escribo esto y varios heridos más en estado grave. El aire huele a maldad, a carne quemada y apocalipsis. Qué terribles podemos llegar a ser los humanos. Alcanzaremos Marte y desarrollaremos tecnologías tan poderosas como la IA, pero seguimos siendo incapaces de controlar nuestra violencia y nuestras vidas. Emocional y éticamente, nos separa muy poco de los trogloditas.

El Homo sapiens lleva 300.000 años sobre la Tierra, apenas un suspiro en el tiempo cósmico. Y en los últimos 80 años, es decir, en una ínfima brizna de esa brizna de tiempo, nos las hemos apañado para ponernos tres veces en riesgo de extinción por nuestra mala gestión de la tecnología. Nuestra especie está en riesgo de extinción por el armamento nuclear, por el calentamiento climático y por la inteligencia artificial. En sólo 80 años. Si seguimos intentándolo lo vamos a conseguir. Y esto sucede por lo que he dicho antes; porque nuestra inteligencia técnica no está acompañada por la sabiduría, es decir, por una madurez global de los sentimientos y las emociones. Somos como niños jugando con bombas enterradas en la arena de una playa. O aún peor: somos como adolescentes airados e inestables.

Nos cuesta aprender. Nos cuesta muchísimo aprender. Cuando nuestro mal hacer nos conduce a una catástrofe y nos hundimos en los abismos de una atrocidad de la que somos responsables, como sucedió con el nazismo, el estalinismo y la Segunda Guerra Mundial, creemos haber entendido la lección y nos esforzamos en mejorar. Entonces se fundó la ONU como proyecto de cooperación mundial, se desarrolló el Estado del bienestar, el concepto del ascensor social, el respeto a la diferencia… Un impulso de mejora que apenas ha durado un par de generaciones. Nos cuesta aprender y olvidamos rápido. Ya estamos de nuevo metidos en el fango, en la sangre, en el fuego, en el horror. En Gaza, en los olvidados Sudán y Myanmar, en Afganistán, en tantas esquinas trágicas del mundo. Los malos medran. Los malos brillan.

Sigo creyendo que el bien abunda más. Los individuos de verdad malvados no llegan al 15%, a saber, un 3% de psicópatas más un 10% o así de psicopatoides y narcisos. Pero a veces la mayoría se deja arrastrar y envenenar. A fin de cuentas, ya lo he dicho, no somos más que un puñado de descerebrados adolescentes. Volvamos a los incendios. Y a esos miserables que prendieron el monte. Diversos estudios señalan que hay zonas en las que la mayoría de los fuegos la causan algunos ganaderos y pastores para regenerar el pasto (fueron culpables del 92% de los incendios de Cantabria entre 2005 y 2014, según un informe del Gobierno autonómico, y del 67,5% de los de Asturias en 2022, según el Plan de Prevención del Principado). No sucede lo mismo en toda España; Abel Bautista, consejero de la Junta de Extremadura, denunció en un primer momento los intereses cinegéticos, aunque más tarde matizó que no era la caza, sino la maldad de una persona. Y es verdad. Los canallas pirómanos son siempre una minoría. Pero ¿qué hace mientras tanto la mayoría? Pegarnos unos a otros, insultarnos, buscar rendimiento político. En lugar de unirnos por el bien común ante la tragedia. Vergonzoso y tristísimo.

Este agosto ha habido también un ejemplo de la maldad en estado puro, incomprensible y feroz: esos 32 pobres galgos a los que un monstruo llamado Antonio Sánchez, alias El Patilla, dejó morir encadenados sin agua ni comida. La banalidad del Mal, que diría Arendt. Ya digo: soplan vientos crueles en el mundo. Vendavales de fuego que calcinan. Pero, a cambio, también hay personas como Mircea, el rumano de 50 años que murió abrasado intentando salvar a los caballos en Tres Cantos. O como Jaime y Abel, los dos primos treintañeros de Zamora que ardieron por salvar su pueblo. O como Nacho, el bombero que falleció acudiendo a un incendio. Mircea, Jaime, Abel, Nacho. Repito sus luminosos nombres como un mantra para seguir creyendo que los humanos podemos ser mejores de lo que somos.

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Sobre la firma

Rosa Montero
Nacida en Madrid. Novelista, ensayista y periodista. Premio Nacional de Periodismo y Premio Nacional de las Letras en España. Oficial de las Artes y las Letras de Francia. Animalista, antisexista y ecologista. Su obra está traducida a cerca de treinta idiomas.
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