Orgullo
No somos obedientes, sino, por fin, civilizados. Ahora solo falta que los políticos estén a la altura
Sí, ya sé que muchas veces despotricamos de nuestro país. Que se nos llevan los demonios cuando vemos conductas miserables que nos parecen históricamente repetitivas, como, por ejemplo, la falta de unidad política ante la brutal tragedia de la dana. Por todos los santos, nos decimos (o al menos yo me digo), pero ¿es que ni siquiera somos capaces de colaborar ante una catástrofe semejante? Ese Feijóo ladrando y fastidiando desde el primer momento me abrió las carnes y me hizo recordar el proverbial sectarismo español, nuestra tradición individualista y feroz, reseñada desde hace siglos por los estudiosos de lo hispano, como Gerald Brenan. Nunca nos ha cabido en la cabeza el bien común, nunca nos hemos educado en el respeto a lo social, me repetí. Somos un país anclado a la tribu, a la horda, al clan; somos ese tipo de sociedad que mantiene su casa impoluta pero tira la lavadora estropeada a la calle, porque lo que no es propio y personal es enemigo y ajeno.
Eso volví a decirme, atrapada por el fatalismo nacional. Pero, a ver, un momento: ¿es así de verdad? Hace algunas semanas cené con amigos franceses e italianos. En un momento determinado, ya no recuerdo a cuento de qué, uno de los franceses comentó: “Es que los españoles sois tan obedientes”. Esta frase abrió una conversación en torno al tema. Por ejemplo: es verdad que en España se respetan más los pasos de peatones que en ningún otro sitio. Intenta cruzar en París por un paso de cebra sin mirar: es posible que te atropellen. Por no hablar de Italia, en donde te espachurrarán sin duda alguna. ¿Te parece un detalle baladí? La verdad, no lo creo. Es educación cívica, conciencia de los derechos del otro, cierta confianza en el Estado. Una de las poquísimas cosas buenas de envejecer es que conoces el pasado; y así, recuerdo la Alemania dividida, y cómo en el Oeste se respetaban los pasos de peatones y los semáforos, mientras que en el Este era un maldito caos, porque los ciudadanos no creían en el sistema e imperaba la supervivencia del individuo frente a una sociedad hostil. Otro buen ejemplo es la pandemia. Fuimos una de las naciones que menos cayó en el negacionismo científico y que, por consiguiente, se vacunó de forma más completa. En noviembre de 2021 éramos el tercer país de la UE en número de vacunados (un 79,1%), solo por debajo de Portugal y Malta (87,78% y 83,61% respectivamente) y muy por encima de la media europea del 66,69%.
“¿Por qué sois tan obedientes?”, me preguntaron esa noche. Mis amigos son cultos y estupendos, y además gente muy amable, pero advertí en ellos cierto desprecio hacia nuestra supuesta docilidad, una suerte de satisfacción gamberra por el hecho de no respetar los pasos de cebra en Roma y en París, cosa por otra parte comprensible porque hay un saludable mecanismo psicológico que fomenta que a todos nos guste nuestra manera de ser. “Somos así porque lo hemos escogido. Porque estábamos hartos de ser feroces y caóticos. Porque venimos de una tradición cainita y asocial y hemos decidido convertirnos en otra clase de país. Y, con mucho esfuerzo, lo hemos conseguido”, me descubrí contestando. Y me quedé pasmada.
Ya digo, soy mayor y recuerdo. Tengo la clarísima memoria de una España de tramposos y listillos en la que jamás se respetaba una cola, la gente se burlaba de las regulaciones públicas, se intentaba engañar al vecino en provecho propio y las neveras rotas se arrojaban en efecto a la cuneta. Todo eso lo he vivido. Hoy quienes se cuelan son las excepciones, y hasta recogemos mayoritariamente los excrementos de los perros: no hay comparación con la marea de mierda que cubría las aceras hace 30 años, y eso que el número de animales se ha centuplicado. Habrá quien lea este artículo y diga: no es verdad, sigue habiendo guarros y energúmenos, y tiene razón, pero es que su número es incomparable con el pasado. Si crees eso es que no viviste esos años, o no los recuerdas. Hoy somos otros. ¿Cuándo hemos hecho ese cambio, cómo ha sucedido? Ha sido tan gradual que no me he dado cuenta, pero está ahí, sin duda. Rememoro ahora a mis amigos, alardeando de insubordinación ante el país que hasta hace poco fue el más insubordinado del mundo, y me producen un poco de risa y de ternura, como quien escucha las baladronadas de un niño. Perdón, pero no somos obedientes, sino, por fin, civilizados. Educados en lo social. Respetuosos del otro y del bien común. Qué orgullo. Ahora solo falta que los políticos estén a la altura de los ciudadanos.
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