Valcárcel Medina, el genio radical del arte español a sus 87 años
Pionero del arte conceptual y la ‘performance’, el creador murciano sigue en plena actividad y ahora prepara una exposición en el IVAM. Su crítica del sistema imperante en el mundo del arte y su vida libérrima han sido una larga lección de independencia
Año 2009. Valcárcel Medina, de 72 años, me explicaba en su piso de Madrid la diferencia entre instalación, performance e intervención: “Intervención es introducir en un medio un elemento ajeno que lo distorsiona, pero en un lugar que existe. Instalación es, en un lugar que existe también, pero que no tiene función, montar uno la función. Y performance, a lo que yo llamo acción, es poner en escena uno mismo un guion propio con una finalidad estupefaciente, es decir, dislocadora de la realidad”.
Además, criticaba las acciones o performances “organizadas” y ensalzaba las espontáneas, incluso las que no son conscientes de serlo.
—En Sevilla hay un lugar donde hay un señor que lleva muchos años parándose en la esquina, y que en absoluto tiene pretensiones artísticas.
—¿Y está cuerdo?
—Sí, está cuerdo… Bueno, está cuerdo a su manera, desde el momento en que él interfiere pero no interrumpe. O sea: nadie sabe por qué está ahí, pero también es cierto que está como todos los demás están, lo único que pasa es que él está quieto. Ese es un gran performer.
—¿Le interesa?
—Muchísimo, me interesa muchísimo.
—¿Lo ha tratado?
—No, porque no me atrevería, me parece un señor demasiado respetable para que venga yo a decirle “oiga, ¿y qué hace usted?”.
Año 2024. Valcárcel Medina, de 87 años, me dice en su piso de Madrid, en su piso pequeño y con estilo, cuya reforma y mobiliario diseñó él mismo: “Para mí el arte no es algo aparte sino una actividad cotidiana pluripersonal. Es decir: imaginemos a una persona que va a cruzar un paso de peatones y, en vez de cruzarlo sin más, se detiene a mirar y piensa en la posibilidad de cruzarlo de otra manera: a la pata coja, por ejemplo, aunque sea una tontería. Y lo cruza a la pata coja. No habrá existido ningún protocolo detrás de la acción, ni quedará testimonio, ni lo ocurrido llevará firma, pero lo mirarán los peatones, también lo mirarán desde los coches, y habrá alguien que diga: ‘Anda, cómo está cruzando este’. Y ya está. Lo importante es que habrá tenido lugar la expresión de un rasgo de individualidad y creatividad”.
—Hace 15 años le hice otra entrevista y me habló usted de un hombre en Sevilla que habitualmente solía quedarse quieto en una esquina. ¿Lo recuerda?
—¡Anda con Dios, si es verdad! Fíjate que me olvido de todo, en cuanto hago una cosa la olvido para siempre, pero de esto me acuerdo.
En esta segunda entrevista, en mayo pasado, cuenta el artista murciano Isidoro Valcárcel Medina que justo hace unos días cerca de su casa, en la Carrera de San Jerónimo, la que va de la Puerta del Sol al Congreso, vio a un señor, “bien vestido, de traje”, que se quitaba el sombrero cada poco pero sin saludar a nadie. “Cuando le daba la gana se lo quitaba, se lo cambiaba de mano y se lo ponía otra vez. Desde luego que no es que sea una obra de arte para llevarla al Museo del Prado, ni que el hombre fuera un creador, ni que valga la pena quedarse mirando algo así, pero sí que se estaba manifestando de una manera por lo menos anárquica”.
Precisa Valcárcel Medina que no quiere llevar “al extremo” el tópico naif de que todos somos artistas. Lo que le interesa es “cuestionar cómo la sociedad sitúa o no a una persona dentro del ámbito de lo artístico, cómo la reconoce o no como tal”, y no quita que distinga con claridad el gran arte. Habla con pasión del Prado, museo que frecuenta y que tiene dos cuadros de su abuelo Inocencio Medina Vera (1876-1918). Dice de Las meninas: “Es incomparable. Me paso largas horas viéndolo”. Pero defiende que no se mitifique el arte, que no se sacralice “porque así no se alienta la manifestación creativa de cualquier ciudadano, que la tiene, así sea en un grado ínfimo, minúsculo”.
—Dice que no vale la pena prestarle atención a algo como lo del señor que se quitaba el sombrero en la calle sin motivo. Pero usted le prestó atención.
—Porque yo soy un vicioso.
Isidoro Valcárcel Medina vive en Madrid desde joven. Dejó de pintar muy pronto y fue uno de los pioneros del arte conceptual en España, especialmente centrado en el arte de acción, poético y político, situacionista, teatral, algo Buster Keaton, siempre radical. Vehemente y demente. Lógico-racional hasta el perogrullismo. Premio Nacional de Artes Plásticas 2007. Premio Velázquez 2015. De carácter amable y divertido. A veces levantisco. Puede ponerse bravo defendiendo una idea que le parezca importante o denunciando alguna estupidez. Puede mostrarse mosqueado porque no se fía de las entrevistas y teme que el resultado sea banal y anecdótico. Puede inquietarse en la sesión de fotos porque le tiran muchas, pero obedece y se pone aquí y se pone allá y hasta acaba divertido, sacando la lengua, haciendo gestos de mimo.
Su pelo largo y su barba son los mismos que hace 15 años. En 2009 daba más una imagen de viejo artista sobrio-cool-minimal. En 2024 está como más bíblico y valleinclanesco. Más menguado pero resuelto y agudo y vital.
Acaba de estar en Murcia para un concierto relacionado con dos obras suyas. También en Mallorca, donde realizó una acción en la que un día repartió por la calle pegatinas donde ponía “¿Yo también soy artista?” y debajo “La respuesta, mañana”, y al día siguiente repartió otras donde ponía: “Todos somos artistas”.
Anda un poco agobiado de actividades. Exposiciones, proyectos de exposiciones, como la revisión de sus últimas dos décadas de carrera que le dedicará el próximo verano el Instituto Valenciano de Arte Moderno (IVAM). “Nada trascendente, lo que pasa es que la vida te ocupa. Es un ir y venir”, dice. Así se tituló su exposición de 2002 en la Fundación Tàpies: Ir y venir de Valcárcel Medina. La comisarió José Díaz Cuyás, quien editó un catálogo con ese mismo título que se ha vuelto el libro de referencia sobre ese periodo de su obra. También será el comisario de la muestra del IVAM y para ella prepara un segundo catálogo que completará el anterior. En su casa, Valcárcel Medina suspira pensando en los papeles que tiene que buscar para el editor.
A los 17 años le dieron su primer carné de artista. Al cabo de un tiempo aquello de “artista” le pareció nefasto.
—Es contribuir a la mitificación de la profesión. Entonces me cambié el nombre de artista por el de autor, aunque la institución no quería ponerme el nombre de autor porque era una indefinición. Decían: “¿Pero autor de qué?”.
—¿Puedo ver el carné?
—Uf, a saber dónde lo tengo. Lo buscaré.
Días después lo llamo a su teléfono fijo. Nunca ha tenido móvil. No ha encontrado el carné, pero me cuenta la historia de un pueblo leonés llamado Riaño que fue inundado para hacer un pantano. Los vecinos fueron trasladados a un pueblo nuevo al que se llamó Nuevo Riaño. “Cuando un vecino fue a renovar el carné le pusieron como lugar de nacimiento Nuevo Riaño. Pero él dijo que era de Riaño y luchó hasta que se lo pusieron bien en el carné. Me gustó mucho su acción”, dice. “Por cierto, hoy inauguraron una exposición en la Fundación Telefónica con una obra mía”.
Miradas que comunican (hasta el próximo 12 de enero de 2025) es un homenaje a los 100 años de Telefónica con piezas de cinco creadores. Valcárcel Medina aporta una de 1973, Conversaciones telefónicas, en la que llama a desconocidos al azar solamente para comunicarles que le acaban de poner un teléfono en casa. La calculada sequedad de las frases del artista y de su tono aumentan la intensidad del absurdo. Estamos en una sala a oscuras, hay una grada para sentarse, suena la rueda de un teléfono, suena la señal de llamada, coge alguien, la conversación se proyecta en una pared.
—¿Dígame?
—Mire, acaban de instalarme el teléfono y quisiera comunicárselo a usted por si le interesara. Soy Valcárcel Medina.
—¿Qué?
—Soy Valcárcel Medina.
—Sí.
—Entonces, tengo el teléfono que me han puesto hace muy poco.
—Sí.
—Entonces, si a usted le interesa saberlo, se lo digo.
—Ah…, o sea, ¿para llamarle a usted?
—Sí, sí, bueno, siempre que a ustedes les sirva de algo. Únicamente en este caso, eh.
—No sé. Dígamelo, pero no sé por qué, para qué sentido, eh…
—Bueno, quiero decir, que, si usted no encuentra una razón, pues no se lo digo, simplemente. De modo que no se preocupe por esto.
—Muy bien, nada, eh.
—En absoluto.
—Gracias.
—Adiós, adiós.
Así una llamada tras otra.
En marzo expuso en la galería Investigación y Arte de Madrid la obra Perfiles y borraduras. Se trataba de una serie de 50 dibujos al carboncillo dispuestos sobre dos tablones sin orden y unos encima de otros para que el público, si deseaba ver los tapados, tuviese que cogerlos y moverlos, y activase así el fin de la obra: que con el manoseo y el desplazamiento natural del carboncillo, al no haber sido fijado con aerosol como requiere esta técnica, se emborronasen las partes negras de los dibujos y se manchasen las blancas. O lo que es lo mismo: que el público dibujase y el autor se desdibujase.
La exposición coincidió con Arco. En la feria no hubo obra de Valcárcel Medina. La hubo en Investigación y Arte, una modesta galería que nunca ha sido invitada a Arco pero que queda al lado de casa del artista.
No es que le dé exactamente igual el sistema del arte. Al contrario: ha sido uno de sus temas de investigación predilectos. Siempre ha tenido un pie dentro del sistema del arte para explorarlo a su manera y producir interferencias. En 1994 el Reina Sofía lo invitó a hacer una exposición. Aceptó a condición de tener acceso a los presupuestos de las últimas exposiciones del museo. Le dijeron que no y se fue al Defensor del Pueblo a protestar porque consideraba que estos datos debían ser de dominio público. No consiguió los presupuestos, pero acabó montando en el Reina Sofía un mostrador donde ponía a disposición del público la documentación de todos estos trámites. En 2006, en el Macba, se pasó nueve días pintando de blanco un muro con un pincel de brocha fina. Otra vez fue al Prado y pidió un permiso de copista. Le preguntaron qué obra quería pintar y respondió que quería pintar un espacio de pared entre dos obras. Denegado. En 1993 presentó al Congreso de los Diputados una ley del arte con 102 artículos. El último establecía: “Las escuelas de arte se regirán por los siguientes propósitos: a) Desmitificar la catalogación tradicional del arte como entidad y oficio selectos. b) Divulgar la idea de un arte convivencial, asequible y ético. c) Imponer la idea del arte como expresión personal que supere el prejuicio de la calidad. Y d) Liberar la división del arte en escuelas, estilos, lenguajes, modas, categorías y calidades, sin que tal cosa signifique la abolición de esos conceptos, sino su limitación al uso particular”.
El Congreso de los Diputados contestó que no podía ser admitida a trámite.
“Tengo por ahí la contestación, pero a saber dónde estará”, dice Valcárcel Medina, al que produjo “un inmenso placer” recibir la respuesta oficial, que argüía que un ciudadano no podía legislar una materia como la que él abordaba, porque dicha cuestión debía ser objeto de ley orgánica; de modo que, a juicio del artista, el Estado reconocía la pertinencia de algo que no existía ni aún existe: una ley del arte.
Afirma que sus obras son “en cierto sentido, de cachondeo”, pero habla de la cultura con máximo respeto. “Es una de las cosas más importantes a las que puede acercarse el ser humano. El problema es cuando se usa en un sentido institucionalizado, reglamentado. Entonces la cultura pierde mucho aguante. El Ministerio de Cultura, por ejemplo, no aguanta nada que no esté institucionalizado culturalmente, y la cultura lo abarca todo, no solo lo institucionalizado como cultura”.
—¿Cómo podría el sistema ampliar su visión de la cultura?
—Podrían empezar por algo muy sencillo: no cobrar la entrada a los museos y, sobre todo, no contar a la gente que entra en los museos, porque ¿eso qué tiene que ver con el arte? Y diría que antes no contar que no cobrar, porque me molesta muchísimo eso de la cuenta. “Es que en tal museo ha habido 1.137.000 visitantes”. Pues muy bien, es mucho, pero si ustedes no los contaran seguirían siendo el mismo número de personas entrando a un museo. ¿De qué va esto? ¿De contar lo importantes que son ustedes porque ha venido un millón?
En la actitud crítica y en la acción frente al sistema del arte, dentro del sistema del arte, ha encontrado Valcárcel Medina el sentido de “la vida buena”. “O no la vida buena, mi vida buena. El placer de darme el gusto. Y sé que hay muchísima gente a la que, por desgracia, no le es fácil darse el gusto, o lo más que puede hacer es tomarse una cerveza, y que la presión del ambiente sociopolítico es bestial, lo admito; pero este ambiente hay que saltárselo a la torera, siempre y cuando saltárselo a la torera no condicione tu supervivencia, porque la burocracia y la sociedad están organizadas de manera que cuando te sales de madre tienes que pagarlo. Se puede uno salir de madre sin dar lugar a que te hagan pagarlo. Para mí no cumplir las normas, estando dentro de las normas, es una cosa fundamental”, dice.
—Ha persistido en ello.
—Sí. El mundo está muy en contra de la individualidad, de la independencia, de la autonomía, de hacer lo que te dé la gana sin perjudicar a nadie, entonces esto exige una persistencia vital desde que tienes uso de razón hasta que lo pierdes. Esto es indispensable. Yo no hago nada que tenga ver con lo que hacía hace 50 años, pero todo lo que he hecho desde entonces hasta ahora ha seguido una misma directiva: la persistencia. Siempre fui machacón y molesto.
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