Instrucciones para fabricar el Sol: así se ha acelerado la carrera para conseguir energía con la fusión nuclear
Impulsado por los últimos avances científicos y una gran ola de inversión en proyectos privados, el viejo sueño de generar energía replicando los procesos que mantienen encendidas las estrellas ha dejado de ser ciencia ficción
El impacto de 192 potentes láseres de energía ultravioleta sobre una diminuta cápsula de apenas dos milímetros de diámetro se produjo unos minutos después de la una de la madrugada. Era el 5 de diciembre de 2022 y el grupo de científicos que dirigía el experimento desde la sala de control en el Laboratorio Nacional Lawrence Livermore, en California, prorrumpió en aplausos de celebración al ver los resultados en las pantallas: habían conseguido 3 megajulios de energía aplicando a la pequeña pastilla de combustible 2,3 megajulios procedentes de los láseres. Tras décadas de investigación y cientos de millones de dólares invertidos, conseguir la energía equivalente a la necesaria para calentar el agua para darse una ducha quizá no parezca demasiado, pero lo cierto es que acababan de demostrar que es posible crear energía reproduciendo en la Tierra la reacción física que mantiene encendido el Sol y todas las estrellas.
La humanidad lleva más de 70 años persiguiendo el sueño de convertir la fusión nuclear (la unión de los núcleos de dos átomos, exactamente lo contrario que hace la fisión, con i, en las actuales centrales nucleares, que es separarlos) en una fuente de energía que se prevé segura, limpia (crea residuos, pero muy manejables y no emite gases de efecto invernadero) y casi inagotable: sus principales combustibles se encuentran fácilmente en la naturaleza (por ejemplo, el agua de mar como fuente de átomos de deuterio). Pero hasta que aquella noche de diciembre explotó esa diminuta pastilla en el centro de una cámara de vacío en California, nadie había conseguido generar un resultado positivo, es decir, producir más energía de la que efectivamente se aplicaba para unir los átomos. “Ha sido un punto de inflexión, ha dado al mundo la confianza de que es posible. Ha sido como la experiencia de los hermanos Wright [que en 1903 protagonizaron el primer vuelo motorizado controlado]”, dice el estadounidense Bruno Van Wonterghem, jefe de operaciones de la Instalación Nacional de Ignición (NIF son sus siglas en inglés), el centro perteneciente al gran complejo público de Livermore que lleva a cabo el proyecto de fusión.
En el vestíbulo del mismo edificio, una mañana del pasado mes de junio, entre reproducciones de las ópticas de los láseres, vitrinas que muestran piezas clave del trabajo, como las cápsulas de combustible, y algún expositor que celebra los récords del laboratorio, Van Wonterghem continúa con su analogía. “Es como si hubiéramos logrado que el avión despegara, ahora tenemos que ver hasta qué altura podemos subir, a qué velocidad podemos volar… Estamos avanzando muy rápido; hemos pasado de 3 megajulios de rendimiento para 2,2 megajulios de energía láser a 5 [en experimentos posteriores] y esperamos llegar hasta 10 este año. Y luego, con algunas pequeñas mejoras en el láser, a los 30 megajulios, lo que supone una ganancia de 10 o más [respecto a la energía entrante]”.
Lo cierto es que para conseguir con láseres una planta viable de generación haría falta una ganancia de entre 50 y 100 veces. Y no solo eso, también habría que hacer al menos 10 disparos por segundo (en el NIF se puede por ahora uno cada siete u ocho horas) y con láseres mucho más eficientes (este requiere una enorme cantidad de energía para poner en marcha todo el mecanismo). Y esta máquina de Livermore nunca lo conseguirá, para empezar, porque no está hecha para eso; es una instalación científica experimental cuya principal misión es estudiar las armas nucleares. Serán otros los que tengan que buscar las soluciones tecnológicas a unos desafíos de ingeniería que parecen de ciencia ficción, pues consisten en crear una planta de generación de energía que reproduzca en la Tierra esos procesos que ocurren en el Sol a millones de grados de temperatura y con una presión equivalente a 100.000 millones de atmósferas terrestres.
De hecho, la vía de investigación que representa el laboratorio de Livermore, por confinamiento inercial (conseguir la fusión a base, principalmente, de presión), ha sido siempre la hermana pobre del sector, con respecto a la opción que, todavía hoy, parece tener más papeletas para llegar antes a la meta, aunque también tenga sus propios problemas aún por resolver. Este es el confinamiento magnético, que consiste en llevar a los átomos a unas temperaturas tan altas (más de 10 veces las del Sol) durante el tiempo suficiente para que venzan la repulsión natural de sus núcleos y no les deje más remedio que fusionarse. Pero nadie pone en duda que la demostración del laboratorio californiano está en el centro de los avances que han reavivado la carrera después de décadas de adormecimiento, con más dinero y enfoques que tratan de cerrar las preguntas científicas que quedan aún abiertas con soluciones tecnológicas que ya sean en sí mismas viables y eficientes.
Alemania ha lanzado un plan de investigación de 1.000 millones de euros hasta 2028 que integra por primera vez las dos vías: magnética e inercial. Su objetivo es tener una planta de fusión en 2040. En esa misma década quiere tener lista la suya el Reino Unido, STEP, que se construirá sobre una antigua central eléctrica de carbón en West Burton, en el centro de Inglaterra. El plan de China, que gasta al año en el sector unos 1.500 millones de dólares, es tener su primer prototipo industrial de reactor de fusión, bautizado como “sol artificial”, en 2035 y comenzar la producción comercial a gran escala en 2050. El Congreso de Estados Unidos aprobó este año una inversión récord de 1.480 millones de dólares.
“Ahora mismo, me cuesta mucho esfuerzo conseguir estudiantes de doctorado y posdoctorales suficientes para trabajar en todos los proyectos que tengo ya financiados. Y eso está pasando a escala global. Tenemos financiación para acometer los enormes desafíos que tenemos por delante, pero no tenemos una fuerza laboral suficiente para hacerlo”, asegura Jaime Marian, profesor de la Universidad de California, Los Ángeles (UCLA), experto en materiales aptos para los reactores de fusión. El científico opina que, en realidad, el esfuerzo público, al menos en Estados Unidos, ha ido a remolque de un sector privado que ha visto que esta aventura no es solo viable, sino que es potencialmente muy lucrativa.
La agrupación internacional del sector, Fusion Industry Association, ha contabilizado este año 45 empresas (25 de ellas en Estados Unidos) que han conseguido en conjunto una financiación de 7.100 millones de dólares; en 2020, cuando hicieron su primer informe, eran 25 empresas y 1.900 millones. La mayor parte del dinero les llega de inversores privados —entre los que se cuentan Jeff Bezos, Bill Gates y empresas como Google—, pero la parte pública ha pasado de 85 a 426 millones.
“Hace muy poco recibimos una importante subvención, financiada al 50% por el Gobierno británico y al 50% por nosotros. Trabajamos además con el Imperial College, la Universidad de Oxford y el Instituto de Física del Plasma de York. Es un programa de investigación de 12 millones de libras [algo más de 14 millones de euros] para cinco años”, explicaba a primeros de año Nick Hawker, fundador de First Light Fusion, en la sede de la empresa, en Oxford.
La compañía, fundada en 2011, trata de conseguir lo mismo que en Livermore, pero en vez de con un láser, con proyectiles lanzados con un potente cañón de 22 metros de largo. La clave para que este consiga lo mismo que un láser es un amplificador, una especie de envoltorio de la cápsula de combustible que “aumenta la presión y también moldea la energía de modo que, aunque golpeamos, conseguimos una implosión esférica”, explica Hawke. “Es nuestra tecnología clave”, añade poco antes de ofrecer un tour por el laboratorio donde está ubicado el cañón que, cargado con tres kilos de pólvora, lanza proyectiles a siete kilómetros por segundo que acaban impactando sobre la cápsula dentro de una cámara de vacío parecida a la de Livermore, pero en pequeño; aquella tiene 10 metros de diámetro y esta 1,7. “La ingeniería de nuestro enfoque es tremendamente más sencilla, así que la ingeniería necesaria para llegar a una planta de energía, también. Y es muchísimo más barato”, insiste. Tiene ya el diseño inicial para una planta piloto. “Nuestro objetivo es conseguirlo en la década de 2030. Igual que todas las empresas privadas. Entre los programas públicos, incluso los más ambiciosos hablan de 2040. Estoy convencido de que una pequeña empresa privada ágil puede ir más rápido que esas grandes instituciones”, concluye.
Hawke pone el ejemplo de un proyecto internacional de investigación con láseres que, cuando necesitó renovar las instalaciones, tuvo que contratar con nuevos proveedores de distintos países porque había que repartir el pastel, lo cual retrasó enormemente todo el proceso. De hecho, los retrasos y los sobrecostes del gigantesco proyecto internacional de energía de fusión que ha acaparado casi toda la atención del sector en los últimos lustros parece darle, al menos en parte, la razón.
Impulsado por 35 países —entre ellos, los de la UE, EE UU, Japón, Corea, China y Rusia—, el ITER (el camino, en latín) es un reactor experimental de dimensiones descomunales, las necesarias sobre el papel para demostrar que es posible hacer plantas de energía viables por confinamiento magnético. Su objetivo es alcanzar lo que se conoce como el triple producto: mucha temperatura —al menos 100 millones de grados Celsius—, una presión de más de cinco atmósferas y un tiempo de pérdida de la energía (si se deja de calentar el gas) de más de tres segundos, creando al menos 10 veces más energía de la necesaria para poner en marcha todo eso —500 megavatios desde 50—. Incluido un conjunto de imanes de 1.000 toneladas capaces de controlar magnéticamente la forma y colocación del plasma: la sopa en la que se convierten las partículas cuando alcanzan temperaturas tan elevadas. Unos imanes hechos con materiales superconductores que, para funcionar, deben estar a su vez a unas temperaturas bajísimas. “En apenas cuatro metros puedes llegar a tener en el centro del plasma unos 300 millones de grados y menos de 200 bajo cero en los imanes. Allí tienes el Sol y aquí el lado oscuro de la Luna”, señala el también español Alberto Loarte, jefe científico del ITER, junto a la cámara de vacío donde se generará el plasma, un monstruo de 19,4 metros de diámetro, 11,4 de altura y unas 5.200 toneladas.
En 2007, cuando se constituyó la organización responsable de su construcción en Cadarache, en el sur de Francia, el compromiso era que en 2025 ya serían capaces de generar reacciones que produjeran energía. Entre medias, sin embargo, fallos en el diseño, errores de gestión y de fabricación, algunos enfrentamientos entre responsables de seguridad y, también, una pandemia han hecho que en la última revisión, este verano, hayan calculado que esas primeras reacciones llegarán en 2039. De un presupuesto inicial de 6.000 millones de euros, se calcula que el proyecto acabará costando muy por encima de los 20.000 millones. A partir de ahí, el plan es que sus resultados sirvan para crear ya esas centrales capaces de llevar electricidad a la red. Europa, por ejemplo, planea construir su planta piloto (DEMO) en 2050.
El problema es que la velocidad a la que avanzan la investigación y la tecnología en otras partes se está acelerando exponencialmente, con lo que existe la posibilidad de que para entonces sus resultados queden superados por alguna de las distintas vías alternativas que prometen hacer lo mismo antes, con máquinas más pequeñas y manejables y, por lo tanto, más viables económicamente. Seguramente por eso, los países están retomando posiciones y revisando sus estrategias.
“Los demás se están organizando. En China tienen plan, en EE UU también. Y creo que hay un reto también europeo”, dice Marc Lachaise, director de Fusion for Energy, la organización de la UE con sede en Barcelona encargada de las aportaciones europeas al ITER. Y añade: “Llevamos años colaborando y lo hemos hecho muy bien, pero creo que es el momento para que Europa configure una nueva hoja de ruta que se adapte al contexto y que tenga sentido para todos”. En todo caso, continúa: “El ITER sigue siendo el objetivo común y no es solo en Europa; es el proyecto más grande al que todo el mundo mira porque ninguna start-up puede hacer algo parecido”.
De hecho, buena parte de la comunidad científica levanta la ceja con escepticismo cuando escuchan las promesas con las que las compañías recaudan sus fondos. Admiten, eso sí, que con su acción disruptiva, su agilidad de movimiento y su capacidad para atraer talento y darle alas, alguna de ellas puede dar con esa tecla que aún no se ha tocado y dar el pelotazo.
Así lo ve Sam Davis, jefe de proyecto del reactor experimental JT60, en Japón, uno de los hermanos pequeños del ITER que están haciendo pruebas para allanar el camino del gigante francés y están consiguiendo, de hecho, algunos resultados magníficos que han contribuido, junto al de Livermore, a insuflar nuevas fuerzas al sector; por ejemplo el récord de energía de 69 megajulios logrado hace unos meses en el complejo británico del JET. “Durante muchos años, el progreso ha sido lento, la financiación, bastante escasa, y la gente se ha visto obligada a hacer estas colaboraciones internacionales, en parte, porque ningún país podía hacerlo por sí solo. Así que esta ola de inversión privada es muy bienvenida”, explica Davis. Y continúa: “ Muchas de estas nuevas empresas no van a ser capaces de cumplir sus promesas, pero pueden resolver algunos problemas concretos. Y si tienes diez empresas y todas resuelven un problema, ya sabes, son diez problemas menos que te colocan más cerca del objetivo”.
Pero para entender un poco mejor de qué problemas estamos hablando y cómo de cerca o de lejos puede estar el objetivo, habría que hacer un poco de historia y entender algunos conceptos básicos. “Lo que queremos conseguir es reproducir las reacciones que tienen lugar en el Sol y las estrellas. Todas funcionan igual: como tienen mucha masa, por gravitación hacen que los núcleos de sus partículas se fusionen para dar elementos más pesados: dos hidrógenos se convierten en un helio. Y en ese proceso se desprende mucha energía, porque se produce un déficit de masa, el de la famosa ecuación de Einstein: E=mc² [energía igual a masa por velocidad de la luz al cuadrado]”, explica Isabel García Cortés, científica del Laboratorio de Fusión del Centro de Investigaciones Energéticas, Medioambientales y Tecnológicas (CIEMAT), con sede en Madrid, que acoge desde los años noventa otra de esas máquinas de investigación en este campo, el TJ-II. Y continúa: “La dificultad que tenemos en la Tierra, obviamente, radica en que no tenemos la gravedad que tiene el Sol”.
Así, las dos principales maneras que hemos encontrado para compensar eso y conseguir que los dos núcleos —que de forma natural se repelen porque tienen carga positiva— se junten hasta fusionarse son esas vías de confinamiento inercial (por compresión) y magnético (por temperatura en un plasma confinado durante tiempos largos). Ambas necesitan una cámara de alto vacío para producir la fusión —al trabajar con hidrógeno, el elemento más ligero de la naturaleza, cualquier otro elemento puede interferir— y el mismo combustible, formado por los isótopos del hidrógeno que tienen más posibilidades de fusionarse a una temperatura menores. Son el deuterio (que, como hemos visto, se encuentra sin problemas en el agua del mar) y el tritio, que no se encuentra en la naturaleza y hay que fabricarlo (he aquí un problema tecnológico y económico). Al fusionarse, las dos partículas se convierten en una sola de helio, y desprenden un neutrón cargado con mucha energía, una parte de la cual habría que convertir en electricidad y otra se utilizaría para producir más tritio (otro reto sin resolver). Además, esos neutrones hacen un daño terrible a cualquier material contra el que impacten.
Ya desde su invención en los años cincuenta del siglo pasado, el desarrollo que ha sobresalido sobre los demás en el camino para intentar resolver todo eso es una máquina con forma de dónut llamada Tokamak (el ITER es su evolución), que viene con sus propios problemas. El principal es controlar por medio de imanes superpotentes esa especie de sopa en la que se convierten las partículas cuando se calientan muchísimo (el plasma, el cuarto estado de materia) confinados dentro de ese dónut, a la temperatura y durante el tiempo suficientes para que se produzca una fusión que cree una ganancia de energía.
Es, precisamente, el triple producto con ganancia que trata de demostrar el ITER. ¿Cómo? Para empezar, por volumen, con los imanes más grandes para crear el plasma más grande del mundo: plasma de 840 metros cúbicos en un flujo de 6,2 metros de diámetro. El objetivo es que el plasma, llegado el momento, se autoalimente, creando por sí mismo la mayoría de la energía y parte del campo magnético que necesita para permanecer caliente, manteniéndose continuamente activo para recibir las cápsulas de combustible (pellets). Estas estarán criogenizadas para poder entrar en el plasma cuando se lancen a toda velocidad. Unas placas de litio (test blankets), probablemente líquido, serán las encargadas de recoger una parte de los neutrones para reconvertirlos en tritio y electricidad de manera eficiente. Y una estructura de wolframio situada en el suelo de la cámara de vacío y refrigerada con agua extraerá el calor y las cenizas producidas por la reacción de fusión, minimizando la contaminación del plasma y protegiendo las paredes de altas temperaturas y los impactos de los neutrones.
La complejidad es enorme por la infinidad de variables que entran en juego —del tamaño y la composición del pellet a la forma exacta del plasma, el modo de calentarlo, más rápido o más despacio— y los escenarios tan impredecibles —muchas veces no sabes cómo reaccionará algún material llegado a tal temperatura o tal presión ni cómo eso afectará a otros componentes, teniendo en cuenta que todos tienen que funcionar perfectamente a la vez—, explica Loarte. Habla también de las complicaciones burocráticas lógicas de un proyecto tan grande y con tantos países implicados cuyo espíritu, además, es que todo el conocimiento sea compartido. Y defiende que el del ITER sigue siendo el camino a seguir no solo por su impulso a la creación de un gran tejido industrial para el sector y el éxito político que representa: “Yo creo que estas empresas privadas dejan muchas cosas abiertas. Si tú quieres demostrar que tienes un gas que se autocalienta y solo eso, o que tengo una ganancia de cinco veces la energía que pongo, no construyes el ITER. Pero, cuando se quiere demostrar todo lo necesario para la producción de energía a la vez, creo que es un paso inevitable. Por eso Estados Unidos, que abandonó el proyecto en 1998, volvió en 2003. En todo caso, si alguien demuestra que se puede hacer más deprisa, fenómeno”.
En eso están empresas como la estadounidense Commonwealth Fusion Systems o la británica Tokamak Energy, utilizando imanes superconductores de alta temperatura (HTS, en sus siglas inglesas) que permiten hacer reactores mucho más pequeños y manejables. La primera está construyendo ya en Devens, Massachusetts, la que su director científico y cofundador Brandon Sorbom define como “el primer dispositivo de fusión comercialmente relevante del mundo”, con una tecnología que, sobre el papel, puede llegar a obtener una ganancia de 10, asegura. De momento, el objetivo es conseguir empatar en 2026 (crear tanta energía como meten) y pasar entonces a la construcción de una segunda generación de planta con la que esperan empezar a llevar electricidad a la red en la década de 2030.
Tokamak, por su parte, tiene el mismo objetivo, pero aún no ha comenzado a construir su prototipo. En su caso, además de los HTS, trabajan con una forma distinta del reactor una esfera en lugar del donut. “Es más eficiente, y requiere una inversión de capital y unos costes de funcionamiento menores y un espacio más reducido”, explica por videoconferencia el CEO de la compañía, Warrick Matthew, y recuerda que el proyecto público de Reino Unido para construir una central, también es un Tokamak esférico.
Los enfoques de las empresas muchas veces consisten en retomar vías aparcadas tiempo atrás, aplicando nuevos avances científicos y técnicos. Por ejemplo, la californiana TAE Technologies ha diseñado una máquina que retoma la vieja idea de la Configuración de Campo Invertido (FRC), que crea un plasma toroidal que permitirá, en teoría, alcanzar temperaturas suficientes para sustituir el combustible de deuterio y tritio, por hidrógeno y boro. Esto evitaría la emisión de neutrones y, en consecuencia, el daño que hacen a los materiales y su carga radiactiva; que no es mucha, sino similar a la de los aceleradores que se utilizan en los hospitales, pero es un problema menos.
La sueca Novatron, por su parte, asegura que ha encontrado la manera de solucionar los problemas que apuntillaron la investigación con “máquinas de espejos”, en las que un plasma más potente y controlable “en forma de salchicha”, explica Erik Odén, presidente ejecutivo de la compañía, dará acceso a una tecnología más sencilla, eficiente y barata que también dará la posibilidad, asegura, de trabajar con otras alternativas de combustible. Su propuesta captó mucho interés durante una presentación en un encuentro de empresas del sector celebrado recientemente en la sede del ITER. Su idea ha sido calificada por el reputado profesor de Berkeley Kenneth Fowler como “el eslabón perdido de la fusión nuclear”.
Las propuestas siguen y siguen. El año pasado, según el recuento de la Agencia Internacional de la Energía Atómica, había 100 dispositivos experimentales de fusión nuclear en funcionamiento (90 de ellos, públicos), otros 14 en construcción, (cinco de ellos, privados; e incluido entre los públicos uno en la Universidad de Sevilla) y otros 44 proyectados (más de dos tercios, en este caso, privados).
El escenario está tan abierto, hay tanta excitación, que no parece fácil actuar con la cabeza fría a la hora de decidir dónde poner los esfuerzos. “¿Cuál es la mejor manera de utilizar el dinero para que no hagamos todos lo mismo? Asegurándonos de que también abordamos los grandes problemas”, dice en las instalaciones del NIF Tammy Ma, la persona a la que han encargado en Livermore de la iniciativa para la energía de fusión inercial para proponer un programa nacional, con vistas a la particiàción también de otros países, para la comercialización de energía de fusión. “Por eso, con el programa público, lo que intentamos es financiar las tecnologías básicas que se pueden utilizar en todos los enfoques. Por ejemplo, si necesitas crear tritio, todo el mundo necesitará las mantas para hacerlo. Así que el programa de EE UU está tratando de poner dinero en las áreas que aporten el mayor beneficio para todos”, dice.
“En todos los proyectos, sean Tokamak o el que sea, tienen un problema con el tema de los materiales”, aporta José Aguillar, coordinador en la Universidad de Granada de la Oficina Técnica para el IFMIF-DONES, el proyecto del programa ITER para construir un gran acelerador de partículas en el sur de España que sea capaz de probar la resistencia de los componentes antes de usarlos en los reactores. A punto de empezar su construcción, se trata de una especie de cañón de neutrones, único en el mundo, que lanzará sobre los materiales que vayan a sufrir la agresión de estas partículas durante los procesos de fusión para predecir cómo lo aguantan. Confían en empezar a funcionar a pleno rendimiento en 2034. “Será una infraestructura científica que esté funcionando 24 horas al día, intentaremos que sean todos los días del año”, añade Aguilar.
Con cientos, miles de científicos trabajando en universidades y centros de investigación de todo el mundo, en cada uno de los problemas que quedan por resolver, interconectados y a la vez mirando de reojo al de enfrente —“la magnética aún no demostrado que puede hacerlo”, “en realidad, lo de Livermore es una bomba de hidrógeno en miniatura, investigación militar, nunca ha habido un proyecto serio de producción de energía”, “hay mucha ocurrencia entre las start-ups sin base científica”—, esta es probablemente una extraña historia a mitad de camino entre la competición y la ineludible colaboración para lograr ese objetivo que parece de ciencia ficción. Una carrera, al fin y al cabo, en la que al final ganaríamos todos y que ya todo el mundo parece convencido de que hay que correr.
Retomando una vieja frase muy repetida en el sector, varios de los científicos consultados para este artículo responden así cuando se les piden pronósticos: “La fusión llegará cuando queramos que llegue”. Es decir, cuando haga falta de verdad y se pongan los medios. Y aunque hay quien defiende el camino por sí solo merece ya la pena —The Guardian repasaba hace poco las aplicaciones prácticas, desde tratamientos del cáncer a mejores baterías para coches eléctricos, que pueden tener los descubrimientos en torno a la fusión—, la necesidad de llegar cuanto antes a la meta es más evidente que nunca; ya se empiezan a sentir las consecuencias del cambio climático y parece claro que hacen falta más alternativas a los combustibles fósiles con una previsión de aumento de la demanda de electricidad para 2050 de entre un 30% y un 76% y las renovables no podrán con todo.
Lo que no está aún nada claro es qué pinta tendrá el reactor que se lleve finalmente el gato al agua, resalta José Manuel Perlado, presidente del Instituto de Fusión Nuclear Guillermo Velarde de la Universidad Politécnica de Madrid. Recostado en su despacho, junto a Pedro Velarde, director del instituto que lleva el nombre de su padre, Perlado pone un ejemplo:
—¿Por qué se impuso el reactor de agua a presión como la tecnología preferida para las centrales de fisión nuclear? Pues porque el almirante [estadounidense Hyman] Rickover necesitaba para sus submarinos un reactor supercompacto. Había otras ideas, como los reactores de agua pesada, que eran tremendamente voluminosos, pero toda la tecnología, al final, se desarrolló para los de agua ligera, que era el único que le daba soluciones. Y por eso la adoptaron después Westinghouse y General Electric, que eran los dos monstruos entonces. Y esto pasará en la fusión dentro de 10 años; la tecnología, habrá un momento que se decante por una solución.
—¿Como pasó con el vídeo VHS y el Beta?
—Ese sería otro ejemplo.
—Y como precisamente enseña ese ejemplo, en estas carreras no necesariamente gana el mejor—, interviene Velarde. —Por ahora hay mucha oferta de ideas, nadie te puede decir exactamente por dónde va a ir el tema al final y las grandes empresas de generación de energía no van a arriesgarse a invertir hasta que esté más claro.
Si el de Livermore fue sin duda un punto de inflexión en el camino hacia la energía de fusión nuclear, el siguiente, y seguramente ya definitivo, llegará el día en que las grandes eléctricas empiecen a invertir de verdad.