Mamá, estoy a salvo


Se puede pronunciar la palabra “pan” sin tener experiencia del pan. A mí, el crujido de su corteza cuando arranco uno de sus extremos para comérmelo de vuelta a casa, me alegra un poco la mañana. No tengo, en cambio, la experiencia del naufragio en su sentido literal, sí en el figurado, porque todos somos un poco náufragos, tal es la condición de esta rara especie a la que pertenecemos. Quería señalar, en fin, que no es lo mismo la experiencia verbal que la existencial. Asomarse a la calle no es lo mismo que patearla. Lo sé porque he vivido parte de mi existencia meramente asomado: asomado al talento de los otros, a su riqueza, a su capacidad para establecer relaciones o para evitar los líos, para caer bien, para ganarse la vida sin esfuerzo…
Y también, claro, asomado a la experiencia del naufragio. Todos los días naufraga alguien. Álguienes, deberíamos decir si existiera ese plural. Esos álguienes son mujeres y niños y bebés y personas adultas y adolescentes dotados de sus pulmones y de su vesícula y de su hígado, así como de un miedo o de una valentía atroces. Se los traga el océano con la facilidad con la que el sumidero del lavabo engulle la espuma del afeitado. Algunos, como el de la foto, alcanzan la costa proporcionándonos la experiencia verbal de la supervivencia. Debería bastarnos para provocar un sentimiento de piedad. Pero donde usted y yo vemos un móvil, otros ven un puñal. “¡Vienen a por nosotros!”, se desgañitan con todo su cristianismo a cuestas. Ese teléfono, si todavía funciona, servirá para llamar a mamá y decirle que se encuentra más o menos a salvo.
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